Tom Regan es profesor de filosofía en la Universidad del Estado de Carolina del Norte, y presidente de la Culture and Animals Foundation. Su libro más conocido, "The Case for Animal Rights", presenta una detallada argumentación filosófica a favor del reconocimiento de los derechos básicos de todos los seres que son “sujetos de una vida”, es decir, capaces de experimentar la vida de una manera individual y a los que la vida puede irles bien o mal. En el ensayo que sigue, Regan considera, y rechaza, varias posibles razones para trazar una barrera moral rigurosa entre los seres humanos y los demás grandes simios. Una versión anterior del mismo apareció con el mismo título en "Health Care Ethics", libro editado bajo la dirección de Donald Van De Veer y Tom Regan, y publicado por Temple University Press, Filadelfia, en 1987; volvió a reimprimirse en 1991 en la obra de Tom Regan "The Thee Generation: Reflections on the Coming Revolution", aparecida asimismo en Temple University Press. Lo incluímos aquí, en forma revisada y abreviada, con permiso de la mencionada editorial.
Este texto también está incluido en el libro El proyecto Gran Simio: la igualdad más allá de la humanidad / coordinado por Peter Singer, Paola Cavalieri, 1998, ISBN 84-8164-196-0 , pags. 243-256
Nota: La publicación de este artículo en RespuestasVeganas.Org no implica necesariamente que compartamos todas y cada una de las cuestiones expresadas por el mismo; sin embargo, consideramos interesante su publicación por la aportación que puede hacer a la causa del movimiento por los Derechos Animales (derecho a la salud y a la vida).
A finales de 1981, una periodista de un diario de una gran metrópoli (la llamaremos Karen para proteger su interés en conservar el anonimato) consiguió acceder a unos archivos del gobierno que previamente habían sido considerados material clasificado. Sirviéndose de la Ley de Libertad de Información, Karen indagaba la financiación por parte del gobierno federal de los Estados Unidos de las investigaciones sobre los efectos, a corto y largo plazo, de la exposición a los residuos radioactivos. Con la comprensible sorpresa descubrió, entre los documentos que examinaba, los informes relativos a una serie de experimentos que implicaban la inducción y el tratamiento de trombosis coronarias (ataques al corazón). De no haber sido porque Karen tropezó con estos informes, lo más probable es que esos experimentos, llevados a cabo a lo largo de un período de quince años por un renombrado especialista en cardiología (vamos a llamarle Dr. Ventrículo) con ayuda de fondos federales, habrían permanecido ignorados fuera del círculo de poder e influencia del Dr. Ventrículo.
La sorpresa de Karen pronto se convirtió en trauma e incredulidad. Leyó cómo, caso tras caso, Ventrículo y sus compinches tomaban individuos que por lo demás gozaban de buena salud y que no habían sufrido previamente ninguna enfermedad del corazón y les causaban intencionadamente un fallo cardíaco. Los métodos utilizados para provocar el “ataque” constituían toda una lista de la compra de técnicas experimentales, desde las dosis masivas de estimulantes (la adrenalina era el favorito) hasta el daño eléctrico de la arteria coronaria que, al quedar debilitada, producía la deseada trombosis. Los miembros del equipo de Ventrículo se pusieron entonces manos a la obra para probar la eficacia de diversas drogas desarrolladas con la esperanza de que contribuirían a soportar un segundo “ataque”. La dosificación variaba, y se establecieron los acostumbrados grupos de control. La administración de una cierta dosis de determinados fármacos a los “pacientes” resultaba más eficaz en algunos casos que la no administración de medicación o que la aplicación de cantidades menores de las mismas drogas en otros casos. La investigación se detuvo de forma repentina en el otoño de 1981, pero no porque se juzgase que el proyecto era poco prometedor o porque alguien protestase con indignación sobre la ética de estos experimentos. Al igual que otras muchas cosas en el mundo de aquellos años, el proyecto de Ventrículo cayó víctima de la austeridad económica. Sencillamente, no había dinero federal suficiente para atender a la renovación del presupuesto.
Habría que renunciar a todos los instintos del periodista para dejar así el tema. Karen perseveró y, con falsos pretextos, consiguió entrevistar a Ventrículo. Cuando reveló que había tenido acceso al archivo, que conocía en detalle las investigaciones, en gran parte estériles, que se habían prolongado durante quince años, y que la labor de Ventrículo la llenaba de indignación, éste quedó mudo. Pero no por el hecho de que Karen hubiera desenterrado aquel archivo. Ni siquiera porque estaba archivado donde no debía (un “error funcionarial” aseveró el cardiólogo). Lo que le sorprendía a Ventrículo era que alguien pudiera pensar que suscitaba una grave cuestión ética lo que él había hecho. Entre las notas que Karen tomó de su conversación con él, se encuentran los párrafos siguientes:
LA CUESTIÓN
La historia sobre Karel y el Dr. Ventrículo es solamente eso: una historia, una pequeña pieza literaria. No existen de verdad el Dr. Ventrículo ni Karen. Pero sí que existe un hábito muy extendido de utilizar animales vivos en la investigación científica, en la que se incluyen experimentos como los llevados a cabo por nuestro imaginario Dr. Ventrículo. De modo que esta historia, aunque sus detalles sean imaginarios –ya que se trata, dejémoslo claro, de una creación literaria y no del relato de unos hechos- es una historia en la que se suscita una cuestión. La mayoría de la gente que la lea se sentiría moralmente ofendida si realmente hubiera un Dr. Ventrículo que hiciera investigación coronaria como la descrita en seres humanos que estuvieran sanos. Pero serían muchos menos los que se plantearían un interrogante moral al informarles de investigaciones de este tipo realizadas con animales no humanos: chimpancés o lo que sea. La historia suscita una cuestión; o así l oespero, porque, al cogernos desprevenidos, nos hace patente esa diferencia, la vivifica en nuestra experiencia y, al hacerlo, revela algo sobre nosotros mismos, algo acerca de nuestra constelación de valores. Si pensamos que lo que Ventrículo hacía estaría mal si lo hiciese con seres humanos, pero está perfectamente bien si lo hace con chimpancés, entonces tenemos que creer que existen normas morales diferentes aplicables a la forma en que tratamos a unos y a otros: a los humanos y a los chimpancés. Pero el reconocimiento de esta diferencia, si es que la reconocemos, es solamente el principio, y no el final, de nuestra reflexión moral. Sólo podemos responder al desafío que supone pensar bien desde el punto de vista moral si somos capaces de mencionar una diferencia moralmente pertinente entre los seres humanos y los chimpancés, una diferencia que ilumine de una manera clara, coherente y racionalmente defendible por qué está mal utilizar a seres humanos en investigaciones como las del Dr. Ventrículo y no lo está si se utiliza chimpancés.
LA ESPECIE “CORRECTA”
Una diferencia evidente es que chimpancés y humanos pertenecen a especies distintas. Es una diferencia, no cabe duda. Pero ¿es una diferencia moralmente pertinente? Supongamos, a modo de argumentación, que una diferencia en la pertenencia a una especie es una diferencia que afecta a nuestro juicio moral. Si es así, y si A y B pertenecen a dos especies distintas, es perfectamente posible que matar a A, o dañarle de cualquier modo, esté mal, mientras que no lo está hacer las mismas cosas a B.
Vamos a someter a pruebas esta idea imaginando que el personaje de E.T., de Steven Spielberg, y algunos de sus amigos se presentan en la Tierra. Podemos decir lo que queramos sobre ellos, pero no podemos decir que sean miembros de la especie Homo Sapiens. Ahora bien, si una diferencia de especie fuese una diferencia moralmente pertinente (que afecta a nuestro juicio moral), estaríamos dispuestos a admitir que no es moralmente reprobable matar a E.T. ni a otros miembros de su especie biológica, ni causarles daño –por ejemplo practicando con ellos la caza deportiva-, mientras que sí lo es hacer lo mismo con miembros de nuestra especie, por el hecho de serlo. Pero no se permite la duplicidad de valores. Si el hecho de que ellos pertenezcan a otra especie hace que sea correcto que les matemos o les inflijamos daño, el hecho de que nosotros pertenezcamos a una especie distinta de la suya haría que dejase de estar mal que ellos nos mataran o nos dañaran. “Lo siento amigo –dirían los compatriotas de E.T. antes de apuntarnos o de provocar nuestra crisis cardiaca-, pero es que no perteneces a la especie correcta.” Por lo que a nosotros respecta, no podemos quejarnos ni poner ninguna objeción moral si la pertenencia a la especie, además de ser una diferencia biológica, tiene una decisiva importancia moral. Antes de que asintamos a esta idea, deberíamos considerar, en consecuencia, si, en caso de que nos viéramos ante otra poderosa especie de extraterrestres, consideraríamos razonable tratar de moverles mediante la fuerza de la argumentación moral y la persuasión. De ser así, rechazaremos la opinión de que las diferencias de especie, al igual que otras diferencias biológicas (v. Gr. La de raza o de sexo), constituyen una diferencia moralmente pertinente, del tipo de la que buscábamos aquí. Pero tendremos también que recordar que no se permite la doble moral: aun cuando los chimpancés y los humanos difieren efectivamente en cuanto a la especie a la que unos y otros pertenecen, esa diferencia no es por sí misma moralmente pertinente. Es decir: Ventrículo no podría defender su utilización para las investigaciones que realiza con chimpancés en lugar de realizarlas con seres humanos, basándose en que estos animales pertenecen a una especie distinta de la nuestra.
EL ALMA
Es evidente que hay mucha gente que cree que las diferencias teológicas separan a los humanos de los demás animales. Dios, dicen, nos ha dotado de un alma inmortal. La vida que vivimos en la tierra no es nuestra única vida. Más allá de la tumba hay una vida eterna: para unos, en el cielo, para otros, en el infierno. En cambio, los otros animales no tienen alman. En vista de lo cual tampoco tienen una vida después de la muerte. Ésa, podría aducirse, es la diferencia moralmente pertinente entre ellos y nosotros y por eso, cabría deducir, estaría moralmente mal utilizar a seres humanos en los experimentos de Ventrículo, mientras que no lo está el uso de chimpancés.
Vamos a limitar a tres puntos nuestra argumentación frente a esta postura. En primer lugar, la teología que (muy crudamente) hemos bosquejado no es la única a tener en cuenta para nuestro asentimiento informado. Hay otras teologías (sobre todo las de las regiones orientales y las de muchos pueblos nativos de América) que atribuyen a los animales un alma y una vida después de la muerte. Así, pues, antes de que podamos razonablemente servirnos de esta supuesta diferencia teológica entre los humanos y los demás animales como diferencia moralmente pertinente, habría que defender las convicciones teológicas propias frente a las de otras teologías competidoras. Explorar tales cuestiones es algo que sobrepasa el limitado alcance de este capítulo. Es suficiente, para nuestros fines, que tengamos en cuenta que hay mucho que explorar al respecto.
En segundo lugar, incluso si asumimos que los humanos tienen alma, mientras que otros animales carecen de ella, no existe ninguna conexión lógica evidente entre estos “hechos” y el veredicto según el cual estaría mal hacer con los humanos lo que no está mal hacer con los chimpancés. El tener (o no tener) alma constituye una obvia diferencia respecto a la posibilidad de que el alma de uno siga viviendo. Si los chimpancés carecen de alma, sus posibilidades son nulas. ¿Pero por qué eso hace que esté bien utilizarles, en esta vida, en los experimentos de Ventrículo? ¿Y por qué el hecho de que nosotros tengamos alma, suponiendo que la tengamos, hace que esté mal utilizarnos, en esta vida, a nosotros? Las preguntas que eluden quienes se apoyan en una supuesta “diferencia teológica” entre los humanos y otros animales como base para juzgar el modo en que puede tratarse a cada especie son muchas más que las que responden.
Tercero y último punto: convertir una teología determinada en patrón con el que se mida lo permisible, y en rigor lo que se apoya con fondos públicos en la sociedad occidental pluralista del siglo XX, es moralmente objetable per se; ofende, como mínimo, al sano principio moral, por no hablar del legal, de la separación de la Iglesia y el Estado. Aún cuando se hubiera demostrado –que no se ha demostrado- que es cierto que los seres humanos poseen un alma de la que los animales carecen, no debería utilizarse como arma para hacer con ella la política pública. En resúmen: no hallaremos la diferencia moral pertienente que estamos buscando si tratamos de encontrarla en el laberinto de las diferentes teologías alternativas.
“Los seres humanos pueden dar o no dar su consentimiento informado; los animales, no. Ésa es la diferencia moral pertinente.” Este argumento es con certeza erróneo en un aspecto y lo es también posiblemente en otro. Ciñéndonos en primer lugar al segundo punto, constantemente aumenta la evidencia relativa a las facultades intelectuales de los grandes simios. En gran parte, la atención pública se ha centrado en los informes de estudios relativos a la supuesta capacidad lingüística de estos animales cuando se les enseñan lenguales tales como el ASL, el Lenguaje de Signos Americano para sordos. Washoe, Lana, Nim Chimpski son chimpancés que han alcanzado celebridad internacional. Lo que estos animales pueden llegar a hacer y a enternder es una cuestión controvertida. ¿Tienen los primates la capacidad de entender y usar el lenguaje? Y en su caso, ¿tendrían la capacidad de dar o negar su consentimiento informado? En la actualidad no es posible ofrecer una respuesta definitiva a estas preguntas. Creo bastante probable que estos animales posean la capacidad necesaria. Pero también es posible que no sea así. No resulta fácil hacer alarde de una postura doctrinaria a este respecto.
Dejando de un lado las cuestiones relativas a la capacidad de los chimpancés para dar su consentimiento informado, es obvio, sin embargo, que no es ésta la diferencia moral pertinente que andamos buscando. Supongamos que, además de utilizar chimpancés, Ventrículo utilizase también a algunos seres humanos, pero sólo a personas mentalmente incapaces: personas que, aun cuando tengan preferencias discernibles, son demasiado jóvenes o demasiado viejas, están demasiado débiles o se encuentran demasiado confusas, para dar o negar el consentimiento informado fuese la diferencia moralmente pertinente que buscamos, estaríamos dispuestos a decir que no sería moralmente rechazable que Ventrículo hiciese sus experimentos coronarios con estos seres humanos, mientras que sí lo sería que lo hiciese con seres humanos capaces, es decir, con quienes, en otras palabras, pueden dar o negar su consentimiento informado.
Pero, aun cuando la propia disposición a consentir que alguien le haga algo a uno pueda ser, y con frecuencia lo es, una buena razón para absolver a la otra persona de responsabilidad moral, la incapacidad propia para dar o negar el consentimiento informado se sitúa en un plano moral totalmente distinto. Cuando los colegas de Walter Reed dieron su consentimiento informado para participar en los experimentos sobre la fiebre amarilla, quienes los expusieron a la picadura, potencialmente fatal, del parásito de la fiebre que portan los mosquitos, quedaron absueltos de toda responsabilidad moral por los riegos que los voluntarios habían decidido correr. Y convengamos en que quienes decidieron correr esos riesgos actuaron por encima de la llamada normal del deber. Su actuación es lo que los filósofos llaman un acto supererogatorio. Porque hicieron más de lo que la estricta obligación requiere, con la esperanza y la intención de beneficiar a otros, estos pioneros merecen nuestra estima y nuestro aplauso.
Pero el caso de los humanos incapaces es radicalmente distinto. Dado que estos seres (v. Gr. Los niños pequeños y las personas con minusvalías mentales) carecen de la capacidad mental que se requiere, en primer lugar, para tener siguiera obligaciones, es absurdo pensar que puedan actuar supererogatoriamente. No pueden actuar “más allá de la llamada” del deber cuando, como ocurre en su caso, no pueden, para empezar, entender “esa llamada”. Pero aun cuando no puedan prestarse voluntariamente, del modo en que puedan hacerlo los seres humanos mentalmente capaces, pueden ser forzados u obligados a algo en contra de su voluntad, o contrario a sus preferencias conocidas. Hay veces, no cabe duda, en que la intervención coercitiva en su vida está por encima de todo reproche moral, o de hecho es moralmente exigible, como cuando, por ejemplo, obligamos a un niño pequeño a someterse a una punción de la médula espinal para comprobar si sufre meningitis. Pero el espectro de los casos en los que nos está moralmente permitido, o estamos moralmente obligados, a ejercer la fuerza o la coerción sobre humanos incapaces, con el fin de conseguir determinados fines, no es muy amplio en todo caso. Comprende en primer lugar aquellos casos en los que, con motivo justificado, actuamos con la intención de favorecer los intereses de esos seres humanos. Y esto no implica licencia alguna, ni cheque en blanco, para forzar u obligar a humanos incapaces a correr el riesgo de un daño grave para que otros, quizá, puedan beneficiarse, al poderse establecer o disminuir los riesgos que estos últimos corren. Tratar los trastornos cardíacos que se den de manera natural en un ser humano incapaz es un imperativo moral, y todo cuanto podamos aprender como consecuencia de ese tratamiento y que sea beneficioso para otros no tiene nada de malo. Sin embargo, provocar intencionadamente un ataque al corazón de un ser humano incapaz, basándose en la posibilidad de que ello pueda beneficiar a otros, está fuera de todo límite. Los humanos incapaces no existen como “recursos médicos” para el resto de nosotros. Moralmente, las investigaciones de Ventrículo deberían condenarse si se practicasen con seres humanos incapaces, sean cuales fueren los beneficios que puedan derivarse para otros. Por mucho y muy real que fuese lo que pudiéramos ganar, serían ganacias mal adquiridas.
Lo que es cierto de los humanos incapaces (esos seres humanos, repitámoslo, que aunque han conocido lo que prefieren, no pueden dar ni negar su consentimiento) lo es asimismo de los chimpancés (y de otros animales como ellos en los aspectos pertinentes, suponiendo, como aquí suponemos que no puedan dar o negar su consentimiento informado). Exactamente igual que en el caso de los humanos mencionados, también en el de estos animales nos está permitido moralmente, y a veces se nos exige, actuar de forma tal que les obliga a correr un riesgo de daño grave, en contra de sus preferencias conocidas, como cuando, por ejemplo, los sometemos a cirugía exploratoria dolorosa. Pero el ámbito de los casos en los que está justificado que utilicemos la fuerza o la coerción sobre ellos está moralmente circunscrito. Primordialmente se trata de promover sus intereses individuales, ya que percibimos qué es lo que va en su interés. Pero no es lícito promover a su costa los intereses colectivos de otros, incluidos los seres humanos. Los chimpancés no son nuestros catadores reales, ni nosotros somos sus reyes. Tratarlos de modo que les hagamos correr un riesgo de daño importante con la posibilidad de aprender nosotros algo útil, algo que pueda beneficiar a otros (¡incluidos a otros chimpancés!), algo que simplemente aumentaría nuestra comprensión de la enfermedad, de su tratamiento o su prevención; obligarles a correr un riesgo importante por cualquiera de estas razones, o por todas ellas, es algo que hay que condenar moralmente.
Tratar de evitar esta conclusión en el caso de estos animales mientras que nos aferramos a una conclusión semejante en el caso de los humanos incapaces, resulta tan irracional como tratar de silbar sin usar la boca. Es algo que no puede hacerse. Con el mismo grado de certeza, cuando menos, que podemos afirmar que habría sido moralmente malo que Ventrículo utilizara a seres humanos incapaces en sus experimentos coronarios, podemos también afirmar que habría sido moralmente malo que utilizase chimpancés en su lugar, a pesar de la legalidad de la utilización de animales y de la ilegalidad de la utilización de seres humanos. No cabe duda de que aquí es la ley la que tiene que cambiar, y garantizar a los chimpancés la misma protección que ofrece a los humanos.
Filosóficamente hay un modo de comprobar que nuestras ganancias no han sido mal adquiridas. Requiere que consideremos que los individuos tienen una clase de valor que los distingue: un valor inherente, si queremos darle un nombre. Hay quienes le dan otros nombres, tales como el de valía o dignidad del individuo. Este tipo de valor no es el mismo que atribuimos al hecho de ser felices o de poseer determinadas destrezas. Una persona desdichada no tiene un valor inherente menor (ni menos valía o dignidad) que una persona feliz o afortunada. Es más: el valor inherente al individuo no depende de lo útil que otros le encuentren, ni del aprecio que sientan por él otras personas. Un príncipe y un mendigo, una prostituta y una monja, los que son amados y los que son abandonados, el genio y el niño con discapacidad mental, el artista y el filisteo, el más generoso de los filántropos y el usurero más falto de escrúpulos, todos ellos tienen un valor intrínseco según la filosofía que aquí recomendamos, y todos lo tienen por igual.
Ver de este modo el valor del individuo no es ninguna abstracción vacía. Ante la pregunta “¿qué diferencia supone que consideremos que los individuos tienen un igual valor inherente?” nuestra respuesta será: “¡Toda la diferencia moral del mundo!”. Moralmente estamos obligados siempre a tratar a quienes tienen un valor inherente de forma tal que muestre el debido respeto por esa clase de valor que poseen y que los distingue. Aun cuando no podamos en esta ocasión articular ni defender toda la variedad de obligaciones ligadas a este deber fundamental, podemos observare que no mostramos el debido respeto por quienes tienen dicho valor, en todos aquellos casos en que los tratemos como meros receptáculos de valor, o como si su valor dependiera de su posible utilidad en relación con los intereses de otros, o pudiera reducirse a la misma. Así, pues, en concreto: Ventrículo no estaría actuando como el deber exige –en otras palabras, estaría haciendo algo moralmente malo- si llevase a cabo sus investigaciones coronarias con seres humanos incapaces, sin su consentimiento informado, basándose en que estas investigaciones podrían conducir al desarrollo de fármacos o de técnicas quirúrgicas que beneficiarían a otros. Esto significaría tratar a esos seres humanos como recursos médicos para otros, y aun cuando Ventrículo pudiera hacer una cosa así y no ser castigado por ello, y aun cuando otros pudieran beneficiarse con los resultados, ello no cambiaría la índole del grave mal que habría cometido. Atribuir un valor intrínseco a los seres humanos nos proporciona, así, los suficientes recursos teóricos para fundamentar nuestra postura moral contra el uso de seres humanos capaces, en contra de su voluntad, en experimentos como los de Ventrículo.
¿QUIÉNES TIENEN VALOR INTRÍNSECO?
Si el valor intrínseco pudiera limitarse sin arbitrariedad a los seres humanos capaces, tendríamos que buscar en alguna parte para resolver las cuestiones éticas que implica el uso de otros individuos (por ejemplo de chimpancés) en la investigación médica. Pero el valor intrínseco sólo puede limitarse a los seres humanos capaces recurriendo a una maniobra arbitraria de uno u otro tipo. Una vez que reconocemos que la moralidad sencillamente no tolera la duplicidad de normas, no podemos, salvo arbitrariedad, negar el valor intrínseco, en grado igual, a los seres humanos incapaces y a otros animales tales como los chimpancés. Todos ellos, en suma, poseen este valor, y lo poseen por igual. Considerándolo todo, ésta es la parte esencial de la visión total más adecuada de la moralidad. Moralmente, nadie que posea valor intrínseco puede ser utilizado en experimentos del estilo de los de Ventrículo (experimentos que les hacen correr el riesgo de un daño importante en nombre de los beneficios que se obtendrán para otros, tanto si esos beneficios llegan a ser realidad como si no). A ninguno de estos seres podrá utilizársele en semejantes investigaciones, porque hacerlo significa tratarle como si su valor pudiera reducirse a la posible utilidad relativa a los intereses de otros.
CAUSAR DOLOR Y CAUSAR DAÑO
La prohibición de los experimentos como los de Ventrículo, cuando se realizan con animales como los chimpancés, no puede soslayarse mediante el uso de anestésicos o de otros paliativos para eliminar o reducir el sufrimiento. Siendo igual todo lo demás, causar sufrimiento a un animal es dañarle. Es decir, significa disminuir el bienestar del animal. Pero estos dos conceptos –el de dañar por un lado y el de sufrir por otro- difieren en sentidos importantes. Puede reducirse el bienestar de un individuo con independencia de que se le haga sufrir o no, como cuando, por ejemplo, se reduce a una mujer joven a “vegetal” administrándole sin dolor, mientras duerme, drogas que la van debilitando. Nos estaremos andando con rodeos si negamos que le hemos causado un daño aun cuando no haya sufrido. De modo más general, los daños, entendidos como reducción del bienestar de un individuo, pueden tomar la forma de castigos (los grandes sufrimientos físicos constituyen el ejemplo más claro de daño de este tipo) o de privaciones (la pérdida prolongada de libertad física es un claro ejemplo de un daño de esta clase). En otras palabras: no todos los daños duelen, del mismo modo que no todos los dolores dañan.
Vista sobre el fondo de estas ideas, una muerte prematura se considera el mayor daño que puede acontecerles a los seres humanos y a los animales como los chimpancés, y constituye el mayor mal para ambos porque es para ellos una privación o pérdida definitiva: la pérdida de la vida misma. Por muy “humanos” (cruel forma de usar la palabra) que sean los medios para matar a los chimpancés, ello no eliminará el daño definitivo que la muerte supone para estos animales. Es cierto que el uso de anestésicos y de otras medidas “humanitarias” hace algo más leve el mal que se les hace cuando se los “sacrifica” en experimentos del estilo de los de Ventrículo. Pero un mal menos no es un bien. Realizar investigaciones que culminan en el “sacrificio” de chimpancés o que hacen correr a éstos, o a otros animales similares, el riesgo de perder la vida, con la esperanza de que podamos aprender algo que beneficie a otros, es algo que debe condenarse moralmente, por muy “humanas” que esas investigaciones puedan ser a otros respectos.
EL CRITERIO DEL VALOR INTRÍNSECO
Falta por preguntarnos, antes de concluir, qué es lo que sirve de base a la posesión del valor intrínseco. Hay quienes se inclinan por la idea de que la vida misma es un valor intrínseco. Esta opinión autorizaría que se atribuya valor intrínseco a los chimpancés, por ejemplo, y podría en consecuencia hallar favor entre algunas personas que se oponen al uso de estos animales como medios para un fin. Pero también autorizaría a que se atribuya valor intrínseco a todo cuanto vive, con la inclusión, por ejemplo, de las malas hierbas, los piojos, las bacterias y las células cancerosas. Resulta demasiado poco claro, por decirlo de la manera más suave posible, que tengamos la obligación de tratar a estas cosas con respeto o que pueda darse un claro sentido a la idea de hacerlo.
Resulta mucho más plausible el punto de vista de que los individuos que tienen un valor intrínseco son los sujetos de una vida, esto es, los sujetos que experimentan una vida en cuyo transcurso les va mejor o peor; los que tienen una vivencia individual de su bienestar, con independencia, como es lógico, de la utilidad que puedan tener en relación con los intereses o el bienestar de otros seres. Los humanos capaces son sujetos de su vida en este sentido. Pero también lo son esos otros humanos incapaces de los que nos hemos ocupado ya. Y otro tanto ocurre con otros muchos animales: los gatos y los perros, los cerdos y las ovejas, los delfines y los lobos, los caballos y las vacas, y –de la manera más conspicua- los chimpancés y otros grandes simios no humanos. No cabe duda de que es discutible dónde deba trazarse la línea que separa a los animales que son sujetos de una vida y a los que no lo son. Sin embargo, existen abundantes razones para creer que los miembros de las especies de mamíferos poseen una identidad psicológica que perdura en el tiempo, tienen una experiencia vivencial de la vida y disfrutan de un bienestar individual. El sentido común está de parte de que se vea a estos animales de esta manera, y el lenguaje ordinario no tiene que forzarse para referirse a ellos como individuos que experimentan bienestar. Además, el comportamiento de estos animales es coherente con la consideración de sujetos de una vida que les reconocemos, y la teoría de la evolución implica que hay muchas especies cuyos miembros, como los miembros de la especie Homo sapiens, son sujetos que experimentan una vida propia y que gozan de un bienestar individual. En vista de lo cual, tenemos razones muy poderosas para creer, aunque nos falte la prueba concluyente, que estos animales cumplen el criterio de ser sujetos de una vida.
Así pues, si aquellos seres que cumplen este criterio tienen un valor intrínseco, y lo tienen por igual, los chimpancés y otros animales que son sujetos de una vida, y no sólo los seres humanos, tienen este valor, y lo tienen en medida ni mayor ni menor que nosotros. Por añadidura, si, como se ha afirmado, el hecho de poseer un valor intrínseco impide moralmente a otros tratar a quienes lo tienen como meros recursos para otros, hay una condena moral que pesa sobre toda la investigación médica como la de Ventrículo, realizada con estos animales en nombre de un posible beneficio para otros. Y no son condenables únicamente aquellos casos en los que los beneficios para otros no se materializan, sino también los casos, si los hubiere, en que exista un auténtico beneficio ajeno. En estos casos, como en otros, el fín no justifica los medios.
Este reconocimiento de la igualdad moral de los humanos, los chimpancés y otros animales que son sujetos de una vida no es algo en relación con lo cual pueda hacerse oídos sordos a las llamadas a favor de una reforma legal. El concepto mismo de justicia legal, tal como se aplica en el trato de los asuntos humanos, surge de la aceptación de la valía, la dignidad o, como preferimos decir aquí, el valor inherente al individuo. Es decir, que los seres humanos concretos, si son tratados con justicia por parte de las leyes y de los tribunales, deben serlo con el respeto que merecen, no en función, por ejemplo, de sus logros, su talento o su riqueza; sino en razón, sencillamente, de la dignidadd o el valor que poseen como individuos que son. Dado que los chimpancés (y los demás grandes simios no humanos) tienen un derecho no menor a esa dignidad, nuestro sistema jurídico debe cambiar con el fin de tratar a estos animales con el respeto que merecen.
CONCLUSIÓN
Esta conclusión está probablemente reñida con el juicio que la mayoría de la gente se formaría sobre este tema. Si tuviéramos buenas razones para suponer que la verdad siempre coincide con lo que piensa la mayoría de la gente, tendríamos que ver con aprobación las investigaciones del estilo de las de Ventrículo, realizadas con animales como los chimpancés en nombre de los beneficios para otros. Pero no tenemos razón alguna para creer que la verdad pueda medirse de manera plausible por la opinión de la mayoría, y lo que sabemos de la historia de los prejuicios y del fanatismo habla, poderosa y penosamente, en contra de tal opinión. Sólo la fuerza acumulativa de la argumentación informada, honrada y rigurosa, puede decidir dónde está la verdad, o dónde es más probable que esté, cuando tenemos que estudiar una cuestión moral controvertida.
Quienes se oponen al uso de animales como los chimpancés en investigaciones del estilo de las de Ventrículo, y aceptan la mayor parte de los temas que se proponen aquí, lo hacen no porque piensen que todas esas investigaciones son una pérdida de tiempo y de dinero, ni porque piensen que nunca van a conducir a que otros puedan beneficiarse, sino porque ven en quienes realizan tales experimentos a “monstruos morales”, por decirlo con las palabras de Ventrículo. Quienes entre nosotros condenamos tales investigaciones lo hacemos porque no es posible realizarlas más que al gravoso precio moral de no mostrar el debido respeto por el valor intrínseco de los animales que se utilizan.
Fuente: DefensAnimal.org - Ganancias mal adquiridas
Este texto también está incluido en el libro El proyecto Gran Simio: la igualdad más allá de la humanidad / coordinado por Peter Singer, Paola Cavalieri, 1998, ISBN 84-8164-196-0 , pags. 243-256
Nota: La publicación de este artículo en RespuestasVeganas.Org no implica necesariamente que compartamos todas y cada una de las cuestiones expresadas por el mismo; sin embargo, consideramos interesante su publicación por la aportación que puede hacer a la causa del movimiento por los Derechos Animales (derecho a la salud y a la vida).
A finales de 1981, una periodista de un diario de una gran metrópoli (la llamaremos Karen para proteger su interés en conservar el anonimato) consiguió acceder a unos archivos del gobierno que previamente habían sido considerados material clasificado. Sirviéndose de la Ley de Libertad de Información, Karen indagaba la financiación por parte del gobierno federal de los Estados Unidos de las investigaciones sobre los efectos, a corto y largo plazo, de la exposición a los residuos radioactivos. Con la comprensible sorpresa descubrió, entre los documentos que examinaba, los informes relativos a una serie de experimentos que implicaban la inducción y el tratamiento de trombosis coronarias (ataques al corazón). De no haber sido porque Karen tropezó con estos informes, lo más probable es que esos experimentos, llevados a cabo a lo largo de un período de quince años por un renombrado especialista en cardiología (vamos a llamarle Dr. Ventrículo) con ayuda de fondos federales, habrían permanecido ignorados fuera del círculo de poder e influencia del Dr. Ventrículo.
La sorpresa de Karen pronto se convirtió en trauma e incredulidad. Leyó cómo, caso tras caso, Ventrículo y sus compinches tomaban individuos que por lo demás gozaban de buena salud y que no habían sufrido previamente ninguna enfermedad del corazón y les causaban intencionadamente un fallo cardíaco. Los métodos utilizados para provocar el “ataque” constituían toda una lista de la compra de técnicas experimentales, desde las dosis masivas de estimulantes (la adrenalina era el favorito) hasta el daño eléctrico de la arteria coronaria que, al quedar debilitada, producía la deseada trombosis. Los miembros del equipo de Ventrículo se pusieron entonces manos a la obra para probar la eficacia de diversas drogas desarrolladas con la esperanza de que contribuirían a soportar un segundo “ataque”. La dosificación variaba, y se establecieron los acostumbrados grupos de control. La administración de una cierta dosis de determinados fármacos a los “pacientes” resultaba más eficaz en algunos casos que la no administración de medicación o que la aplicación de cantidades menores de las mismas drogas en otros casos. La investigación se detuvo de forma repentina en el otoño de 1981, pero no porque se juzgase que el proyecto era poco prometedor o porque alguien protestase con indignación sobre la ética de estos experimentos. Al igual que otras muchas cosas en el mundo de aquellos años, el proyecto de Ventrículo cayó víctima de la austeridad económica. Sencillamente, no había dinero federal suficiente para atender a la renovación del presupuesto.
Habría que renunciar a todos los instintos del periodista para dejar así el tema. Karen perseveró y, con falsos pretextos, consiguió entrevistar a Ventrículo. Cuando reveló que había tenido acceso al archivo, que conocía en detalle las investigaciones, en gran parte estériles, que se habían prolongado durante quince años, y que la labor de Ventrículo la llenaba de indignación, éste quedó mudo. Pero no por el hecho de que Karen hubiera desenterrado aquel archivo. Ni siquiera porque estaba archivado donde no debía (un “error funcionarial” aseveró el cardiólogo). Lo que le sorprendía a Ventrículo era que alguien pudiera pensar que suscitaba una grave cuestión ética lo que él había hecho. Entre las notas que Karen tomó de su conversación con él, se encuentran los párrafos siguientes:
V: No sé a dónde quiere usted ir a parar. Sin duda sabe usted que las enfermedades del corazón son la primera causa de mortalidad. ¿Cómo puede plantear ningún problema ético el desarrollo de drogas que literalmente prometen salvar vidas?
K: Hay gente que estaría de acuerdo en que el objetivo –salvar vidas- es una finalidad buena y noble, y que sin embargo cuestionaría los medios que se utilizan para alcanzarlo. Estaban sanos hasta que usted les puso las manos encima.
V: Pero es que el progreso médico sencillamente no es posible si esperamos a que enfermen para ver qué medicación sirve de ayuda. Hay demasiadas variables, demasiadas cosas más allá de nuestro control y comprensión, si queremos realizar nuestras investigaciones médicas en un contexto clínico. La historia de la medicina demuestra lo inútil de ese enfoque.
K: Y también he leído, que al terminar el experimento, suponiendo que el “paciente” no haya muerto en él, los que sobrevivían eran por lo visto “sacrificados”. ¿Quiere usted decir que los mataban?
V: Sí, así es. Pero siempre sin causarles dolor, siempre sin dolor. Y el cuerpo se mandaba inmediatamente al laboratorio para realizar nuevas pruebas. No se desperdiciaba nada.
K: Y no le preocupaba a usted. Quiero decir: ¿no se preguntaba usted nunca si no estaba mal lo que hacía? Quiero decir que...
V: [Interrumpiéndola] Señorita, hace usted que parezca que soy una especie de monstruo moral. Trabajo por el bien de la humanidad y he conseguido un pequeño éxito, espero que lo acepte usted. Quienes ponen el grito en el cielo por lo que he estado haciendo lo hacen con buena intención, pero están equivocados. Después de todo, utilizaba animales en mis investigaciones –chimpancés para ser más preciso- y no seres humanos.
LA CUESTIÓN
La historia sobre Karel y el Dr. Ventrículo es solamente eso: una historia, una pequeña pieza literaria. No existen de verdad el Dr. Ventrículo ni Karen. Pero sí que existe un hábito muy extendido de utilizar animales vivos en la investigación científica, en la que se incluyen experimentos como los llevados a cabo por nuestro imaginario Dr. Ventrículo. De modo que esta historia, aunque sus detalles sean imaginarios –ya que se trata, dejémoslo claro, de una creación literaria y no del relato de unos hechos- es una historia en la que se suscita una cuestión. La mayoría de la gente que la lea se sentiría moralmente ofendida si realmente hubiera un Dr. Ventrículo que hiciera investigación coronaria como la descrita en seres humanos que estuvieran sanos. Pero serían muchos menos los que se plantearían un interrogante moral al informarles de investigaciones de este tipo realizadas con animales no humanos: chimpancés o lo que sea. La historia suscita una cuestión; o así l oespero, porque, al cogernos desprevenidos, nos hace patente esa diferencia, la vivifica en nuestra experiencia y, al hacerlo, revela algo sobre nosotros mismos, algo acerca de nuestra constelación de valores. Si pensamos que lo que Ventrículo hacía estaría mal si lo hiciese con seres humanos, pero está perfectamente bien si lo hace con chimpancés, entonces tenemos que creer que existen normas morales diferentes aplicables a la forma en que tratamos a unos y a otros: a los humanos y a los chimpancés. Pero el reconocimiento de esta diferencia, si es que la reconocemos, es solamente el principio, y no el final, de nuestra reflexión moral. Sólo podemos responder al desafío que supone pensar bien desde el punto de vista moral si somos capaces de mencionar una diferencia moralmente pertinente entre los seres humanos y los chimpancés, una diferencia que ilumine de una manera clara, coherente y racionalmente defendible por qué está mal utilizar a seres humanos en investigaciones como las del Dr. Ventrículo y no lo está si se utiliza chimpancés.
LA ESPECIE “CORRECTA”
Una diferencia evidente es que chimpancés y humanos pertenecen a especies distintas. Es una diferencia, no cabe duda. Pero ¿es una diferencia moralmente pertinente? Supongamos, a modo de argumentación, que una diferencia en la pertenencia a una especie es una diferencia que afecta a nuestro juicio moral. Si es así, y si A y B pertenecen a dos especies distintas, es perfectamente posible que matar a A, o dañarle de cualquier modo, esté mal, mientras que no lo está hacer las mismas cosas a B.
Vamos a someter a pruebas esta idea imaginando que el personaje de E.T., de Steven Spielberg, y algunos de sus amigos se presentan en la Tierra. Podemos decir lo que queramos sobre ellos, pero no podemos decir que sean miembros de la especie Homo Sapiens. Ahora bien, si una diferencia de especie fuese una diferencia moralmente pertinente (que afecta a nuestro juicio moral), estaríamos dispuestos a admitir que no es moralmente reprobable matar a E.T. ni a otros miembros de su especie biológica, ni causarles daño –por ejemplo practicando con ellos la caza deportiva-, mientras que sí lo es hacer lo mismo con miembros de nuestra especie, por el hecho de serlo. Pero no se permite la duplicidad de valores. Si el hecho de que ellos pertenezcan a otra especie hace que sea correcto que les matemos o les inflijamos daño, el hecho de que nosotros pertenezcamos a una especie distinta de la suya haría que dejase de estar mal que ellos nos mataran o nos dañaran. “Lo siento amigo –dirían los compatriotas de E.T. antes de apuntarnos o de provocar nuestra crisis cardiaca-, pero es que no perteneces a la especie correcta.” Por lo que a nosotros respecta, no podemos quejarnos ni poner ninguna objeción moral si la pertenencia a la especie, además de ser una diferencia biológica, tiene una decisiva importancia moral. Antes de que asintamos a esta idea, deberíamos considerar, en consecuencia, si, en caso de que nos viéramos ante otra poderosa especie de extraterrestres, consideraríamos razonable tratar de moverles mediante la fuerza de la argumentación moral y la persuasión. De ser así, rechazaremos la opinión de que las diferencias de especie, al igual que otras diferencias biológicas (v. Gr. La de raza o de sexo), constituyen una diferencia moralmente pertinente, del tipo de la que buscábamos aquí. Pero tendremos también que recordar que no se permite la doble moral: aun cuando los chimpancés y los humanos difieren efectivamente en cuanto a la especie a la que unos y otros pertenecen, esa diferencia no es por sí misma moralmente pertinente. Es decir: Ventrículo no podría defender su utilización para las investigaciones que realiza con chimpancés en lugar de realizarlas con seres humanos, basándose en que estos animales pertenecen a una especie distinta de la nuestra.
EL ALMA
Es evidente que hay mucha gente que cree que las diferencias teológicas separan a los humanos de los demás animales. Dios, dicen, nos ha dotado de un alma inmortal. La vida que vivimos en la tierra no es nuestra única vida. Más allá de la tumba hay una vida eterna: para unos, en el cielo, para otros, en el infierno. En cambio, los otros animales no tienen alman. En vista de lo cual tampoco tienen una vida después de la muerte. Ésa, podría aducirse, es la diferencia moralmente pertinente entre ellos y nosotros y por eso, cabría deducir, estaría moralmente mal utilizar a seres humanos en los experimentos de Ventrículo, mientras que no lo está el uso de chimpancés.
Vamos a limitar a tres puntos nuestra argumentación frente a esta postura. En primer lugar, la teología que (muy crudamente) hemos bosquejado no es la única a tener en cuenta para nuestro asentimiento informado. Hay otras teologías (sobre todo las de las regiones orientales y las de muchos pueblos nativos de América) que atribuyen a los animales un alma y una vida después de la muerte. Así, pues, antes de que podamos razonablemente servirnos de esta supuesta diferencia teológica entre los humanos y los demás animales como diferencia moralmente pertinente, habría que defender las convicciones teológicas propias frente a las de otras teologías competidoras. Explorar tales cuestiones es algo que sobrepasa el limitado alcance de este capítulo. Es suficiente, para nuestros fines, que tengamos en cuenta que hay mucho que explorar al respecto.
En segundo lugar, incluso si asumimos que los humanos tienen alma, mientras que otros animales carecen de ella, no existe ninguna conexión lógica evidente entre estos “hechos” y el veredicto según el cual estaría mal hacer con los humanos lo que no está mal hacer con los chimpancés. El tener (o no tener) alma constituye una obvia diferencia respecto a la posibilidad de que el alma de uno siga viviendo. Si los chimpancés carecen de alma, sus posibilidades son nulas. ¿Pero por qué eso hace que esté bien utilizarles, en esta vida, en los experimentos de Ventrículo? ¿Y por qué el hecho de que nosotros tengamos alma, suponiendo que la tengamos, hace que esté mal utilizarnos, en esta vida, a nosotros? Las preguntas que eluden quienes se apoyan en una supuesta “diferencia teológica” entre los humanos y otros animales como base para juzgar el modo en que puede tratarse a cada especie son muchas más que las que responden.
Tercero y último punto: convertir una teología determinada en patrón con el que se mida lo permisible, y en rigor lo que se apoya con fondos públicos en la sociedad occidental pluralista del siglo XX, es moralmente objetable per se; ofende, como mínimo, al sano principio moral, por no hablar del legal, de la separación de la Iglesia y el Estado. Aún cuando se hubiera demostrado –que no se ha demostrado- que es cierto que los seres humanos poseen un alma de la que los animales carecen, no debería utilizarse como arma para hacer con ella la política pública. En resúmen: no hallaremos la diferencia moral pertienente que estamos buscando si tratamos de encontrarla en el laberinto de las diferentes teologías alternativas.
“Los seres humanos pueden dar o no dar su consentimiento informado; los animales, no. Ésa es la diferencia moral pertinente.” Este argumento es con certeza erróneo en un aspecto y lo es también posiblemente en otro. Ciñéndonos en primer lugar al segundo punto, constantemente aumenta la evidencia relativa a las facultades intelectuales de los grandes simios. En gran parte, la atención pública se ha centrado en los informes de estudios relativos a la supuesta capacidad lingüística de estos animales cuando se les enseñan lenguales tales como el ASL, el Lenguaje de Signos Americano para sordos. Washoe, Lana, Nim Chimpski son chimpancés que han alcanzado celebridad internacional. Lo que estos animales pueden llegar a hacer y a enternder es una cuestión controvertida. ¿Tienen los primates la capacidad de entender y usar el lenguaje? Y en su caso, ¿tendrían la capacidad de dar o negar su consentimiento informado? En la actualidad no es posible ofrecer una respuesta definitiva a estas preguntas. Creo bastante probable que estos animales posean la capacidad necesaria. Pero también es posible que no sea así. No resulta fácil hacer alarde de una postura doctrinaria a este respecto.
Dejando de un lado las cuestiones relativas a la capacidad de los chimpancés para dar su consentimiento informado, es obvio, sin embargo, que no es ésta la diferencia moral pertinente que andamos buscando. Supongamos que, además de utilizar chimpancés, Ventrículo utilizase también a algunos seres humanos, pero sólo a personas mentalmente incapaces: personas que, aun cuando tengan preferencias discernibles, son demasiado jóvenes o demasiado viejas, están demasiado débiles o se encuentran demasiado confusas, para dar o negar el consentimiento informado fuese la diferencia moralmente pertinente que buscamos, estaríamos dispuestos a decir que no sería moralmente rechazable que Ventrículo hiciese sus experimentos coronarios con estos seres humanos, mientras que sí lo sería que lo hiciese con seres humanos capaces, es decir, con quienes, en otras palabras, pueden dar o negar su consentimiento informado.
Pero, aun cuando la propia disposición a consentir que alguien le haga algo a uno pueda ser, y con frecuencia lo es, una buena razón para absolver a la otra persona de responsabilidad moral, la incapacidad propia para dar o negar el consentimiento informado se sitúa en un plano moral totalmente distinto. Cuando los colegas de Walter Reed dieron su consentimiento informado para participar en los experimentos sobre la fiebre amarilla, quienes los expusieron a la picadura, potencialmente fatal, del parásito de la fiebre que portan los mosquitos, quedaron absueltos de toda responsabilidad moral por los riegos que los voluntarios habían decidido correr. Y convengamos en que quienes decidieron correr esos riesgos actuaron por encima de la llamada normal del deber. Su actuación es lo que los filósofos llaman un acto supererogatorio. Porque hicieron más de lo que la estricta obligación requiere, con la esperanza y la intención de beneficiar a otros, estos pioneros merecen nuestra estima y nuestro aplauso.
Pero el caso de los humanos incapaces es radicalmente distinto. Dado que estos seres (v. Gr. Los niños pequeños y las personas con minusvalías mentales) carecen de la capacidad mental que se requiere, en primer lugar, para tener siguiera obligaciones, es absurdo pensar que puedan actuar supererogatoriamente. No pueden actuar “más allá de la llamada” del deber cuando, como ocurre en su caso, no pueden, para empezar, entender “esa llamada”. Pero aun cuando no puedan prestarse voluntariamente, del modo en que puedan hacerlo los seres humanos mentalmente capaces, pueden ser forzados u obligados a algo en contra de su voluntad, o contrario a sus preferencias conocidas. Hay veces, no cabe duda, en que la intervención coercitiva en su vida está por encima de todo reproche moral, o de hecho es moralmente exigible, como cuando, por ejemplo, obligamos a un niño pequeño a someterse a una punción de la médula espinal para comprobar si sufre meningitis. Pero el espectro de los casos en los que nos está moralmente permitido, o estamos moralmente obligados, a ejercer la fuerza o la coerción sobre humanos incapaces, con el fin de conseguir determinados fines, no es muy amplio en todo caso. Comprende en primer lugar aquellos casos en los que, con motivo justificado, actuamos con la intención de favorecer los intereses de esos seres humanos. Y esto no implica licencia alguna, ni cheque en blanco, para forzar u obligar a humanos incapaces a correr el riesgo de un daño grave para que otros, quizá, puedan beneficiarse, al poderse establecer o disminuir los riesgos que estos últimos corren. Tratar los trastornos cardíacos que se den de manera natural en un ser humano incapaz es un imperativo moral, y todo cuanto podamos aprender como consecuencia de ese tratamiento y que sea beneficioso para otros no tiene nada de malo. Sin embargo, provocar intencionadamente un ataque al corazón de un ser humano incapaz, basándose en la posibilidad de que ello pueda beneficiar a otros, está fuera de todo límite. Los humanos incapaces no existen como “recursos médicos” para el resto de nosotros. Moralmente, las investigaciones de Ventrículo deberían condenarse si se practicasen con seres humanos incapaces, sean cuales fueren los beneficios que puedan derivarse para otros. Por mucho y muy real que fuese lo que pudiéramos ganar, serían ganacias mal adquiridas.
Lo que es cierto de los humanos incapaces (esos seres humanos, repitámoslo, que aunque han conocido lo que prefieren, no pueden dar ni negar su consentimiento) lo es asimismo de los chimpancés (y de otros animales como ellos en los aspectos pertinentes, suponiendo, como aquí suponemos que no puedan dar o negar su consentimiento informado). Exactamente igual que en el caso de los humanos mencionados, también en el de estos animales nos está permitido moralmente, y a veces se nos exige, actuar de forma tal que les obliga a correr un riesgo de daño grave, en contra de sus preferencias conocidas, como cuando, por ejemplo, los sometemos a cirugía exploratoria dolorosa. Pero el ámbito de los casos en los que está justificado que utilicemos la fuerza o la coerción sobre ellos está moralmente circunscrito. Primordialmente se trata de promover sus intereses individuales, ya que percibimos qué es lo que va en su interés. Pero no es lícito promover a su costa los intereses colectivos de otros, incluidos los seres humanos. Los chimpancés no son nuestros catadores reales, ni nosotros somos sus reyes. Tratarlos de modo que les hagamos correr un riesgo de daño importante con la posibilidad de aprender nosotros algo útil, algo que pueda beneficiar a otros (¡incluidos a otros chimpancés!), algo que simplemente aumentaría nuestra comprensión de la enfermedad, de su tratamiento o su prevención; obligarles a correr un riesgo importante por cualquiera de estas razones, o por todas ellas, es algo que hay que condenar moralmente.
Tratar de evitar esta conclusión en el caso de estos animales mientras que nos aferramos a una conclusión semejante en el caso de los humanos incapaces, resulta tan irracional como tratar de silbar sin usar la boca. Es algo que no puede hacerse. Con el mismo grado de certeza, cuando menos, que podemos afirmar que habría sido moralmente malo que Ventrículo utilizara a seres humanos incapaces en sus experimentos coronarios, podemos también afirmar que habría sido moralmente malo que utilizase chimpancés en su lugar, a pesar de la legalidad de la utilización de animales y de la ilegalidad de la utilización de seres humanos. No cabe duda de que aquí es la ley la que tiene que cambiar, y garantizar a los chimpancés la misma protección que ofrece a los humanos.
Filosóficamente hay un modo de comprobar que nuestras ganancias no han sido mal adquiridas. Requiere que consideremos que los individuos tienen una clase de valor que los distingue: un valor inherente, si queremos darle un nombre. Hay quienes le dan otros nombres, tales como el de valía o dignidad del individuo. Este tipo de valor no es el mismo que atribuimos al hecho de ser felices o de poseer determinadas destrezas. Una persona desdichada no tiene un valor inherente menor (ni menos valía o dignidad) que una persona feliz o afortunada. Es más: el valor inherente al individuo no depende de lo útil que otros le encuentren, ni del aprecio que sientan por él otras personas. Un príncipe y un mendigo, una prostituta y una monja, los que son amados y los que son abandonados, el genio y el niño con discapacidad mental, el artista y el filisteo, el más generoso de los filántropos y el usurero más falto de escrúpulos, todos ellos tienen un valor intrínseco según la filosofía que aquí recomendamos, y todos lo tienen por igual.
Ver de este modo el valor del individuo no es ninguna abstracción vacía. Ante la pregunta “¿qué diferencia supone que consideremos que los individuos tienen un igual valor inherente?” nuestra respuesta será: “¡Toda la diferencia moral del mundo!”. Moralmente estamos obligados siempre a tratar a quienes tienen un valor inherente de forma tal que muestre el debido respeto por esa clase de valor que poseen y que los distingue. Aun cuando no podamos en esta ocasión articular ni defender toda la variedad de obligaciones ligadas a este deber fundamental, podemos observare que no mostramos el debido respeto por quienes tienen dicho valor, en todos aquellos casos en que los tratemos como meros receptáculos de valor, o como si su valor dependiera de su posible utilidad en relación con los intereses de otros, o pudiera reducirse a la misma. Así, pues, en concreto: Ventrículo no estaría actuando como el deber exige –en otras palabras, estaría haciendo algo moralmente malo- si llevase a cabo sus investigaciones coronarias con seres humanos incapaces, sin su consentimiento informado, basándose en que estas investigaciones podrían conducir al desarrollo de fármacos o de técnicas quirúrgicas que beneficiarían a otros. Esto significaría tratar a esos seres humanos como recursos médicos para otros, y aun cuando Ventrículo pudiera hacer una cosa así y no ser castigado por ello, y aun cuando otros pudieran beneficiarse con los resultados, ello no cambiaría la índole del grave mal que habría cometido. Atribuir un valor intrínseco a los seres humanos nos proporciona, así, los suficientes recursos teóricos para fundamentar nuestra postura moral contra el uso de seres humanos capaces, en contra de su voluntad, en experimentos como los de Ventrículo.
¿QUIÉNES TIENEN VALOR INTRÍNSECO?
Si el valor intrínseco pudiera limitarse sin arbitrariedad a los seres humanos capaces, tendríamos que buscar en alguna parte para resolver las cuestiones éticas que implica el uso de otros individuos (por ejemplo de chimpancés) en la investigación médica. Pero el valor intrínseco sólo puede limitarse a los seres humanos capaces recurriendo a una maniobra arbitraria de uno u otro tipo. Una vez que reconocemos que la moralidad sencillamente no tolera la duplicidad de normas, no podemos, salvo arbitrariedad, negar el valor intrínseco, en grado igual, a los seres humanos incapaces y a otros animales tales como los chimpancés. Todos ellos, en suma, poseen este valor, y lo poseen por igual. Considerándolo todo, ésta es la parte esencial de la visión total más adecuada de la moralidad. Moralmente, nadie que posea valor intrínseco puede ser utilizado en experimentos del estilo de los de Ventrículo (experimentos que les hacen correr el riesgo de un daño importante en nombre de los beneficios que se obtendrán para otros, tanto si esos beneficios llegan a ser realidad como si no). A ninguno de estos seres podrá utilizársele en semejantes investigaciones, porque hacerlo significa tratarle como si su valor pudiera reducirse a la posible utilidad relativa a los intereses de otros.
CAUSAR DOLOR Y CAUSAR DAÑO
La prohibición de los experimentos como los de Ventrículo, cuando se realizan con animales como los chimpancés, no puede soslayarse mediante el uso de anestésicos o de otros paliativos para eliminar o reducir el sufrimiento. Siendo igual todo lo demás, causar sufrimiento a un animal es dañarle. Es decir, significa disminuir el bienestar del animal. Pero estos dos conceptos –el de dañar por un lado y el de sufrir por otro- difieren en sentidos importantes. Puede reducirse el bienestar de un individuo con independencia de que se le haga sufrir o no, como cuando, por ejemplo, se reduce a una mujer joven a “vegetal” administrándole sin dolor, mientras duerme, drogas que la van debilitando. Nos estaremos andando con rodeos si negamos que le hemos causado un daño aun cuando no haya sufrido. De modo más general, los daños, entendidos como reducción del bienestar de un individuo, pueden tomar la forma de castigos (los grandes sufrimientos físicos constituyen el ejemplo más claro de daño de este tipo) o de privaciones (la pérdida prolongada de libertad física es un claro ejemplo de un daño de esta clase). En otras palabras: no todos los daños duelen, del mismo modo que no todos los dolores dañan.
Vista sobre el fondo de estas ideas, una muerte prematura se considera el mayor daño que puede acontecerles a los seres humanos y a los animales como los chimpancés, y constituye el mayor mal para ambos porque es para ellos una privación o pérdida definitiva: la pérdida de la vida misma. Por muy “humanos” (cruel forma de usar la palabra) que sean los medios para matar a los chimpancés, ello no eliminará el daño definitivo que la muerte supone para estos animales. Es cierto que el uso de anestésicos y de otras medidas “humanitarias” hace algo más leve el mal que se les hace cuando se los “sacrifica” en experimentos del estilo de los de Ventrículo. Pero un mal menos no es un bien. Realizar investigaciones que culminan en el “sacrificio” de chimpancés o que hacen correr a éstos, o a otros animales similares, el riesgo de perder la vida, con la esperanza de que podamos aprender algo que beneficie a otros, es algo que debe condenarse moralmente, por muy “humanas” que esas investigaciones puedan ser a otros respectos.
EL CRITERIO DEL VALOR INTRÍNSECO
Falta por preguntarnos, antes de concluir, qué es lo que sirve de base a la posesión del valor intrínseco. Hay quienes se inclinan por la idea de que la vida misma es un valor intrínseco. Esta opinión autorizaría que se atribuya valor intrínseco a los chimpancés, por ejemplo, y podría en consecuencia hallar favor entre algunas personas que se oponen al uso de estos animales como medios para un fin. Pero también autorizaría a que se atribuya valor intrínseco a todo cuanto vive, con la inclusión, por ejemplo, de las malas hierbas, los piojos, las bacterias y las células cancerosas. Resulta demasiado poco claro, por decirlo de la manera más suave posible, que tengamos la obligación de tratar a estas cosas con respeto o que pueda darse un claro sentido a la idea de hacerlo.
Resulta mucho más plausible el punto de vista de que los individuos que tienen un valor intrínseco son los sujetos de una vida, esto es, los sujetos que experimentan una vida en cuyo transcurso les va mejor o peor; los que tienen una vivencia individual de su bienestar, con independencia, como es lógico, de la utilidad que puedan tener en relación con los intereses o el bienestar de otros seres. Los humanos capaces son sujetos de su vida en este sentido. Pero también lo son esos otros humanos incapaces de los que nos hemos ocupado ya. Y otro tanto ocurre con otros muchos animales: los gatos y los perros, los cerdos y las ovejas, los delfines y los lobos, los caballos y las vacas, y –de la manera más conspicua- los chimpancés y otros grandes simios no humanos. No cabe duda de que es discutible dónde deba trazarse la línea que separa a los animales que son sujetos de una vida y a los que no lo son. Sin embargo, existen abundantes razones para creer que los miembros de las especies de mamíferos poseen una identidad psicológica que perdura en el tiempo, tienen una experiencia vivencial de la vida y disfrutan de un bienestar individual. El sentido común está de parte de que se vea a estos animales de esta manera, y el lenguaje ordinario no tiene que forzarse para referirse a ellos como individuos que experimentan bienestar. Además, el comportamiento de estos animales es coherente con la consideración de sujetos de una vida que les reconocemos, y la teoría de la evolución implica que hay muchas especies cuyos miembros, como los miembros de la especie Homo sapiens, son sujetos que experimentan una vida propia y que gozan de un bienestar individual. En vista de lo cual, tenemos razones muy poderosas para creer, aunque nos falte la prueba concluyente, que estos animales cumplen el criterio de ser sujetos de una vida.
Así pues, si aquellos seres que cumplen este criterio tienen un valor intrínseco, y lo tienen por igual, los chimpancés y otros animales que son sujetos de una vida, y no sólo los seres humanos, tienen este valor, y lo tienen en medida ni mayor ni menor que nosotros. Por añadidura, si, como se ha afirmado, el hecho de poseer un valor intrínseco impide moralmente a otros tratar a quienes lo tienen como meros recursos para otros, hay una condena moral que pesa sobre toda la investigación médica como la de Ventrículo, realizada con estos animales en nombre de un posible beneficio para otros. Y no son condenables únicamente aquellos casos en los que los beneficios para otros no se materializan, sino también los casos, si los hubiere, en que exista un auténtico beneficio ajeno. En estos casos, como en otros, el fín no justifica los medios.
Este reconocimiento de la igualdad moral de los humanos, los chimpancés y otros animales que son sujetos de una vida no es algo en relación con lo cual pueda hacerse oídos sordos a las llamadas a favor de una reforma legal. El concepto mismo de justicia legal, tal como se aplica en el trato de los asuntos humanos, surge de la aceptación de la valía, la dignidad o, como preferimos decir aquí, el valor inherente al individuo. Es decir, que los seres humanos concretos, si son tratados con justicia por parte de las leyes y de los tribunales, deben serlo con el respeto que merecen, no en función, por ejemplo, de sus logros, su talento o su riqueza; sino en razón, sencillamente, de la dignidadd o el valor que poseen como individuos que son. Dado que los chimpancés (y los demás grandes simios no humanos) tienen un derecho no menor a esa dignidad, nuestro sistema jurídico debe cambiar con el fin de tratar a estos animales con el respeto que merecen.
CONCLUSIÓN
Esta conclusión está probablemente reñida con el juicio que la mayoría de la gente se formaría sobre este tema. Si tuviéramos buenas razones para suponer que la verdad siempre coincide con lo que piensa la mayoría de la gente, tendríamos que ver con aprobación las investigaciones del estilo de las de Ventrículo, realizadas con animales como los chimpancés en nombre de los beneficios para otros. Pero no tenemos razón alguna para creer que la verdad pueda medirse de manera plausible por la opinión de la mayoría, y lo que sabemos de la historia de los prejuicios y del fanatismo habla, poderosa y penosamente, en contra de tal opinión. Sólo la fuerza acumulativa de la argumentación informada, honrada y rigurosa, puede decidir dónde está la verdad, o dónde es más probable que esté, cuando tenemos que estudiar una cuestión moral controvertida.
Quienes se oponen al uso de animales como los chimpancés en investigaciones del estilo de las de Ventrículo, y aceptan la mayor parte de los temas que se proponen aquí, lo hacen no porque piensen que todas esas investigaciones son una pérdida de tiempo y de dinero, ni porque piensen que nunca van a conducir a que otros puedan beneficiarse, sino porque ven en quienes realizan tales experimentos a “monstruos morales”, por decirlo con las palabras de Ventrículo. Quienes entre nosotros condenamos tales investigaciones lo hacemos porque no es posible realizarlas más que al gravoso precio moral de no mostrar el debido respeto por el valor intrínseco de los animales que se utilizan.
Fuente: DefensAnimal.org - Ganancias mal adquiridas