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Título en español: Liberación Animal
Información sobre el autor: Peter Singer
Singer, Peter, Animal Liberation: A New Ethics for our Treatment of Animals, New York: New York Review, 1975. xvii, 301 págs. ISBN 978-0-394-40096-9
RESEÑA DE DANIEL DORADO
En este libro, Singer argumenta que la sintiencia es el único criterio moralmente relevante, por lo cual es injusto discriminar a los animales en función de su especie. Describe la vida de los animales no humanos en granjas y laboratorios, infiriendo una defensa de la alimentación vegetariana. Mantiene que los animales incapaces de planificar su vida a largo plazo no tienen interés en vivir. Defiende la concepción agregacionista, conforme a la cual es aceptable sacrificar los intereses de un animal para evitar un daño mayor o para mejorar la situación de otros. Hay dos ediciones revisadas: Animal Liberation, 2nd ed., New York: New York Review of Books, 1990. xviii, 320 págs. ISBN 978-0-940322-00-4; y Animal Liberation, updated ed., New York: Harper Perennial, 2009. xiii, 311+32 págs. ISBN 978-0-06-171130-5. Ambas tienen traducción al español: Liberación animal, Madrid: Trotta, 1999. 336 págs. ISBN 978-84-8164-262-9; y Liberación animal, Madrid: Taurus, 2011. 384 págs. ISBN 978-84-306-0800-3.
Fuente: «La consideracion moral de los animales no humanos en los ultimos cuarenta años: una bibliografía anotada». Dorado, Daniel. Universidad Carlos III de Madrid, 2010.
RESEÑA DE LA WIKIPEDIA
«Liberación Animal» (publicado en inglés en 1975; edición española en 1999) ejerció una influencia decisiva en las organizaciones que luchan por los derechos de los animales. Singer acepta la justificación de la existencia de los derechos mediante la derivación de principios utilitaristas, en particular mediante la aplicación del principio de minimización del sufrimiento. Singer acepta que los derechos de los animales no coinciden con los derechos humanos, así escribe en Liberación Animal: "Sin duda existen diferencias importantes entre los humanos y otros animales, y éstas originarán diferencias en los derechos que poseen". Singer ve un paralelismo entre los derechos de los animales y los derechos de la mujer; así comienza esta obra con el análisis de una comparación realizada por Thomas Taylor contra Mary Wollstonecraft en el s. XVIII. Según Taylor, si el razonamiento de Wollstonecraft en defensa de los derechos de la mujer eran correctos, entonces también "las bestias" deberían poseer derechos. Taylor creyó haber reducido al absurdo la tesis de Wollstone. Singer ve en el análisis una implicación lógica; el modus tollens de Taylor es el modus ponens de Singer.
En «Liberación Animal» Singer se opone a lo que denomina especismo: «un prejuicio o actitud parcial favorable a los intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de otras». Defiende el derecho a una igual consideración de todos los seres capaces de sufrir. Así considera que conceder menor consideración a seres porque tengan alas o pelaje no es más justo que discriminar a alguien por el color de su piel. En concreto, expone que mientras que los animales dan muestra de menor inteligencia que el ser humano medio, muchos seres humanos con retraso mental grave muestran una inteligencia comparable a la animal, y que por ello la inteligencia no justifica que se otorgue menor consideración a los seres no humanos que a los humanos con retraso mental. Singer no condena especificamente que se utilicen animales para el consumo humano, siempre que los métodos que se utilicen para matarlos no conlleven ningún tipo de sufrimiento, pero concluye que la solución más práctica, para evitar controversias, es adoptar una dieta vegetariana o conforme al veganismo. Singer condena también la vivisección, aunque cree que algún experimento animal puede ser aceptable si el beneficio (traducido a mejora del tratamiento médico, etc.) supera al daño causado a los animales utilizados. Dado el carácter subjetivo del término "beneficio", ésta -y cualquier otra visión utilitarista- son objeto de controversia. No obstante Singer explicita qué seres humanos que sientan de forma parecida a los animales podrían ser objeto de experimentación si se aplica la regla de que el beneficio supere al sufrimiento. Así un mono y un bebé podrían ser igualmente utilizables para experimentos, desde un punto de vista moral y en igualdad de condiciones. Si realizar un experimento con un bebé no es justificable, Singer defiende que tampoco lo es con animales, en cuyo caso los investigadores deberían hacer sus experimentos haciendo simulaciones con ordenadores o mediante otros métodos. Respecto a la vivisección, la considera sólo ligeramente especista al tener en cuenta que la pertenencia a una misma especie puede ser causa justificable que lleve a la decisión de utilizar al animal no humano.
EXTRACTOS DEL LIBRO
A continuación publicamos el primer capítulo de su libro «Liberación Animal»:
Título en español: Liberación Animal
Información sobre el autor: Peter Singer
Singer, Peter, Animal Liberation: A New Ethics for our Treatment of Animals, New York: New York Review, 1975. xvii, 301 págs. ISBN 978-0-394-40096-9
RESEÑA DE DANIEL DORADO
En este libro, Singer argumenta que la sintiencia es el único criterio moralmente relevante, por lo cual es injusto discriminar a los animales en función de su especie. Describe la vida de los animales no humanos en granjas y laboratorios, infiriendo una defensa de la alimentación vegetariana. Mantiene que los animales incapaces de planificar su vida a largo plazo no tienen interés en vivir. Defiende la concepción agregacionista, conforme a la cual es aceptable sacrificar los intereses de un animal para evitar un daño mayor o para mejorar la situación de otros. Hay dos ediciones revisadas: Animal Liberation, 2nd ed., New York: New York Review of Books, 1990. xviii, 320 págs. ISBN 978-0-940322-00-4; y Animal Liberation, updated ed., New York: Harper Perennial, 2009. xiii, 311+32 págs. ISBN 978-0-06-171130-5. Ambas tienen traducción al español: Liberación animal, Madrid: Trotta, 1999. 336 págs. ISBN 978-84-8164-262-9; y Liberación animal, Madrid: Taurus, 2011. 384 págs. ISBN 978-84-306-0800-3.
Fuente: «La consideracion moral de los animales no humanos en los ultimos cuarenta años: una bibliografía anotada». Dorado, Daniel. Universidad Carlos III de Madrid, 2010.
RESEÑA DE LA WIKIPEDIA
«Liberación Animal» (publicado en inglés en 1975; edición española en 1999) ejerció una influencia decisiva en las organizaciones que luchan por los derechos de los animales. Singer acepta la justificación de la existencia de los derechos mediante la derivación de principios utilitaristas, en particular mediante la aplicación del principio de minimización del sufrimiento. Singer acepta que los derechos de los animales no coinciden con los derechos humanos, así escribe en Liberación Animal: "Sin duda existen diferencias importantes entre los humanos y otros animales, y éstas originarán diferencias en los derechos que poseen". Singer ve un paralelismo entre los derechos de los animales y los derechos de la mujer; así comienza esta obra con el análisis de una comparación realizada por Thomas Taylor contra Mary Wollstonecraft en el s. XVIII. Según Taylor, si el razonamiento de Wollstonecraft en defensa de los derechos de la mujer eran correctos, entonces también "las bestias" deberían poseer derechos. Taylor creyó haber reducido al absurdo la tesis de Wollstone. Singer ve en el análisis una implicación lógica; el modus tollens de Taylor es el modus ponens de Singer.
En «Liberación Animal» Singer se opone a lo que denomina especismo: «un prejuicio o actitud parcial favorable a los intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de otras». Defiende el derecho a una igual consideración de todos los seres capaces de sufrir. Así considera que conceder menor consideración a seres porque tengan alas o pelaje no es más justo que discriminar a alguien por el color de su piel. En concreto, expone que mientras que los animales dan muestra de menor inteligencia que el ser humano medio, muchos seres humanos con retraso mental grave muestran una inteligencia comparable a la animal, y que por ello la inteligencia no justifica que se otorgue menor consideración a los seres no humanos que a los humanos con retraso mental. Singer no condena especificamente que se utilicen animales para el consumo humano, siempre que los métodos que se utilicen para matarlos no conlleven ningún tipo de sufrimiento, pero concluye que la solución más práctica, para evitar controversias, es adoptar una dieta vegetariana o conforme al veganismo. Singer condena también la vivisección, aunque cree que algún experimento animal puede ser aceptable si el beneficio (traducido a mejora del tratamiento médico, etc.) supera al daño causado a los animales utilizados. Dado el carácter subjetivo del término "beneficio", ésta -y cualquier otra visión utilitarista- son objeto de controversia. No obstante Singer explicita qué seres humanos que sientan de forma parecida a los animales podrían ser objeto de experimentación si se aplica la regla de que el beneficio supere al sufrimiento. Así un mono y un bebé podrían ser igualmente utilizables para experimentos, desde un punto de vista moral y en igualdad de condiciones. Si realizar un experimento con un bebé no es justificable, Singer defiende que tampoco lo es con animales, en cuyo caso los investigadores deberían hacer sus experimentos haciendo simulaciones con ordenadores o mediante otros métodos. Respecto a la vivisección, la considera sólo ligeramente especista al tener en cuenta que la pertenencia a una misma especie puede ser causa justificable que lleve a la decisión de utilizar al animal no humano.
EXTRACTOS DEL LIBRO
A continuación publicamos el primer capítulo de su libro «Liberación Animal»:
Capítulo 1
Es posible que la “Liberación de los Animales” suene más a una parodia de otros movimientos de liberación que aun objetivo serio. La idea de “Los Derechos de los Animales” se usó de hecho, en otro tiempo, para hacer una parodia del tema de los derechos de las mujeres. Cuando Mary Wollstonecraft, una precursora de las feministas de hoy, publico su Vindication of the Rights of Woman en 1792, sus puntos de vista fueron considerados absurdos por una gran parte de la gente, y antes de que pasara mucho tiempo apareció una publicación anónima titulada A vindication of yhe Rights of Brutes. El autor de esta obra satírica (ahora se sabe que fue Thomas Taylor, un distinguido filósofo de Cambridge) intentó rebatir los argumentos de Mary Wollstonecraft demostrando que podían llevarse más lejos. Si había razón para hablar de igualdad con respecto a las mujeres, ¿por qué no hacerlo con respecto a los perros, gatos y caballos? El razonamiento parecía también aplicable a estas “bestias” aunque, por otra parte, sostener que las bestias tenían derechos era obviamente absurdo; por lo tanto, el razonamiento que condujo a esta conclusión tenía que ser falso, y si resultaba falso al aplicarse a las “bestias”, también tenía que serlo al hacerlo con las mujeres, ya que en ambos casos se habían usado los mismos argumentos.
Para explicar las bases de la igualdad de los animales, sería conveniente empezar por un examen de la causa de la liberación de las mujeres. Asumamos que queremos defender el tema de los derechos de las mujeres atacado por Thomas Taylor. ¿Cómo responderíamos?
Un modo de réplica sería decir que no es válido extender el argumento de la igualdad entre los hombres y las mujeres a los animales no humanos. Las mujeres tienen derecho al voto, por ejemplo, porque son exactamente capaces de hacer decisiones racionales sobre el futuro como los hombres; los perros, por otra parte, son incapaces de comprender el significado del voto y por lo tanto, no pueden tener acceso al mismo. Hay muchas otras formas igualmente obvias de mostrar la gran semejanza que existe entre los hombres y las mujeres, mientras que los humanos y los animales difieren enormemente entre sí. Así pues, podría decirse que los hombres y las mujeres son seres similares y que deben tener similares derechos, mientras que los humanos y los no humanos son diferentes y no deben tener los mismos derechos.
El razonamiento que esconde esta réplica a la analogía de Taylor es correcto hasta cierto punto, pero no llega lo suficientemente lejos. Hay diferencias importantes entre los humanos y otros animales, y estas diferencias tienen que dar lugar a ciertas diferencias en los derechos que tenga cada uno. Sin embargo, reconocer este hecho que es obvio, no implica que haya una barrera para la extensión del principio básico de igualdad a los animales no humanos. Las diferencias que existen entre los hombres y las mujeres son igualmente innegables, y los defensores de la Liberación de la Mujer son conscientes de que estas diferencias pueden originar derechos diferentes. Muchas feministas sostienen que las mujeres tienen derecho a abortar cuando lo deseen. De esto no se infiere que, puesto que estas mismas feministas hacen campaña para conseguir la igualdad entre los hombres y las mujeres, tengan que defender también el derecho de los hombres al aborto. Puesto que un hombre no puede tener un aborto, no tiene sentido hablar de su derecho a tenerlo. Puesto que un perro no puede votar, no tiene sentido hablar de su derecho al voto. No hay ninguna razón por la que la Liberación de la Mujer o la de los Animales tengan que complicarse con semejantes necedades. la extensión de un grupo a otro del principio básico de igualdad no implica que tengamos que tratar a los dos grupos del mismo modo exactamente, ni tampoco garantiza los mismos derechos a ambos grupos. El que debamos o no hacer esto, dependerá de la naturaleza de los miembros de los dos grupos. El principio básico de igualdad no requiere un tratamiento igual o idéntico; requiere una consideración igual. Igual consideración para seres diferentes puede conducir a diferentes tratamientos y derechos diferentes.
Vemos, por tanto, que hay otra manera de responder al intento de Taylor de parodiar la causa de los derechos de las mujeres, una manera que no niega las obvias diferencias entre los humanos y los no humanos, pero que penetra más profundamente en la cuestión de la igualdad y que concluye sin encontrar nada absurda la idea de que el principio básico de igualdad se aplique a las llamadas "bestias". Esta conclusión puede parecernos extraña por el momento, pero si examinamos más detenidamente las bases sobre las que se apoya nuestra oposición a la discriminación por la raza o el sexo, veremos que no serían muy sólidas si pidiéramos igualdad para los negros, las mujeres y otros grupos de humanos oprimidos y, simultáneamente, les negáramos a los no humanos una consideración igual. Para clarificar este punto tenemos que ver primero por qué exactamente son repudiables el racismo y el sexismo.
Cuando decimos que todos los seres humanos, independientemente de su raza, credo o sexo, son iguales, ¿qué es lo que estamos afirmando? Los que desean defender las sociedades jerárquicas no igualitarias han señalado a menudo que, sea cual fuere el método de demostración elegido, simplemente no es verdad que todos los humanos son iguales. Nos guste o no, tenemos que reconocer el hecho de que los humanos tienen formas y tamaños diversos, capacidades morales y facultades intelectuales diferentes, distintos grados de benevolencia y sensibilidad para con las necesidades de los demás, diferentes capacidades para comunicarse efectivamente y para experimentar placer y dolor. Dicho de otro modo, si cuando exigimos igualdad nos basáramos en la igualdad real de todos los seres humanos, tendríamos que dejar de exigirla.
No obstante, uno puede aferrarse a la idea de que la igualdad de los seres humanos se basa en una igualdad real de las diferentes razas y sexos. Se podría decir que, aunque los humanos difieren como individuos, no existen diferencias entre las razas y los sexos en cuanto tales. Del mero hecho de que una persona sea negra o mujer no se puede inferir nada sobre sus capacidades intelectuales o morales y ésta, podría decirse, es la razón por la que el racismo y el sexismo son repudiables. El racista blanco alega ser superior a los negros, pero esto es falso, ya que aunque existen diferencias entre los individuos, algunos negros son superiores en capacidad y facultades a algunos blancos en todos los aspectos relevantes que puedan concebirse. El oponente del sexismo diría lo mismo: el sexo de una persona no nos dice nada sobre sus capacidades, y por lo tanto, es injustificado discriminar sobre la base del sexo.
La existencia de variantes individuales cuya base no sea la raza o el sexo, sin embargo, nos deja vulnerables frente a un oponente de la igualdad más sofisticado, uno que proponga por ejemplo, que los intereses de todas las personas cuyos coeficientes de inteligencia sean menores a 100 merecen una consideración inferior a los de aquellas otras por encima de 100. Quizás los que no consiguiesen pasar la prueba fueran, en esa sociedad, esclavos de los que la hubiesen superado. ¿Sería una sociedad jerárquica de este tipo mejor que otra cuya jerarquía se basara en la raza o en el sexo? No lo creo, pero si limitamos el principio moral de igualdad a la igualdad real de las diferentes razas y sexos, consideradas en su conjunto, nuestra oposición al racismo y al sexismo no nos proporciona ninguna base para cuestionar este tipo de no igualitarismo.
Hay otra razón importante por la que no debemos basar nuestra oposición al racismo y al sexismo en ninguna clase de igualdad real, ni siquiera la que se basa en que las variaciones en las capacidades y facultades están distribuidas uniformemente entre las diferentes razas y sexos: no podemos tener una garantía absoluta de que, en efecto, así sea. En lo que se refiere a las capacidades reales, parece haber ciertas diferencias objetivamente determinables entre las razas y los sexos, aunque por supuesto, no se muestran en cada caso individual, sino sólo en valores medios. Todavía más importante: no sabemos aún qué proporción de estas diferencias se debe, de hecho, a las diferentes dotaciones genéticas de las diversas razas y sexos, y cuál se debe a peores escuelas, peores viviendas, y demás factores que son resultado de la discriminación pasada y presente. Es posible que todas las diferencias significativas se lleguen a identificar algún día como ambientales y no como genéticas, y todo el que se oponga al racismo y al sexismo esperará que sea así, ya que esto facilitaría mucho la tarea de acabar con la discriminación; pero de todas formas, sería peligroso que la lucha contra el racismo y el sexismo descansara en la creencia de que todas las diferencias importantes tienen un origen ambiental. El que tratara de rechazar el racismo por ejemplo, por esta vía, tendría que acabar admitiendo que si se prueba que las diferencias de aptitudes tienen alguna conexión genética con la raza, el racismo podría ser defendible en cierto modo.
Afortunadamente, no hay necesidad de supeditar el tema de la igualdad a un resultado concreto de la investigación científica. La respuesta adecuada para los que pretenden haber encontrado evidencia de diferencias de aptitudes entre las razas o los sexos basadas en la genética no está en aferrarse a la creencia de que la explicación genética tenga que estar equivocada, aunque existan pruebas de lo contrario, sino más bien en dejar muy claro que el derecho a la igualdad no depende de la inteligencia, capacidad moral, fuerza física, o factores similares. La igualdad es una idea moral, no la afirmación de un hecho. Lógicamente, no hay ninguna razón de peso para asumir que una diferencia real de aptitudes entre dos personas justifique ninguna diferencia en cuanto a la consideración que debamos dar a sus necesidades e intereses. El principio de la igualdad de los seres humanos no es la descripción de una supuesta igualdad real entre ellos: es una norma de conducta.
Jeremy Bentham, fundador de la escuela de filosofía moral utilitarista y reformista, incorporó la base esencial de la igualdad moral a su sistema de ética mediante la fórmula: "Cada persona debe contar por uno y nadie por más que uno." En otras palabras, los intereses de cada ser afectado por una acción han de tenerse en cuenta y considerarse tan importantes como los de cualquier otro ser. Henry Sidgwich, un utilitarista posterior, lo expresó del siguiente modo: "El bien de cualquier individuo no tiene más importancia, desde el punto de vista (si podemos decirlo) del Universo, que el bien de cualquier otro". Más recientemente, las figuras más influyentes de la filosofía moral contemporánea están en general de acuerdo en incluir como un supuesto fundamental de sus teorías morales, alguna formulación similar que suponga la igual consideración de todos los intereses; en lo que estos escritores no se ponen de acuerdo en términos generales, es en cómo debe formularse este requisito.
Este principio de igualdad lleva implícito que nuestra preocupación por los demás y nuestra buena disposición para considerar sus intereses, no debe depender de cómo sean los otros o de sus aptitudes. Lo que esta preocupación o consideración requiera de nosotros precisamente puede variar según las características de los afectados por nuestras acciones: el interés por el bienestar de un niño que crece en América requeriría que le enseñáramos a leer; el interés por el bienestar de un cerdo puede requerir tan sólo que le dejemos en paz con otros cerdos en un lugar donde haya suficiente alimento y sitio para que se mueva libremente. Pero el elemento básico—el tener en cuenta los intereses del ser, independientemente de cuáles sean esos intereses—tiene que extenderse, según el principio de igualdad, a todos los seres, negros o blancos, masculinos o femeninos, humanos o no humanos.
Thomas Jefferson, que fue responsable de la inserción del principio de la igualdad de los hombres en la Declaración de Independencia Americana, ya tuvo esto en cuenta, lo que le motivó a oponerse a la esclavitud aún cuando era incapaz de liberarse completamente de su pasado como propietario de esclavos. En una carta dirigida al autor de un libro que ponía de manifiesto los considerables logros intelectuales de los negros para rebatir la entonces generalizada opinión de que sus capacidades intelectuales eran limitadas, escribió lo siguiente:
De un modo semejante, cuando a mediados del siglo pasado, en la década de los cincuenta, surgió el llamamiento en pro de los derechos de las mujeres en los Estados Unidos, una extraordinaria feminista negra llamada Sojourner Truth dijo lo mismo en términos más duros en una convención feminista:
La lucha contra el racismo y el sexismo tiene que apoyarse,en definitiva, sobre esta base; y de acuerdo con este principio, la actitud que podemos llamar "especismo", por analogía con el racismo, tiene que ser condenada también. El especismo—la palabra no es atractiva, pero no se me ocurre otra mejor—es un prejuicio o actitud cargada de parcialidad favorable a los intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de las otras. Debería resultar obvio que las objeciones fundamentales al racismo y al sexismo de Thomas Jefferson y Sojourner Truth se aplican igualmente al especismo. Si la posesión de una inteligencia superior no autoriza a un humano a que utilice a otro para sus propios fines, ¿cómo puede autorizar a los humanos a explotar a los no humanos con la misma finalidad?
Muchos filósofos y escritores han propugnado de una u otra forma como un principio moral básico la igual consideración de intereses, pero no muchos han reconocido que este principio sea aplicable, también, a los miembros de otras especies distintas a la nuestra. Jeremy Bentham fue uno de los pocos que tuvo esto por cierto. En un pasaje con visión de futuro, escrito en una época en que los franceses ya habían liberado a sus esclavos negros, mientras que en los dominios británicos se les trataba aún como ahora tratamos a los animales, Bentham escribió:
En este pasaje, Bentham señala la capacidad de sufrimiento como la característica básica para atribuir a un ser el derecho a una consideración igual. La capacidad de sufrimiento—o más estrictamente, de sufrimiento y/o goce o felicidad—no es una característica más como la capacidad para el lenguaje o las matemáticas superiores. Bentham no está diciendo que los que intentan trazar "la línea infranqueable" que determina si se deben tener o no en cuenta los intereses de un ser hayan elegido una característica errónea. Al decir que tenemos que considerar los intereses de todos los seres con capacidad de sufrimiento o goce, Bentham no excluye arbitrariamente ningún interés, como hacen los que trazan la línea divisoria en función de la posesión de la razón o el lenguaje. La capacidad para sufrir y disfrutar es un requisito para tener cualquier otro interés, una condición que tiene que satisfacerse antes de que podamos hablar de intereses de una manera significativa. Sería una insensatez decir que se actúa contra los intereses de una piedra porque un colegial le dé un puntapié y ruede por la carretera. Una piedra no tiene intereses porque no puede sufrir, y nada que pudiéramos hacerle afectaría a su bienestar. Un ratón, sin embargo, sí tiene interés en que no se le haga rodar a puntapiés por un camino porque sufrirá si esto le ocurre.
Si un ser sufre no puede haber ninguna justificación moral para negarse a tomar en consideración este sufrimiento. El principio de igualdad requiere, independientemente de la naturaleza del ser que sufra, que su sufrimiento cuente tanto como otro igual --en la medida en que pueden hacerse comparaciones a grosso modo—de cualquier otro ser. Cuando un ser carece de la capacidad de sufrir, o la de disfrutar o ser feliz, no hay nada que tener en cuenta. Por lo tanto, la sensibilidad (entendiendo este término como una simplificación conveniente, aunque no estrictamente adecuada, para referirnos a la capacidad de sufrir y/o disfrutar) es el único límite defendible a la hora de sentirnos involucrados en los intereses de los demás. Establecer el límite por alguna otra característica como la inteligencia o el raciocinio sería introducir la arbitrariedad. ¿Por qué no situarlo entonces en una característica tal como el color de la piel?
El racista viola el principio de igualdad al dar un peso mayor a los intereses de los miembros de su propia raza cuando hay un enfrentamiento entre sus intereses y los de otra raza. El sexista viola el mismo principio al favorecer los intereses de su propio sexo. De un modo similar, el especista permite que los intereses de su propia especie predominen sobre los intereses esenciales de los miembros de otras especies. El modelo es idéntico en los tres casos.
La mayoría de los seres humanos es especista. Los capítulos siguientes muestran que seres humanos corrientes—no unos pocos excepcionalmente crueles o despiadados, sino la gran mayoría de los humanos— participan activamente, dan su consentimiento y permiten que los impuestos que pagan se utilicen para financiar un tipo de actividades que requieren el sacrificio de los intereses más vitales de miembros de otras especies para promover los intereses más triviales de la nuestra.
Existe, sin embargo, una defensa del tipo de acciones que se describen en los próximos dos capítulos que debemos descartar antes de pasar a hablar de las prácticas en sí. Se trata de un alegato que, si es verdadero, nos permitiría hacer toda clase de cosas a los no humanos por la razón más insignificante, o sin ninguna razón en absoluto, sin merecer por ello ningún reproche fundado. Esta opinión sostiene que en ningún caso somos culpables de despreciar los intereses de otros animales por una razón sencillísima: no tienen intereses. Los animales no humanos carecen de intereses, según esta perspectiva, porque no son capaces de sufrir, y no es que se quiera decir tan sólo que no son capaces de sufrir de las múltiples formas en que lo hacen los humanos, por ejemplo, que una ternera no pueda sufrir por saber que la van a matar en un período de seis meses. Esto no ofrece lugar a dudas, si bien no libera a los humanos de la acusación de especismo, ya que no elimina la posibilidad de que los animales sufran de otras formas: haciéndoles recibir descargas eléctricas o manteniéndoles entumecidos en pequeñas jaulas, por ejemplo. La defensa que voy a exponer ahora, consistente en afirmar que los animales son incapaces de cualquier tipo de sufrimiento, es mucho más devastadora, aunque menos plausible. Los animales, según esta opinión, son autómatas inconscientes, y carecen de pensamientos, sentimientos y vida mental.
Aunque, como veremos en un capítulo posterior, la opinión de que los animales son autómatas la lanzó el filósofo francés René Descartes en el siglo XVII, es obvio para la mayoría de la gente, entonces y ahora, que si clavamos sin anestesia un cuchillo afilado en el estómago de un perro, el perro sentirá dolor. Las leyes en la mayoría de los países civilizados confirman que esto es así prohibiendo la crueldad gratuita con los animales. Los lectores cuyo sentido común les diga que los animales sufren, pueden saltarse lo que queda de esta sección y pasar directamente a la página 40, ya que las páginas intermedias se dedican exclusivamente a refutar una postura que no comparten. Sin embargo, para hacer una exposición completa, hay que incluirla a pesar de ser tan poco plausible.
¿Sienten dolor los animales, que no son humanos? ¿Cómo lo sabemos? Pues bien, ¿cómo sabemos si alguien, humano o no humano, siente dolor? Sabemos que nosotros sí lo sentimos por haberlo experimentado directamente cuando alguien, por ejemplo, aprieta un cigarrillo encendido contra el dorso de nuestra mano; pero, ¿cómo saber que los demás también lo sienten? No se puede experimentar el dolor ajeno, tanto si el "otro" es nuestro mejor amigo como si es un perro callejero. El dolor es un estado de la conciencia, un "suceso mental", y, como tal, nunca puede ser observado. Comportamientos como retorcerse, gritar o retirar la mano del cigarrillo no son dolor en sí. El dolor es algo que se siente, y no nos queda más alternativa que inferir que los otros también lo sienten por las diversas indicaciones externas.
En teoría, siempre podríamos estar equivocados al asumir que otros seres humanos sienten dolor. Es concebible que nuestro mejor amigo sea, en realidad, un robot muy inteligentemente construido, controlado por un brillante científico, de forma que manifieste todas las señales de sentir dolor, pero que de hecho, no sea más sensible que cualquier otra maquina. Nunca podemos estar completamente seguros de que no sea éste el caso y, sin embargo, mientras éste tema resulta complejo para los filósofos, nadie tiene la menor duda de que nuestros mejores amigos sienten dolor exactamente igual que nosotros. Se trata de una deducción, pero es una deducción muy razonable, dado que está basada en observaciones de su conducta en aquellas situaciones en las que nosotros sentiríamos dolor, y en el hecho de que tenemos toda la razón al asumir que nuestros amigos son seres como nosotros, con sistemas nerviosos como los nuestros, que funcionan de un modo similar y son capaces de generar iguales sentimientos en parecidas circunstancias.
Si está justificado suponer que los otros humanos sienten dolor como nosotros, ¿existe alguna razón para que no lo estuviera en el caso de otros animales?
Casi todos los signos externos que nos motivan a deducir la presencia de dolor en los humanos pueden también observarse en las otras especies, especialmente en aquéllas más cercanas a nosotros, como los diversos tipos de mamíferos y las aves. La conducta característica—sacudidas, contorsiones faciales, gemidos, chillidos u otros sonidos, intentos de evitar la fuente del dolor, aparición del miedo ante la perspectiva de su repetición, y así sucesivamente—está presente. Además, sabemos que estos animales poseen sistemas nerviosos muy parecidos a los nuestros, que responden fisiológicamente como los nuestros cuando el animal se encuentra en circunstancias en las que nosotros sentiríamos dolor: un aumento inicial de la presión de la sangre, dilatación de las pupilas, transpiración, aumento de las pulsaciones y, si continúa el estímulo, un descenso de la presión sanguínea. Aunque los humanos tienen una corteza cerebral más desarrollada que el resto de los animales, esta parte del cerebro está ligada a las funciones del pensamiento más que a los impulsos básicos, las emociones y los sentimientos. Estos impulsos, emociones y sentimientos están situados en el diencéfalo, que está bien desarrollado en otras especies de animales, sobre todo en los mamíferos y las aves.
También sabemos que los sistemas nerviosos de otros animales no se construyeron artificialmente para remedar las reacciones de dolor de los humanos, como pudiera construirse un robot. Los sistemas nerviosos de los animales evolucionaron como los nuestros propios y, de hecho, en la historia de 1a evolución de los humanos y otros animales, especialmente los mamíferos, no se diferenciaron hasta después de aparecer los rasgos centrales de nuestros sistemas nerviosos. Obviamente, la capacidad de sentir dolor aumenta las probabilidades de supervivencia de la especie, ya que hace que sus miembros eviten las fuentes del daño. No es sensato, seguramente, suponer que sistemas nerviosos idénticos fisiológicamente, con un origen y una función similares en su evolución y que originan formas de comportamiento iguales en similares circunstancias, funcionen de un modo radicalmente distinto en el plano de los sentimientos subjetivos.
Hace ya tiempo que se acepta como norma en el campo de la ciencia el buscar la explicación más simple posible a cualquier suceso que se esté intentando explicar. Se acude de vez en cuando a este principio para calificar de "no científicas" a las teorías del comportamiento de los animales que hacen referencia a sus sentimientos y deseos conscientes, alegando que si la conducta en cuestión puede explicarse sin invocar a la conciencia o los sentimientos, ésta sería la teoría más simple. Sin embargo, ahora podemos ver que cuando estas explicaciones se sitúan en el contexto general de la conducta de los animales humanos y de los no humanos, resultan ser, de hecho, mucho más complejas que sus contrarias. Sabemos por nuestra propia experiencia que las explicaciones de nuestro comportamiento que no hagan referencia a la conciencia y al sentimiento de dolor son incompletas; y resulta más simple suponer que un comportamiento igual en los animales que tienen sistemas nerviosos similares se explica del mismo modo, que intentar inventar alguna otra explicación para diferenciar a los humanos de los no humanos a este respecto.
La inmensa mayoría de los científicos que se han pronunciado sobre este punto están de acuerdo. Lord Brain, una de las figuras más importantes en neurología, ha dicho:
Paralelamente, el autor de un libro reciente sobre el dolor, escribe:
En Gran Bretaña, tres comités diferentes del gobierno, expertos en el tema de los animales, llegaron a la conclusión de que éstos sienten dolor. Después de señalar las pautas de conducta que evidencian este punto de vista, el Committee on Cruelty to Wild Animals decía lo siguiente:
Y después de señalar el carácter evolutivo del dolor, acababa concluyendo que el dolor tiene una "clara utilidad biológica" y que esto constituye "un tercer tipo de evidencia de que los animales sienten dolor". Pasaba entonces, a considerar formas de sufrimiento distintas del simple dolor físico, y añadía que los miembros del comité estaban "convencidos de que los animales sufren de miedo y terror agudos". En 1965, los informes de los comités del gobierno inglés sobre experimentos realizados con animales, y sobre el estado de los animales sometidos a métodos de producción intensiva, estaban de acuerdo con esta tesis, concluyendo que los animales tienen capacidad para sufrir no sólo por daños físicos directos, sino por miedo, ansiedad, tensión, etc.
Podríamos considerar que esto es suficiente para poner fin a la controversia; pero hay todavía otra objeción que merece nuestra consideración. Existe, pese a todo, una pauta de conducta de los humanos cuando sienten dolor, de la que carecen los no humanos. Se trata de un lenguaje desarrollado. Otros animales se pueden comunicar entre sí, pero no según parece, en la complicada forma en que lo hacemos nosotros. Algunos filósofos, incluido Descartes, pensaron que es importante el hecho de que los humanos puedan contarse su experiencia del dolor con gran detalle, en tanto que otros animales no pueden. (Es interesante resaltar que esta línea divisoria entre los humanos y las otras especies, clara en otro tiempo. hoy está poniéndose en duda a causa del descubrimiento de que a los chimpancés se les puede enseñar un lenguaje.) Pero, como Bentham señaló hace mucho tiempo, la facultad de utilizar un lenguaje no es relevante a la hora de decidir el trato que se debe a un ser, a menos que esa facultad pueda ligarse a su capacidad de sufrimiento, en cuyo caso la ausencia de un lenguaje podría hacer dudar de la existencia de esta capacidad.
Este nexo se puede abordar por dos vías. Primero, existe una vaga trayectoria de pensamiento filosófico, proveniente quizás de ciertas doctrinas asociadas al influyente filósofo Ludwig Wittgenstein, que mantiene que no podemos atribuir estados de conciencia a seres sin lenguaje. Esta postura no me parece plausible, ya que el lenguaje puede ser necesario para el pensamiento abstracto, al menos a un cierto nivel, pero estados como el dolor son más primitivos, y no tienen nada que ver con el lenguaje.
La segunda vía, más fácilmente comprensible, de enlazar el lenguaje con la existencia del dolor consiste en decir que la mejor evidencia que tenemos de que otra criatura sufre dolor es cuando nos lo dice. Este es un argumento de otro tipo. Porque no niega que quienes carezcan de lenguaje puedan sufrir, sino solamente el que jamás podamos tener suficientes razones para creer que están sufriendo. Con todo, este tipo de argumento también fracasa. Como ha señalado Jane Goodall en su estudio sobre chimpancés, In the Shadow of Man, cuando se trata de la expresión de sentimientos y emociones, el lenguaje es menos importante que en otros aspectos. Tendemos a replegarnos en modos de comunicación no lingüísticos, como animosos golpecillos en la espalda, un abrazo exuberante, apretones de manos, etc. Los signos básicos que usamos para transmitir el dolor, el miedo, la cólera, el amor, la alegría, la sorpresa, la excitación sexual, y tantos otros estados emocionales no son específicos de nuestra propia especie.
Charles Darwin realizó un amplio estudio sobre este tema, y el libro en que lo expone, The Expression of Emotions in Man and Animals, señala innumerables modos de expresión no lingüísticos. La afirmación: "siento dolor" puede servir de evidencia para concluir que el que lo dice lo siente, pero no es la única posible, y puesto que la gente a veces cuenta mentiras, ni siquiera es la mejor.
Incluso si hubiera mejores razones para negarse a atribuir dolor a los que carecen de lenguaje, las consecuencias de esta negación podrían llevarnos a rechazar la conclusión. Los recién nacidos y los niños pequeños son incapaces de usar el lenguaje. ¿Vamos a negar que un niño de un año pueda sufrir? Si no lo hacemos, el lenguaje no puede ser crucial. Por supuesto que la mayoría de los padres entiende mejor las respuestas de sus hijos que las de otros animales; pero esto es simplemente consecuencia del mayor conocimiento que tenemos de nuestra propia especie, y del mayor contacto que mantenemos con los niños pequeños, en comparación con los animales. La gente que ha estudiado la conducta de otros animales, y los que tienen animales caseros, pronto aprenden a entender sus respuestas tan bien como entendemos las de un niño, y a veces mejor. Lo que cuenta Jane Goodall sobre los chimpancés que observó es un ejemplo de esto, pero lo mismo puede decirse de los que han observado especies menos cercanas a la nuestra. Dos ejemplos entre los muchos posibles son las observaciones de gansos y grajos de Konrad Lorenz, y los intensos estudios de Tinbergen con gaviotas. Del mismo modo que podemos entender el comportamiento humano de un niño pequeño a la luz del de un adulto, podemos entender el comportamiento de otras especies a la luz del nuestro propio, y algunas veces entendemos mejor el nuestro a la luz del de otras especies.
Por lo tanto, concluimos: no hay razones convincentes, científicas ni filosóficas, para negar que los animales sienten dolor. Si no dudamos que otros humanos lo sienten, tampoco deberíamos dudar que lo sienten otros animales.
Los animales pueden sentir dolor. Como vimos antes, no puede haber justificación moral para considerar el dolor (o el placer) que sienten los animales menos importante que el sentido por los humanos con la misma intensidad. Pero, ¿a dónde nos lleva esta afirmación en términos prácticos? Para evitar confusiones, dedicaré un poco más de tiempo a describir lo que esto significa.
Si doy una fuerte palmada en la nalga a un caballo, puede que lo haga levantarse, pero seguramente sentirá poco dolor debido a que tiene una piel suficientemente gruesa para protegerle de una simple palmada, aunque sea fuerte. Si hago lo mismo con un niño, sin embargo, llorará y seguramente sentirá dolor porque su piel es más sensible. Por tanto, es peor pegar a un niño que a un caballo, si las bofetadas se administran con la misma fuerza. Pero tiene que haber algún tipo de golpe —no sé exactamente cuál, pero quizás uno asestado con un palo grueso—que cause al caballo tanto dolor como a un niño al que golpeáramos con la mano. Esto es lo que quiero decir cuando me refiero a "la misma intensidad de dolor", y si consideramos que está mal causar ese dolor a un niño sin ninguna razón convincente, tenemos que considerarlo igualmente, a no ser que seamos especistas, cuando se trata de un caballo, aunque en este caso, el golpe habría de ser mayor para que causara el mismo dolor.
Existen otras diferencias entre los humanos y los animales que dan lugar a nuevas complicaciones. Los seres humanos adultos normales tienen unas capacidades mentales que, en determinadas circunstancias, les harán sufrir más de lo que sufren los animales en ocasiones similares. Si por ejemplo, decidiéramos utilizar humanos adultos normales para experimentos científicos dolorosos o letales, secuestrándolos al azar en los parques públicos con este fin, todos los adultos que entraran en un parque tendrían miedo de ser secuestrados, y este terror sería una forma de sufrimiento adicional al dolor del experimento. Los mismos experimentos, realizados con animales no humanos, causarían menos sufrimiento, puesto que los animales no temerían ser secuestrados y hechos objeto de experimentos. Sin embargo, esto no quiere decir que esté bien realizar el experimento con los animales, sino que no hay una razón que no sea especista para preferir el uso de los animales al de los adultos humanos normales, en caso de que se haga tal experimento. Por otra parte, debemos señalar que este mismo argumento nos proporciona una base para preferir la utilización de niños muy pequeños —huérfanos quizás—o humanos retrasados mentales para los experimentos, en lugar de adultos, ya que ni unos ni otros tendrían ni idea de lo que les iba a suceder. Por lo que respecta a este argumento, los animales no humanos, los bebés y los retrasados mentales se encuentran en una misma categoría; y si es éste el argumento que utilizamos para justificar los experimentos con animales no humanos, tenemos que preguntarnos también, si estamos dispuestos a permitirlos con los otros dos grupos; y si establecemos una distinción entre los animales y estos humanos, ¿sobre qué base se apoya, sino sobre una preferencia mal disimulada—y moralmente indefendible—por los miembros de nuestra propia especie?
Hay muchos aspectos en los que las superiores capacidades mentales de los humanos marcan una diferencia: la anticipación, una memoria más detallada, un mayor conocimiento de lo que sucede, etc., si bien no todas estas diferencias implican un mayor sufrimiento por parte del ser humano normal. Algunas veces, un animal puede sufrir más debido a que tiene un poder de comprensión más limitado. Si, por ejemplo, en tiempo de guerra capturamos a unos prisioneros, podemos explicarles que, aunque tienen que someterse a la captura, los interrogatorios y la prisión, no se les causarán otros daños y serán puestos en libertad cuando concluyan las hostilidades. Si capturamos a un animal salvaje, sin embargo, no podemos explicarle que no estamos amenazando su vida. Un animal salvaje no puede distinguir el intento de domar y confinar del de matar, y le causaría tanto terror uno como otro.
Puede objetarse que es imposible hacer comparaciones entre los sufrimientos de las diferentes especies, y que por esta razón, el principio de igualdad no sirve cuando se enfrentan los intereses de los animales y los de los humanos. Probablemente sea cierto que comparar el sufrimiento de los miembros de especies diferentes no es tarea que pueda hacerse de un modo preciso, pero la precisión no es esencial. Incluso si evitáramos hacer sufrir a los animales sólo en aquellos casos en que los intereses de los humanos se vieran afectados en menor grado que los suyos, nos veríamos forzados a cambiar radicalmente el trato que les damos, incluyendo nuestra alimentación, las técnicas pecuarias que utilizamos, los procedimientos experimentales en muchos campos de la ciencia, nuestra visión de la vida animal y de la caza, de los adornos y las pieles, y entretenimientos como los circos, los rodeos y los zoológicos. El resultado de estos cambios sería haber evitado una gran cantidad de sufrimiento.
Hasta ahora sólo me he referido al sufrimiento que imponemos a los animales, y he omitido deliberadamente hablar del hecho de que los matemos. La aplicación del principio de igualdad a la imposición de sufrimiento es, al menos en teoría, bastante clara. El dolor y el sufrimiento son malos y deben evitarse o minimizarse, independientemente de la raza, el sexo, o la especie del ser que sufre. El dolor se mide por su intensidad y duración, y los dolores de una misma intensidad y duración son igualmente nocivos para los humanos que para los animales.
Resulta más complejo pronunciarse sobre la maldad de matar a otro ser. He puesto, y seguiré poniendo, la cuestión de matar en último término, porque en el estado actual de tiranía humana sobre otras especies, el principio simple y claro de exigir una consideración igual con respecto al dolor y al placer es base suficiente para identificar los abusos más esenciales que cometen los humanos con los animales y para protestar contra ellos. Sin embargo, se hace necesario decir algo sobre el hecho de matar.
Del mismo modo que la mayoría de los humanos son especistas por su disposición a causar un dolor a los animales que no causarían a los humanos con el mismo motivo, también lo son por su disposición a matar a otros animales por razones por las que no matarían a seres humanos. Sin embargo, es necesario proceder más cautelosamente aquí, ya que la gente sostiene puntos de vista muy variados sobre cuándo es legítimo matar a los humanos, como lo demuestran los continuos debates acerca del aborto y la eutanasia. Tampoco los moralistas se han puesto de acuerdo en por qué exactamente está mal matar a los humanos, ni en qué circunstancias puede estar justificado matar a un ser humano.
Vamos a considerar primero el punto de vista de que siempre está mal privar de la vida a un ser humano inocente, punto de vista al que nos referiremos como el de la "santidad de la vida", aunque, por el hecho de que los que lo mantienen no suelen oponerse en cambio, a matar a los no humanos, quizá sea mas correcto describirlo como el de la "santidad de la vida humana".
La creencia de que la vida humana, y sólo ella, es sacrosanta, es una forma de especismo. Para comprender esto, vamos a considerar el ejemplo siguiente.
Supongamos que, como sucede a veces, un niño nace con una grave e irreparable lesión cerebral. La gravedad de la lesión es tal que el niño nunca podría ser otra cosa que un "vegetal humano", incapaz de hablar, de reconocer a la gente, de actuar independientemente de los demás, o de desarrollar un sentido de auto-consciencia. Los padres del niño, dándose cuenta de que no hay esperanzas de que mejore su condición, y no estando dispuestos a gastarse, o a pedir que se gaste el Estado, los miles de dólares que se necesitarían anualmente para proporcionar un cuidado adecuado al niño, piden al médico que lo mate sin dolor.
¿Debe hacer el médico lo que le piden los padres? Legalmente no, y en este caso, la ley refleja el punto de vista de la santidad de la vida: la vida de todo ser humano es sagrada. Sin embargo, quienes opinarían así sobre este recién nacido no tienen nada que objetar al acto de matar a animales no humanos. ¿Cómo pueden justificarse tan dispares valoraciones? Los chimpancés adultos, los perros, los cerdos, y muchas otras especies superan con mucho a este recién nacido con lesión cerebral en su capacidad para relacionarse con los demás, para actuar de un modo independiente, para tener conciencia de sí mismos y en cualquier otra capacidad que pudiera pensarse que confiera valor a la vida. A pesar de los tratamientos más intensivos posibles, hay niños retrasados que nunca pueden adquirir la inteligencia de un perro. Tampoco podemos apelar al afecto de los padres de la criatura, ya que, en este caso imaginario (y en algunos casos reales), son ellos los que no quieren que el niño viva.
Lo único que distingue al recién nacido del animal, a los ojos de los que claman que tiene "derecho a la vida", es que, biológicamente, es un miembro de la especie Homo Sapiens, mientras que los chimpancés, los perros y los cerdos no lo son. Pero, utilizar esta diferencia como base para garantizar al niño y no a otros animales el derecho a la vida es, por supuesto, puro especismo.No se trata exactamente del mismo tipo de diferenciación arbitraria que usa el racista más burdo y descarado al intentar justificar su discriminación racial.
Esto no significa que para evitar el especismo, tengamos que mantener que es igualmente condenable matar a un perro que matar a un ser humano normal. La única postura irremediablemente especisista en aquella que sitúa el limite del derecho a la vida exactamente donde está el de nuestra propia especie. Los que mantienen el enfoque de la santidad de la vida caen en esto, ya que, aunque hacen una distinción matizada entre los humanos y el resto de los animales, no permiten que se haga ninguna dentro de nuestra propia especie, oponiéndose a que se dé muerte tanto a las personas muy retrasadas mentalmente y a las que padecen un estado avanzado de chochez como a los adultos normales.
Para no ser especistas tenemos que permitir que los seres que son semejantes en todos los aspectos relevantes tengan un derecho similar a la vida, y simplemente el hecho de pertenecer a nuestra especie biológica no puede ser un criterio de peso, desde el punto de vista moral, para obtener este derecho. Dentro de estos límites, no obstante, podríamos mantener, por ejemplo, que es peor matar a un adulto humano normal, con capacidad de autoconciencia, de planear el futuro y de tener relaciones significativas con otros, que matar a un ratón que, presuntamente, carece de todas estas características, o podríamos apelar a los estrechos lazos familiares y personales de otro tipo que tienen los humanos y no en cambio, los ratones, al menos en el mismo grado; o podríamos pensar que lo que establece una diferencia crucial son las consecuencias derivadas para otros humanos, quienes temerían por sus propias vidas, o también que es una combinación de estos factores o de otros no enumerados aquí.
Cualesquiera que sean los criterios que elijamos, sin embargo, tendremos que admitir que no van a situarse siempre precisamente en la línea divisoria que separa a nuestra especie de las demás. Es legítimo aducir que hay algunos rasgos de ciertos seres que hacen que sus vidas sean más valiosas que las de otros; pero habrá, sin duda, algunos animales no humanos, cuyas vidas, sea cual fuere el standard utilizado, sean más valiosas que las de algunos humanos. Un chimpancé, un perro o un cerdo, por ejemplo, tendrán un grado mayor de auto-conciencia y una capacidad más grande para establecer relaciones significativas con otros que un recién nacido muy retrasado mentalmente o alguien en estado avanzado de demencia senil Por lo tanto, si basamos el derecho a la vida en estas características tenemos que garantizárselo a estos animales no en menor medida, o incluso en mayor, que a ciertos humanos retrasados o con debilidad senil.
Ahora bien, este argumento tiene un doble filo. Por un lado, podría interpretarse en el sentido de que los chimpancés, los perros y los cerdos, junto con alguna otra especie, tienen derecho a la vida, y que cometemos una grave transgresión moral si los matamos, aún cuando sean viejos y sufran por ello y nuestra intención sea la de acabar con la miseria en que se encuentran. Alternativamente, se podría considerar este argumento como prueba de que los discapacitados psíquicos más graves y las personas en estado de demencia senil sin esperanza no tienen ningún derecho a la vida y que se les puede dar muerte por razones completamente triviales, como ahora hacemos con los animales.
Puesto que este libro gira en torno a cuestiones de ética referentes a los animales y no sobre la moralidad de la eutanasia, no voy a intentar dar aquí una solución a este problema. Sin embargo, creo que queda bastante claro que, aunque las dos posturas que acabamos de describir evitan el especismo, ninguna es absolutamente satisfactoria. Lo que nos hace falta es una postura intermedia que evite el especismo, pero que no convierta las vidas de los discapacitados psíquicos y de los ancianos con demencia senil en algo tan despreciable como lo son ahora las de los cerdos y los perros, ni tampoco convierta a éstas en algo tan sacrosanto que creyéramos que está mal poner fin a su miseria aunque no tenga remedio. Lo que tenemos que hacer es ampliar nuestra esfera de preocupación moral hasta comprender a los animales no humanos y cesar de tratar sus vidas como algo utilizable para cualquier finalidad trivial que se nos ocurra. Al mismo tiempo una vez que tomemos conciencia de que el hecho de que un ser pertenezca a nuestra especie no es en sí suficiente para convertir siempre en un acto condenable el darle muerte, podemos empezar a reconsiderar nuestra política de preservar las vidas humanas cueste lo que cueste, incluso en los casos en que no hay expectativas de una vida consciente ni de una existencia sin sufrir dolores insoportables.
Concluimos, entonces, que rechazar el especismo no implica que todas las vidas sean de igual valor. Aunque la auto-conciencia, la inteligencia, la capacidad para mantener relaciones significativas con otros, etc., no tienen relevancia a la hora de causar dolor —ya que el dolor se da con independencia de las capacidades que pueda tener el ser excepto la de sentirlo— sí pueden tenerla cuando se trata de la privación de la vida. No es arbitrario pensar que la vida de un ser auto-consciente, con capacidad de pensamiento abstracto, de proyectar su futuro, de complejos actos de comunicación, etc., es más valiosa que la vida de un ser sin estas capacidades. Para ver la diferencia que hay entre el hecho de causar dolor y el de privar una vida, consideremos cómo actuaríamos dentro de nuestra propia especie. Si tuviéramos que elegir entre salvar la vida de un humano normal o la de un discapacitado psíquico, probablemente elegiríamos salvar al normal; pero si el dilema consistiera en evitar dolor tan sólo a uno de ellos—imaginemos que ambos habían recibido lesiones dolorosas pero superficiales, y sólo teníamos anestesia suficiente para uno—no está en absoluto tan claro cómo debíamos actuar. Lo mismo sucede cuando consideramos otras especies.
El mal que causa el dolor no depende en modo alguno de las otras características del ser que lo siente, mientras que el valor de la vida sí se ve afectado por estas características.
Normalmente, esto significaría que si tuviéramos que decidirnos entre la vida de un ser humano y la de otro animal, elegiríamos salvar la del humano; pero puede haber casos especiales en que pudiera mantenerse lo contrario, debido a que el ser humano en cuestión no gozara de la capacidad de uno normal. Así, lo que a primera vista podría calificarse de especismo, no lo sería, ya que la preferencia, en los casos normales, por salvar una vida humana en vez de la de un animal cuando hay que elegir entre las dos, está basada en las características que tienen los humanos normales, y no en el simple hecho de que sean miembros de nuestra propia especie. Y es por esta razon por la que cuando nos referimos a los miembros de nuestra especie que carecen de las características de los humanos normales, ya no podemos mantener que sus vidas tengan que ser preferidas necesariamente a las de otros animales. Este tema vuelve a surgir en el capítulo siguiente referido a un caso práctico. De un modo general, sin embargo, la pregunta de si está mal o no, matar (sin dolor) a un animal, no requiere ser contestada por nosotros de un modo preciso. En tanto recordemos que debemos respetar igualmente las vidas de los animales que las de los humanos con un nivel mental similar, no estaremos muy errados…
Audiolibro "Liberación Animal" de Peter Singer.
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Es posible que la “Liberación de los Animales” suene más a una parodia de otros movimientos de liberación que aun objetivo serio. La idea de “Los Derechos de los Animales” se usó de hecho, en otro tiempo, para hacer una parodia del tema de los derechos de las mujeres. Cuando Mary Wollstonecraft, una precursora de las feministas de hoy, publico su Vindication of the Rights of Woman en 1792, sus puntos de vista fueron considerados absurdos por una gran parte de la gente, y antes de que pasara mucho tiempo apareció una publicación anónima titulada A vindication of yhe Rights of Brutes. El autor de esta obra satírica (ahora se sabe que fue Thomas Taylor, un distinguido filósofo de Cambridge) intentó rebatir los argumentos de Mary Wollstonecraft demostrando que podían llevarse más lejos. Si había razón para hablar de igualdad con respecto a las mujeres, ¿por qué no hacerlo con respecto a los perros, gatos y caballos? El razonamiento parecía también aplicable a estas “bestias” aunque, por otra parte, sostener que las bestias tenían derechos era obviamente absurdo; por lo tanto, el razonamiento que condujo a esta conclusión tenía que ser falso, y si resultaba falso al aplicarse a las “bestias”, también tenía que serlo al hacerlo con las mujeres, ya que en ambos casos se habían usado los mismos argumentos.
Para explicar las bases de la igualdad de los animales, sería conveniente empezar por un examen de la causa de la liberación de las mujeres. Asumamos que queremos defender el tema de los derechos de las mujeres atacado por Thomas Taylor. ¿Cómo responderíamos?
Un modo de réplica sería decir que no es válido extender el argumento de la igualdad entre los hombres y las mujeres a los animales no humanos. Las mujeres tienen derecho al voto, por ejemplo, porque son exactamente capaces de hacer decisiones racionales sobre el futuro como los hombres; los perros, por otra parte, son incapaces de comprender el significado del voto y por lo tanto, no pueden tener acceso al mismo. Hay muchas otras formas igualmente obvias de mostrar la gran semejanza que existe entre los hombres y las mujeres, mientras que los humanos y los animales difieren enormemente entre sí. Así pues, podría decirse que los hombres y las mujeres son seres similares y que deben tener similares derechos, mientras que los humanos y los no humanos son diferentes y no deben tener los mismos derechos.
El razonamiento que esconde esta réplica a la analogía de Taylor es correcto hasta cierto punto, pero no llega lo suficientemente lejos. Hay diferencias importantes entre los humanos y otros animales, y estas diferencias tienen que dar lugar a ciertas diferencias en los derechos que tenga cada uno. Sin embargo, reconocer este hecho que es obvio, no implica que haya una barrera para la extensión del principio básico de igualdad a los animales no humanos. Las diferencias que existen entre los hombres y las mujeres son igualmente innegables, y los defensores de la Liberación de la Mujer son conscientes de que estas diferencias pueden originar derechos diferentes. Muchas feministas sostienen que las mujeres tienen derecho a abortar cuando lo deseen. De esto no se infiere que, puesto que estas mismas feministas hacen campaña para conseguir la igualdad entre los hombres y las mujeres, tengan que defender también el derecho de los hombres al aborto. Puesto que un hombre no puede tener un aborto, no tiene sentido hablar de su derecho a tenerlo. Puesto que un perro no puede votar, no tiene sentido hablar de su derecho al voto. No hay ninguna razón por la que la Liberación de la Mujer o la de los Animales tengan que complicarse con semejantes necedades. la extensión de un grupo a otro del principio básico de igualdad no implica que tengamos que tratar a los dos grupos del mismo modo exactamente, ni tampoco garantiza los mismos derechos a ambos grupos. El que debamos o no hacer esto, dependerá de la naturaleza de los miembros de los dos grupos. El principio básico de igualdad no requiere un tratamiento igual o idéntico; requiere una consideración igual. Igual consideración para seres diferentes puede conducir a diferentes tratamientos y derechos diferentes.
Vemos, por tanto, que hay otra manera de responder al intento de Taylor de parodiar la causa de los derechos de las mujeres, una manera que no niega las obvias diferencias entre los humanos y los no humanos, pero que penetra más profundamente en la cuestión de la igualdad y que concluye sin encontrar nada absurda la idea de que el principio básico de igualdad se aplique a las llamadas "bestias". Esta conclusión puede parecernos extraña por el momento, pero si examinamos más detenidamente las bases sobre las que se apoya nuestra oposición a la discriminación por la raza o el sexo, veremos que no serían muy sólidas si pidiéramos igualdad para los negros, las mujeres y otros grupos de humanos oprimidos y, simultáneamente, les negáramos a los no humanos una consideración igual. Para clarificar este punto tenemos que ver primero por qué exactamente son repudiables el racismo y el sexismo.
Cuando decimos que todos los seres humanos, independientemente de su raza, credo o sexo, son iguales, ¿qué es lo que estamos afirmando? Los que desean defender las sociedades jerárquicas no igualitarias han señalado a menudo que, sea cual fuere el método de demostración elegido, simplemente no es verdad que todos los humanos son iguales. Nos guste o no, tenemos que reconocer el hecho de que los humanos tienen formas y tamaños diversos, capacidades morales y facultades intelectuales diferentes, distintos grados de benevolencia y sensibilidad para con las necesidades de los demás, diferentes capacidades para comunicarse efectivamente y para experimentar placer y dolor. Dicho de otro modo, si cuando exigimos igualdad nos basáramos en la igualdad real de todos los seres humanos, tendríamos que dejar de exigirla.
No obstante, uno puede aferrarse a la idea de que la igualdad de los seres humanos se basa en una igualdad real de las diferentes razas y sexos. Se podría decir que, aunque los humanos difieren como individuos, no existen diferencias entre las razas y los sexos en cuanto tales. Del mero hecho de que una persona sea negra o mujer no se puede inferir nada sobre sus capacidades intelectuales o morales y ésta, podría decirse, es la razón por la que el racismo y el sexismo son repudiables. El racista blanco alega ser superior a los negros, pero esto es falso, ya que aunque existen diferencias entre los individuos, algunos negros son superiores en capacidad y facultades a algunos blancos en todos los aspectos relevantes que puedan concebirse. El oponente del sexismo diría lo mismo: el sexo de una persona no nos dice nada sobre sus capacidades, y por lo tanto, es injustificado discriminar sobre la base del sexo.
La existencia de variantes individuales cuya base no sea la raza o el sexo, sin embargo, nos deja vulnerables frente a un oponente de la igualdad más sofisticado, uno que proponga por ejemplo, que los intereses de todas las personas cuyos coeficientes de inteligencia sean menores a 100 merecen una consideración inferior a los de aquellas otras por encima de 100. Quizás los que no consiguiesen pasar la prueba fueran, en esa sociedad, esclavos de los que la hubiesen superado. ¿Sería una sociedad jerárquica de este tipo mejor que otra cuya jerarquía se basara en la raza o en el sexo? No lo creo, pero si limitamos el principio moral de igualdad a la igualdad real de las diferentes razas y sexos, consideradas en su conjunto, nuestra oposición al racismo y al sexismo no nos proporciona ninguna base para cuestionar este tipo de no igualitarismo.
Hay otra razón importante por la que no debemos basar nuestra oposición al racismo y al sexismo en ninguna clase de igualdad real, ni siquiera la que se basa en que las variaciones en las capacidades y facultades están distribuidas uniformemente entre las diferentes razas y sexos: no podemos tener una garantía absoluta de que, en efecto, así sea. En lo que se refiere a las capacidades reales, parece haber ciertas diferencias objetivamente determinables entre las razas y los sexos, aunque por supuesto, no se muestran en cada caso individual, sino sólo en valores medios. Todavía más importante: no sabemos aún qué proporción de estas diferencias se debe, de hecho, a las diferentes dotaciones genéticas de las diversas razas y sexos, y cuál se debe a peores escuelas, peores viviendas, y demás factores que son resultado de la discriminación pasada y presente. Es posible que todas las diferencias significativas se lleguen a identificar algún día como ambientales y no como genéticas, y todo el que se oponga al racismo y al sexismo esperará que sea así, ya que esto facilitaría mucho la tarea de acabar con la discriminación; pero de todas formas, sería peligroso que la lucha contra el racismo y el sexismo descansara en la creencia de que todas las diferencias importantes tienen un origen ambiental. El que tratara de rechazar el racismo por ejemplo, por esta vía, tendría que acabar admitiendo que si se prueba que las diferencias de aptitudes tienen alguna conexión genética con la raza, el racismo podría ser defendible en cierto modo.
Afortunadamente, no hay necesidad de supeditar el tema de la igualdad a un resultado concreto de la investigación científica. La respuesta adecuada para los que pretenden haber encontrado evidencia de diferencias de aptitudes entre las razas o los sexos basadas en la genética no está en aferrarse a la creencia de que la explicación genética tenga que estar equivocada, aunque existan pruebas de lo contrario, sino más bien en dejar muy claro que el derecho a la igualdad no depende de la inteligencia, capacidad moral, fuerza física, o factores similares. La igualdad es una idea moral, no la afirmación de un hecho. Lógicamente, no hay ninguna razón de peso para asumir que una diferencia real de aptitudes entre dos personas justifique ninguna diferencia en cuanto a la consideración que debamos dar a sus necesidades e intereses. El principio de la igualdad de los seres humanos no es la descripción de una supuesta igualdad real entre ellos: es una norma de conducta.
Jeremy Bentham, fundador de la escuela de filosofía moral utilitarista y reformista, incorporó la base esencial de la igualdad moral a su sistema de ética mediante la fórmula: "Cada persona debe contar por uno y nadie por más que uno." En otras palabras, los intereses de cada ser afectado por una acción han de tenerse en cuenta y considerarse tan importantes como los de cualquier otro ser. Henry Sidgwich, un utilitarista posterior, lo expresó del siguiente modo: "El bien de cualquier individuo no tiene más importancia, desde el punto de vista (si podemos decirlo) del Universo, que el bien de cualquier otro". Más recientemente, las figuras más influyentes de la filosofía moral contemporánea están en general de acuerdo en incluir como un supuesto fundamental de sus teorías morales, alguna formulación similar que suponga la igual consideración de todos los intereses; en lo que estos escritores no se ponen de acuerdo en términos generales, es en cómo debe formularse este requisito.
Este principio de igualdad lleva implícito que nuestra preocupación por los demás y nuestra buena disposición para considerar sus intereses, no debe depender de cómo sean los otros o de sus aptitudes. Lo que esta preocupación o consideración requiera de nosotros precisamente puede variar según las características de los afectados por nuestras acciones: el interés por el bienestar de un niño que crece en América requeriría que le enseñáramos a leer; el interés por el bienestar de un cerdo puede requerir tan sólo que le dejemos en paz con otros cerdos en un lugar donde haya suficiente alimento y sitio para que se mueva libremente. Pero el elemento básico—el tener en cuenta los intereses del ser, independientemente de cuáles sean esos intereses—tiene que extenderse, según el principio de igualdad, a todos los seres, negros o blancos, masculinos o femeninos, humanos o no humanos.
Thomas Jefferson, que fue responsable de la inserción del principio de la igualdad de los hombres en la Declaración de Independencia Americana, ya tuvo esto en cuenta, lo que le motivó a oponerse a la esclavitud aún cuando era incapaz de liberarse completamente de su pasado como propietario de esclavos. En una carta dirigida al autor de un libro que ponía de manifiesto los considerables logros intelectuales de los negros para rebatir la entonces generalizada opinión de que sus capacidades intelectuales eran limitadas, escribió lo siguiente:
Puede estar seguro de que nadie en el mundo desea más sinceramente que yo ver una refutación absoluta de las dudas que he mantenido y expresado sobre el grado de inteligencia con que les ha dotado la naturaleza, y descubrir que son iguales a nosotros. . . pero cualquiera que sea su grado de talento, no puede constituirse en la medida de sus derechos. El que Sir Isaac Newton fuera superior a otros en inteligencia, no le erigió en señor de la propiedad o la persona de otros.
De un modo semejante, cuando a mediados del siglo pasado, en la década de los cincuenta, surgió el llamamiento en pro de los derechos de las mujeres en los Estados Unidos, una extraordinaria feminista negra llamada Sojourner Truth dijo lo mismo en términos más duros en una convención feminista:
. . . hablan de esto que tenemos en la cabeza; ¿cómo le llaman? ("Intelecto", susurró alguien que estaba cerca). Eso es ¿qué tiene eso que ver con los derechos de las mujeres o de los negros? Si en mi taza sólo cabe una pinta y en la tuya cabe un cuarto de galón, ¿no pecarías de mezquindad si no me la dejaras llenar?
La lucha contra el racismo y el sexismo tiene que apoyarse,en definitiva, sobre esta base; y de acuerdo con este principio, la actitud que podemos llamar "especismo", por analogía con el racismo, tiene que ser condenada también. El especismo—la palabra no es atractiva, pero no se me ocurre otra mejor—es un prejuicio o actitud cargada de parcialidad favorable a los intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de las otras. Debería resultar obvio que las objeciones fundamentales al racismo y al sexismo de Thomas Jefferson y Sojourner Truth se aplican igualmente al especismo. Si la posesión de una inteligencia superior no autoriza a un humano a que utilice a otro para sus propios fines, ¿cómo puede autorizar a los humanos a explotar a los no humanos con la misma finalidad?
Muchos filósofos y escritores han propugnado de una u otra forma como un principio moral básico la igual consideración de intereses, pero no muchos han reconocido que este principio sea aplicable, también, a los miembros de otras especies distintas a la nuestra. Jeremy Bentham fue uno de los pocos que tuvo esto por cierto. En un pasaje con visión de futuro, escrito en una época en que los franceses ya habían liberado a sus esclavos negros, mientras que en los dominios británicos se les trataba aún como ahora tratamos a los animales, Bentham escribió:
Puede llegar el día en que el resto de la creación animal adquiera esos derechos que nunca se le pudo haber negado de no ser por la acción de la tiranía Los franceses han descubierto ya que la negrura de la piel no es razón para abandonar sin remedio a un ser humano al capricho de quien le atormenta. Puede que llegue un día en que el número de piernas, la vellosidad de la piel, o la terminación del os sacrum sean razones igualmente insuficientes para abandonar a un ser sensible al mismo destino. ¿Qué otra cosa hay que pudiera trazar la línea infranqueable? ¿Es la facultad de la razón, o acaso la facultad del discurso? Mas un caballo o un perro adulto es sin comparación un animal más racional, y también más sociable, que una criatura de un día, una semana o incluso un mes. Pero, aún suponiendo que no fuera así, ¿qué nos esclarecería? No debemos preguntarnos: ¿pueden razonar?, ni tampoco: ¿pueden hablar?, sino: ¿pueden sufrir?
En este pasaje, Bentham señala la capacidad de sufrimiento como la característica básica para atribuir a un ser el derecho a una consideración igual. La capacidad de sufrimiento—o más estrictamente, de sufrimiento y/o goce o felicidad—no es una característica más como la capacidad para el lenguaje o las matemáticas superiores. Bentham no está diciendo que los que intentan trazar "la línea infranqueable" que determina si se deben tener o no en cuenta los intereses de un ser hayan elegido una característica errónea. Al decir que tenemos que considerar los intereses de todos los seres con capacidad de sufrimiento o goce, Bentham no excluye arbitrariamente ningún interés, como hacen los que trazan la línea divisoria en función de la posesión de la razón o el lenguaje. La capacidad para sufrir y disfrutar es un requisito para tener cualquier otro interés, una condición que tiene que satisfacerse antes de que podamos hablar de intereses de una manera significativa. Sería una insensatez decir que se actúa contra los intereses de una piedra porque un colegial le dé un puntapié y ruede por la carretera. Una piedra no tiene intereses porque no puede sufrir, y nada que pudiéramos hacerle afectaría a su bienestar. Un ratón, sin embargo, sí tiene interés en que no se le haga rodar a puntapiés por un camino porque sufrirá si esto le ocurre.
Si un ser sufre no puede haber ninguna justificación moral para negarse a tomar en consideración este sufrimiento. El principio de igualdad requiere, independientemente de la naturaleza del ser que sufra, que su sufrimiento cuente tanto como otro igual --en la medida en que pueden hacerse comparaciones a grosso modo—de cualquier otro ser. Cuando un ser carece de la capacidad de sufrir, o la de disfrutar o ser feliz, no hay nada que tener en cuenta. Por lo tanto, la sensibilidad (entendiendo este término como una simplificación conveniente, aunque no estrictamente adecuada, para referirnos a la capacidad de sufrir y/o disfrutar) es el único límite defendible a la hora de sentirnos involucrados en los intereses de los demás. Establecer el límite por alguna otra característica como la inteligencia o el raciocinio sería introducir la arbitrariedad. ¿Por qué no situarlo entonces en una característica tal como el color de la piel?
El racista viola el principio de igualdad al dar un peso mayor a los intereses de los miembros de su propia raza cuando hay un enfrentamiento entre sus intereses y los de otra raza. El sexista viola el mismo principio al favorecer los intereses de su propio sexo. De un modo similar, el especista permite que los intereses de su propia especie predominen sobre los intereses esenciales de los miembros de otras especies. El modelo es idéntico en los tres casos.
La mayoría de los seres humanos es especista. Los capítulos siguientes muestran que seres humanos corrientes—no unos pocos excepcionalmente crueles o despiadados, sino la gran mayoría de los humanos— participan activamente, dan su consentimiento y permiten que los impuestos que pagan se utilicen para financiar un tipo de actividades que requieren el sacrificio de los intereses más vitales de miembros de otras especies para promover los intereses más triviales de la nuestra.
Existe, sin embargo, una defensa del tipo de acciones que se describen en los próximos dos capítulos que debemos descartar antes de pasar a hablar de las prácticas en sí. Se trata de un alegato que, si es verdadero, nos permitiría hacer toda clase de cosas a los no humanos por la razón más insignificante, o sin ninguna razón en absoluto, sin merecer por ello ningún reproche fundado. Esta opinión sostiene que en ningún caso somos culpables de despreciar los intereses de otros animales por una razón sencillísima: no tienen intereses. Los animales no humanos carecen de intereses, según esta perspectiva, porque no son capaces de sufrir, y no es que se quiera decir tan sólo que no son capaces de sufrir de las múltiples formas en que lo hacen los humanos, por ejemplo, que una ternera no pueda sufrir por saber que la van a matar en un período de seis meses. Esto no ofrece lugar a dudas, si bien no libera a los humanos de la acusación de especismo, ya que no elimina la posibilidad de que los animales sufran de otras formas: haciéndoles recibir descargas eléctricas o manteniéndoles entumecidos en pequeñas jaulas, por ejemplo. La defensa que voy a exponer ahora, consistente en afirmar que los animales son incapaces de cualquier tipo de sufrimiento, es mucho más devastadora, aunque menos plausible. Los animales, según esta opinión, son autómatas inconscientes, y carecen de pensamientos, sentimientos y vida mental.
Aunque, como veremos en un capítulo posterior, la opinión de que los animales son autómatas la lanzó el filósofo francés René Descartes en el siglo XVII, es obvio para la mayoría de la gente, entonces y ahora, que si clavamos sin anestesia un cuchillo afilado en el estómago de un perro, el perro sentirá dolor. Las leyes en la mayoría de los países civilizados confirman que esto es así prohibiendo la crueldad gratuita con los animales. Los lectores cuyo sentido común les diga que los animales sufren, pueden saltarse lo que queda de esta sección y pasar directamente a la página 40, ya que las páginas intermedias se dedican exclusivamente a refutar una postura que no comparten. Sin embargo, para hacer una exposición completa, hay que incluirla a pesar de ser tan poco plausible.
¿Sienten dolor los animales, que no son humanos? ¿Cómo lo sabemos? Pues bien, ¿cómo sabemos si alguien, humano o no humano, siente dolor? Sabemos que nosotros sí lo sentimos por haberlo experimentado directamente cuando alguien, por ejemplo, aprieta un cigarrillo encendido contra el dorso de nuestra mano; pero, ¿cómo saber que los demás también lo sienten? No se puede experimentar el dolor ajeno, tanto si el "otro" es nuestro mejor amigo como si es un perro callejero. El dolor es un estado de la conciencia, un "suceso mental", y, como tal, nunca puede ser observado. Comportamientos como retorcerse, gritar o retirar la mano del cigarrillo no son dolor en sí. El dolor es algo que se siente, y no nos queda más alternativa que inferir que los otros también lo sienten por las diversas indicaciones externas.
En teoría, siempre podríamos estar equivocados al asumir que otros seres humanos sienten dolor. Es concebible que nuestro mejor amigo sea, en realidad, un robot muy inteligentemente construido, controlado por un brillante científico, de forma que manifieste todas las señales de sentir dolor, pero que de hecho, no sea más sensible que cualquier otra maquina. Nunca podemos estar completamente seguros de que no sea éste el caso y, sin embargo, mientras éste tema resulta complejo para los filósofos, nadie tiene la menor duda de que nuestros mejores amigos sienten dolor exactamente igual que nosotros. Se trata de una deducción, pero es una deducción muy razonable, dado que está basada en observaciones de su conducta en aquellas situaciones en las que nosotros sentiríamos dolor, y en el hecho de que tenemos toda la razón al asumir que nuestros amigos son seres como nosotros, con sistemas nerviosos como los nuestros, que funcionan de un modo similar y son capaces de generar iguales sentimientos en parecidas circunstancias.
Si está justificado suponer que los otros humanos sienten dolor como nosotros, ¿existe alguna razón para que no lo estuviera en el caso de otros animales?
Casi todos los signos externos que nos motivan a deducir la presencia de dolor en los humanos pueden también observarse en las otras especies, especialmente en aquéllas más cercanas a nosotros, como los diversos tipos de mamíferos y las aves. La conducta característica—sacudidas, contorsiones faciales, gemidos, chillidos u otros sonidos, intentos de evitar la fuente del dolor, aparición del miedo ante la perspectiva de su repetición, y así sucesivamente—está presente. Además, sabemos que estos animales poseen sistemas nerviosos muy parecidos a los nuestros, que responden fisiológicamente como los nuestros cuando el animal se encuentra en circunstancias en las que nosotros sentiríamos dolor: un aumento inicial de la presión de la sangre, dilatación de las pupilas, transpiración, aumento de las pulsaciones y, si continúa el estímulo, un descenso de la presión sanguínea. Aunque los humanos tienen una corteza cerebral más desarrollada que el resto de los animales, esta parte del cerebro está ligada a las funciones del pensamiento más que a los impulsos básicos, las emociones y los sentimientos. Estos impulsos, emociones y sentimientos están situados en el diencéfalo, que está bien desarrollado en otras especies de animales, sobre todo en los mamíferos y las aves.
También sabemos que los sistemas nerviosos de otros animales no se construyeron artificialmente para remedar las reacciones de dolor de los humanos, como pudiera construirse un robot. Los sistemas nerviosos de los animales evolucionaron como los nuestros propios y, de hecho, en la historia de 1a evolución de los humanos y otros animales, especialmente los mamíferos, no se diferenciaron hasta después de aparecer los rasgos centrales de nuestros sistemas nerviosos. Obviamente, la capacidad de sentir dolor aumenta las probabilidades de supervivencia de la especie, ya que hace que sus miembros eviten las fuentes del daño. No es sensato, seguramente, suponer que sistemas nerviosos idénticos fisiológicamente, con un origen y una función similares en su evolución y que originan formas de comportamiento iguales en similares circunstancias, funcionen de un modo radicalmente distinto en el plano de los sentimientos subjetivos.
Hace ya tiempo que se acepta como norma en el campo de la ciencia el buscar la explicación más simple posible a cualquier suceso que se esté intentando explicar. Se acude de vez en cuando a este principio para calificar de "no científicas" a las teorías del comportamiento de los animales que hacen referencia a sus sentimientos y deseos conscientes, alegando que si la conducta en cuestión puede explicarse sin invocar a la conciencia o los sentimientos, ésta sería la teoría más simple. Sin embargo, ahora podemos ver que cuando estas explicaciones se sitúan en el contexto general de la conducta de los animales humanos y de los no humanos, resultan ser, de hecho, mucho más complejas que sus contrarias. Sabemos por nuestra propia experiencia que las explicaciones de nuestro comportamiento que no hagan referencia a la conciencia y al sentimiento de dolor son incompletas; y resulta más simple suponer que un comportamiento igual en los animales que tienen sistemas nerviosos similares se explica del mismo modo, que intentar inventar alguna otra explicación para diferenciar a los humanos de los no humanos a este respecto.
La inmensa mayoría de los científicos que se han pronunciado sobre este punto están de acuerdo. Lord Brain, una de las figuras más importantes en neurología, ha dicho:
Personalmente no encuentro ninguna razón para conceder que mis iguales, los humanos, tienen mente, y negárselo a los animales. . . Al menos, no puedo dudar de que la relación entre los intereses y actividades de los animales y su conciencia y sentimientos es similar a la que existe en mi propio caso, y que, por lo que yo sé, hasta puede ser igual de intensa.
Paralelamente, el autor de un libro reciente sobre el dolor, escribe:
Toda evidencia posible basada en los hechos apoya la tesis de que los vertebrados mamíferos más desarrollados experimentan sensaciones de dolor al menos tan agudas como las nuestras. Decir que sienten menos porque son animales inferiores es un absurdo; se puede demostrar fácilmente que muchos de sus sentidos son mucho más agudos que los nuestros: la agudeza visual en ciertas aves, el oído en la mayoría de los animales salvajes, y el tacto en otros; éstos animales dependen en la actualidad más que nosotros del conocimiento más completo posible de un medio hostil. Aparte de la complejidad de la corteza cerebral (que no percibe dolor directamente), sus sistemas nerviosos son casi idénticos a los nuestros, y sus reacciones ante el dolor extraordinariamente parecidas, aunque carentes (según mi información) de connotaciones filosóficas y morales. El elemento emocional es de sobra evidente ante todo en forma de miedo y de cólera.
En Gran Bretaña, tres comités diferentes del gobierno, expertos en el tema de los animales, llegaron a la conclusión de que éstos sienten dolor. Después de señalar las pautas de conducta que evidencian este punto de vista, el Committee on Cruelty to Wild Animals decía lo siguiente:
... creemos que la evidencia fisiológica, y más concretamente la anatómica, justifica plenamente y refuerza la creencia basada en el sentido común de que los anima'ies sienten dolor.
Y después de señalar el carácter evolutivo del dolor, acababa concluyendo que el dolor tiene una "clara utilidad biológica" y que esto constituye "un tercer tipo de evidencia de que los animales sienten dolor". Pasaba entonces, a considerar formas de sufrimiento distintas del simple dolor físico, y añadía que los miembros del comité estaban "convencidos de que los animales sufren de miedo y terror agudos". En 1965, los informes de los comités del gobierno inglés sobre experimentos realizados con animales, y sobre el estado de los animales sometidos a métodos de producción intensiva, estaban de acuerdo con esta tesis, concluyendo que los animales tienen capacidad para sufrir no sólo por daños físicos directos, sino por miedo, ansiedad, tensión, etc.
Podríamos considerar que esto es suficiente para poner fin a la controversia; pero hay todavía otra objeción que merece nuestra consideración. Existe, pese a todo, una pauta de conducta de los humanos cuando sienten dolor, de la que carecen los no humanos. Se trata de un lenguaje desarrollado. Otros animales se pueden comunicar entre sí, pero no según parece, en la complicada forma en que lo hacemos nosotros. Algunos filósofos, incluido Descartes, pensaron que es importante el hecho de que los humanos puedan contarse su experiencia del dolor con gran detalle, en tanto que otros animales no pueden. (Es interesante resaltar que esta línea divisoria entre los humanos y las otras especies, clara en otro tiempo. hoy está poniéndose en duda a causa del descubrimiento de que a los chimpancés se les puede enseñar un lenguaje.) Pero, como Bentham señaló hace mucho tiempo, la facultad de utilizar un lenguaje no es relevante a la hora de decidir el trato que se debe a un ser, a menos que esa facultad pueda ligarse a su capacidad de sufrimiento, en cuyo caso la ausencia de un lenguaje podría hacer dudar de la existencia de esta capacidad.
Este nexo se puede abordar por dos vías. Primero, existe una vaga trayectoria de pensamiento filosófico, proveniente quizás de ciertas doctrinas asociadas al influyente filósofo Ludwig Wittgenstein, que mantiene que no podemos atribuir estados de conciencia a seres sin lenguaje. Esta postura no me parece plausible, ya que el lenguaje puede ser necesario para el pensamiento abstracto, al menos a un cierto nivel, pero estados como el dolor son más primitivos, y no tienen nada que ver con el lenguaje.
La segunda vía, más fácilmente comprensible, de enlazar el lenguaje con la existencia del dolor consiste en decir que la mejor evidencia que tenemos de que otra criatura sufre dolor es cuando nos lo dice. Este es un argumento de otro tipo. Porque no niega que quienes carezcan de lenguaje puedan sufrir, sino solamente el que jamás podamos tener suficientes razones para creer que están sufriendo. Con todo, este tipo de argumento también fracasa. Como ha señalado Jane Goodall en su estudio sobre chimpancés, In the Shadow of Man, cuando se trata de la expresión de sentimientos y emociones, el lenguaje es menos importante que en otros aspectos. Tendemos a replegarnos en modos de comunicación no lingüísticos, como animosos golpecillos en la espalda, un abrazo exuberante, apretones de manos, etc. Los signos básicos que usamos para transmitir el dolor, el miedo, la cólera, el amor, la alegría, la sorpresa, la excitación sexual, y tantos otros estados emocionales no son específicos de nuestra propia especie.
Charles Darwin realizó un amplio estudio sobre este tema, y el libro en que lo expone, The Expression of Emotions in Man and Animals, señala innumerables modos de expresión no lingüísticos. La afirmación: "siento dolor" puede servir de evidencia para concluir que el que lo dice lo siente, pero no es la única posible, y puesto que la gente a veces cuenta mentiras, ni siquiera es la mejor.
Incluso si hubiera mejores razones para negarse a atribuir dolor a los que carecen de lenguaje, las consecuencias de esta negación podrían llevarnos a rechazar la conclusión. Los recién nacidos y los niños pequeños son incapaces de usar el lenguaje. ¿Vamos a negar que un niño de un año pueda sufrir? Si no lo hacemos, el lenguaje no puede ser crucial. Por supuesto que la mayoría de los padres entiende mejor las respuestas de sus hijos que las de otros animales; pero esto es simplemente consecuencia del mayor conocimiento que tenemos de nuestra propia especie, y del mayor contacto que mantenemos con los niños pequeños, en comparación con los animales. La gente que ha estudiado la conducta de otros animales, y los que tienen animales caseros, pronto aprenden a entender sus respuestas tan bien como entendemos las de un niño, y a veces mejor. Lo que cuenta Jane Goodall sobre los chimpancés que observó es un ejemplo de esto, pero lo mismo puede decirse de los que han observado especies menos cercanas a la nuestra. Dos ejemplos entre los muchos posibles son las observaciones de gansos y grajos de Konrad Lorenz, y los intensos estudios de Tinbergen con gaviotas. Del mismo modo que podemos entender el comportamiento humano de un niño pequeño a la luz del de un adulto, podemos entender el comportamiento de otras especies a la luz del nuestro propio, y algunas veces entendemos mejor el nuestro a la luz del de otras especies.
Por lo tanto, concluimos: no hay razones convincentes, científicas ni filosóficas, para negar que los animales sienten dolor. Si no dudamos que otros humanos lo sienten, tampoco deberíamos dudar que lo sienten otros animales.
Los animales pueden sentir dolor. Como vimos antes, no puede haber justificación moral para considerar el dolor (o el placer) que sienten los animales menos importante que el sentido por los humanos con la misma intensidad. Pero, ¿a dónde nos lleva esta afirmación en términos prácticos? Para evitar confusiones, dedicaré un poco más de tiempo a describir lo que esto significa.
Si doy una fuerte palmada en la nalga a un caballo, puede que lo haga levantarse, pero seguramente sentirá poco dolor debido a que tiene una piel suficientemente gruesa para protegerle de una simple palmada, aunque sea fuerte. Si hago lo mismo con un niño, sin embargo, llorará y seguramente sentirá dolor porque su piel es más sensible. Por tanto, es peor pegar a un niño que a un caballo, si las bofetadas se administran con la misma fuerza. Pero tiene que haber algún tipo de golpe —no sé exactamente cuál, pero quizás uno asestado con un palo grueso—que cause al caballo tanto dolor como a un niño al que golpeáramos con la mano. Esto es lo que quiero decir cuando me refiero a "la misma intensidad de dolor", y si consideramos que está mal causar ese dolor a un niño sin ninguna razón convincente, tenemos que considerarlo igualmente, a no ser que seamos especistas, cuando se trata de un caballo, aunque en este caso, el golpe habría de ser mayor para que causara el mismo dolor.
Existen otras diferencias entre los humanos y los animales que dan lugar a nuevas complicaciones. Los seres humanos adultos normales tienen unas capacidades mentales que, en determinadas circunstancias, les harán sufrir más de lo que sufren los animales en ocasiones similares. Si por ejemplo, decidiéramos utilizar humanos adultos normales para experimentos científicos dolorosos o letales, secuestrándolos al azar en los parques públicos con este fin, todos los adultos que entraran en un parque tendrían miedo de ser secuestrados, y este terror sería una forma de sufrimiento adicional al dolor del experimento. Los mismos experimentos, realizados con animales no humanos, causarían menos sufrimiento, puesto que los animales no temerían ser secuestrados y hechos objeto de experimentos. Sin embargo, esto no quiere decir que esté bien realizar el experimento con los animales, sino que no hay una razón que no sea especista para preferir el uso de los animales al de los adultos humanos normales, en caso de que se haga tal experimento. Por otra parte, debemos señalar que este mismo argumento nos proporciona una base para preferir la utilización de niños muy pequeños —huérfanos quizás—o humanos retrasados mentales para los experimentos, en lugar de adultos, ya que ni unos ni otros tendrían ni idea de lo que les iba a suceder. Por lo que respecta a este argumento, los animales no humanos, los bebés y los retrasados mentales se encuentran en una misma categoría; y si es éste el argumento que utilizamos para justificar los experimentos con animales no humanos, tenemos que preguntarnos también, si estamos dispuestos a permitirlos con los otros dos grupos; y si establecemos una distinción entre los animales y estos humanos, ¿sobre qué base se apoya, sino sobre una preferencia mal disimulada—y moralmente indefendible—por los miembros de nuestra propia especie?
Hay muchos aspectos en los que las superiores capacidades mentales de los humanos marcan una diferencia: la anticipación, una memoria más detallada, un mayor conocimiento de lo que sucede, etc., si bien no todas estas diferencias implican un mayor sufrimiento por parte del ser humano normal. Algunas veces, un animal puede sufrir más debido a que tiene un poder de comprensión más limitado. Si, por ejemplo, en tiempo de guerra capturamos a unos prisioneros, podemos explicarles que, aunque tienen que someterse a la captura, los interrogatorios y la prisión, no se les causarán otros daños y serán puestos en libertad cuando concluyan las hostilidades. Si capturamos a un animal salvaje, sin embargo, no podemos explicarle que no estamos amenazando su vida. Un animal salvaje no puede distinguir el intento de domar y confinar del de matar, y le causaría tanto terror uno como otro.
Puede objetarse que es imposible hacer comparaciones entre los sufrimientos de las diferentes especies, y que por esta razón, el principio de igualdad no sirve cuando se enfrentan los intereses de los animales y los de los humanos. Probablemente sea cierto que comparar el sufrimiento de los miembros de especies diferentes no es tarea que pueda hacerse de un modo preciso, pero la precisión no es esencial. Incluso si evitáramos hacer sufrir a los animales sólo en aquellos casos en que los intereses de los humanos se vieran afectados en menor grado que los suyos, nos veríamos forzados a cambiar radicalmente el trato que les damos, incluyendo nuestra alimentación, las técnicas pecuarias que utilizamos, los procedimientos experimentales en muchos campos de la ciencia, nuestra visión de la vida animal y de la caza, de los adornos y las pieles, y entretenimientos como los circos, los rodeos y los zoológicos. El resultado de estos cambios sería haber evitado una gran cantidad de sufrimiento.
Hasta ahora sólo me he referido al sufrimiento que imponemos a los animales, y he omitido deliberadamente hablar del hecho de que los matemos. La aplicación del principio de igualdad a la imposición de sufrimiento es, al menos en teoría, bastante clara. El dolor y el sufrimiento son malos y deben evitarse o minimizarse, independientemente de la raza, el sexo, o la especie del ser que sufre. El dolor se mide por su intensidad y duración, y los dolores de una misma intensidad y duración son igualmente nocivos para los humanos que para los animales.
Resulta más complejo pronunciarse sobre la maldad de matar a otro ser. He puesto, y seguiré poniendo, la cuestión de matar en último término, porque en el estado actual de tiranía humana sobre otras especies, el principio simple y claro de exigir una consideración igual con respecto al dolor y al placer es base suficiente para identificar los abusos más esenciales que cometen los humanos con los animales y para protestar contra ellos. Sin embargo, se hace necesario decir algo sobre el hecho de matar.
Del mismo modo que la mayoría de los humanos son especistas por su disposición a causar un dolor a los animales que no causarían a los humanos con el mismo motivo, también lo son por su disposición a matar a otros animales por razones por las que no matarían a seres humanos. Sin embargo, es necesario proceder más cautelosamente aquí, ya que la gente sostiene puntos de vista muy variados sobre cuándo es legítimo matar a los humanos, como lo demuestran los continuos debates acerca del aborto y la eutanasia. Tampoco los moralistas se han puesto de acuerdo en por qué exactamente está mal matar a los humanos, ni en qué circunstancias puede estar justificado matar a un ser humano.
Vamos a considerar primero el punto de vista de que siempre está mal privar de la vida a un ser humano inocente, punto de vista al que nos referiremos como el de la "santidad de la vida", aunque, por el hecho de que los que lo mantienen no suelen oponerse en cambio, a matar a los no humanos, quizá sea mas correcto describirlo como el de la "santidad de la vida humana".
La creencia de que la vida humana, y sólo ella, es sacrosanta, es una forma de especismo. Para comprender esto, vamos a considerar el ejemplo siguiente.
Supongamos que, como sucede a veces, un niño nace con una grave e irreparable lesión cerebral. La gravedad de la lesión es tal que el niño nunca podría ser otra cosa que un "vegetal humano", incapaz de hablar, de reconocer a la gente, de actuar independientemente de los demás, o de desarrollar un sentido de auto-consciencia. Los padres del niño, dándose cuenta de que no hay esperanzas de que mejore su condición, y no estando dispuestos a gastarse, o a pedir que se gaste el Estado, los miles de dólares que se necesitarían anualmente para proporcionar un cuidado adecuado al niño, piden al médico que lo mate sin dolor.
¿Debe hacer el médico lo que le piden los padres? Legalmente no, y en este caso, la ley refleja el punto de vista de la santidad de la vida: la vida de todo ser humano es sagrada. Sin embargo, quienes opinarían así sobre este recién nacido no tienen nada que objetar al acto de matar a animales no humanos. ¿Cómo pueden justificarse tan dispares valoraciones? Los chimpancés adultos, los perros, los cerdos, y muchas otras especies superan con mucho a este recién nacido con lesión cerebral en su capacidad para relacionarse con los demás, para actuar de un modo independiente, para tener conciencia de sí mismos y en cualquier otra capacidad que pudiera pensarse que confiera valor a la vida. A pesar de los tratamientos más intensivos posibles, hay niños retrasados que nunca pueden adquirir la inteligencia de un perro. Tampoco podemos apelar al afecto de los padres de la criatura, ya que, en este caso imaginario (y en algunos casos reales), son ellos los que no quieren que el niño viva.
Lo único que distingue al recién nacido del animal, a los ojos de los que claman que tiene "derecho a la vida", es que, biológicamente, es un miembro de la especie Homo Sapiens, mientras que los chimpancés, los perros y los cerdos no lo son. Pero, utilizar esta diferencia como base para garantizar al niño y no a otros animales el derecho a la vida es, por supuesto, puro especismo.No se trata exactamente del mismo tipo de diferenciación arbitraria que usa el racista más burdo y descarado al intentar justificar su discriminación racial.
Esto no significa que para evitar el especismo, tengamos que mantener que es igualmente condenable matar a un perro que matar a un ser humano normal. La única postura irremediablemente especisista en aquella que sitúa el limite del derecho a la vida exactamente donde está el de nuestra propia especie. Los que mantienen el enfoque de la santidad de la vida caen en esto, ya que, aunque hacen una distinción matizada entre los humanos y el resto de los animales, no permiten que se haga ninguna dentro de nuestra propia especie, oponiéndose a que se dé muerte tanto a las personas muy retrasadas mentalmente y a las que padecen un estado avanzado de chochez como a los adultos normales.
Para no ser especistas tenemos que permitir que los seres que son semejantes en todos los aspectos relevantes tengan un derecho similar a la vida, y simplemente el hecho de pertenecer a nuestra especie biológica no puede ser un criterio de peso, desde el punto de vista moral, para obtener este derecho. Dentro de estos límites, no obstante, podríamos mantener, por ejemplo, que es peor matar a un adulto humano normal, con capacidad de autoconciencia, de planear el futuro y de tener relaciones significativas con otros, que matar a un ratón que, presuntamente, carece de todas estas características, o podríamos apelar a los estrechos lazos familiares y personales de otro tipo que tienen los humanos y no en cambio, los ratones, al menos en el mismo grado; o podríamos pensar que lo que establece una diferencia crucial son las consecuencias derivadas para otros humanos, quienes temerían por sus propias vidas, o también que es una combinación de estos factores o de otros no enumerados aquí.
Cualesquiera que sean los criterios que elijamos, sin embargo, tendremos que admitir que no van a situarse siempre precisamente en la línea divisoria que separa a nuestra especie de las demás. Es legítimo aducir que hay algunos rasgos de ciertos seres que hacen que sus vidas sean más valiosas que las de otros; pero habrá, sin duda, algunos animales no humanos, cuyas vidas, sea cual fuere el standard utilizado, sean más valiosas que las de algunos humanos. Un chimpancé, un perro o un cerdo, por ejemplo, tendrán un grado mayor de auto-conciencia y una capacidad más grande para establecer relaciones significativas con otros que un recién nacido muy retrasado mentalmente o alguien en estado avanzado de demencia senil Por lo tanto, si basamos el derecho a la vida en estas características tenemos que garantizárselo a estos animales no en menor medida, o incluso en mayor, que a ciertos humanos retrasados o con debilidad senil.
Ahora bien, este argumento tiene un doble filo. Por un lado, podría interpretarse en el sentido de que los chimpancés, los perros y los cerdos, junto con alguna otra especie, tienen derecho a la vida, y que cometemos una grave transgresión moral si los matamos, aún cuando sean viejos y sufran por ello y nuestra intención sea la de acabar con la miseria en que se encuentran. Alternativamente, se podría considerar este argumento como prueba de que los discapacitados psíquicos más graves y las personas en estado de demencia senil sin esperanza no tienen ningún derecho a la vida y que se les puede dar muerte por razones completamente triviales, como ahora hacemos con los animales.
Puesto que este libro gira en torno a cuestiones de ética referentes a los animales y no sobre la moralidad de la eutanasia, no voy a intentar dar aquí una solución a este problema. Sin embargo, creo que queda bastante claro que, aunque las dos posturas que acabamos de describir evitan el especismo, ninguna es absolutamente satisfactoria. Lo que nos hace falta es una postura intermedia que evite el especismo, pero que no convierta las vidas de los discapacitados psíquicos y de los ancianos con demencia senil en algo tan despreciable como lo son ahora las de los cerdos y los perros, ni tampoco convierta a éstas en algo tan sacrosanto que creyéramos que está mal poner fin a su miseria aunque no tenga remedio. Lo que tenemos que hacer es ampliar nuestra esfera de preocupación moral hasta comprender a los animales no humanos y cesar de tratar sus vidas como algo utilizable para cualquier finalidad trivial que se nos ocurra. Al mismo tiempo una vez que tomemos conciencia de que el hecho de que un ser pertenezca a nuestra especie no es en sí suficiente para convertir siempre en un acto condenable el darle muerte, podemos empezar a reconsiderar nuestra política de preservar las vidas humanas cueste lo que cueste, incluso en los casos en que no hay expectativas de una vida consciente ni de una existencia sin sufrir dolores insoportables.
Concluimos, entonces, que rechazar el especismo no implica que todas las vidas sean de igual valor. Aunque la auto-conciencia, la inteligencia, la capacidad para mantener relaciones significativas con otros, etc., no tienen relevancia a la hora de causar dolor —ya que el dolor se da con independencia de las capacidades que pueda tener el ser excepto la de sentirlo— sí pueden tenerla cuando se trata de la privación de la vida. No es arbitrario pensar que la vida de un ser auto-consciente, con capacidad de pensamiento abstracto, de proyectar su futuro, de complejos actos de comunicación, etc., es más valiosa que la vida de un ser sin estas capacidades. Para ver la diferencia que hay entre el hecho de causar dolor y el de privar una vida, consideremos cómo actuaríamos dentro de nuestra propia especie. Si tuviéramos que elegir entre salvar la vida de un humano normal o la de un discapacitado psíquico, probablemente elegiríamos salvar al normal; pero si el dilema consistiera en evitar dolor tan sólo a uno de ellos—imaginemos que ambos habían recibido lesiones dolorosas pero superficiales, y sólo teníamos anestesia suficiente para uno—no está en absoluto tan claro cómo debíamos actuar. Lo mismo sucede cuando consideramos otras especies.
El mal que causa el dolor no depende en modo alguno de las otras características del ser que lo siente, mientras que el valor de la vida sí se ve afectado por estas características.
Normalmente, esto significaría que si tuviéramos que decidirnos entre la vida de un ser humano y la de otro animal, elegiríamos salvar la del humano; pero puede haber casos especiales en que pudiera mantenerse lo contrario, debido a que el ser humano en cuestión no gozara de la capacidad de uno normal. Así, lo que a primera vista podría calificarse de especismo, no lo sería, ya que la preferencia, en los casos normales, por salvar una vida humana en vez de la de un animal cuando hay que elegir entre las dos, está basada en las características que tienen los humanos normales, y no en el simple hecho de que sean miembros de nuestra propia especie. Y es por esta razon por la que cuando nos referimos a los miembros de nuestra especie que carecen de las características de los humanos normales, ya no podemos mantener que sus vidas tengan que ser preferidas necesariamente a las de otros animales. Este tema vuelve a surgir en el capítulo siguiente referido a un caso práctico. De un modo general, sin embargo, la pregunta de si está mal o no, matar (sin dolor) a un animal, no requiere ser contestada por nosotros de un modo preciso. En tanto recordemos que debemos respetar igualmente las vidas de los animales que las de los humanos con un nivel mental similar, no estaremos muy errados…
Audiolibro "Liberación Animal" de Peter Singer.
Puedes acceder a las demás partes AQUÍ.
NOTAS Y REFERENCIAS
RespuestasVeganas.Org: la publicación de este artículo en RespuestasVeganas.Org no implica necesariamente que compartamos todas y cada una de las cuestiones expresadas en el mismo; sin embargo, consideramos interesante su publicación por la aportación que puede hacer a la causa del movimiento abolicionista por los Derechos de los Animales.
MÁS INFORMACIÓN
- dianoia.filosoficas.unam.mx - La argumentación de Singer en Liberación animal: concepciones normativas, interés en vivir y agregacionismo (Óscar Horta, 2011)
- en.wikipedia.org - Animal Liberation
BIBLIOGRAFÍA
- Singer, Peter. Liberación Animal. 1975.