Helena Blavatsky, también conocida como Madame Blavatsky, fue una escritora, ocultista y teósofa rusa, fue también una de las fundadoras de la Sociedad Teosófica y contribuyó a la difusión de la Teosofía moderna. Sus libros más importantes son Isis sin velo y La Doctrina Secreta, escritos en 1875 y 1888, respectivamente.
“Continuamente empapada de sangre toda la Tierra, es sólo un inmenso altar sobre el cual todo cuanto vive tiene que ser inmolado sin cesar”. Compte Joseph de Maistre. (Soirées, I, II, 35)
Capítulo I
Son muchas las anticuadas supersticiones religiosas del Oriente de las que con frecuencia se burlan las naciones occidentales en su ignorancia; pero ninguna causa tanta risa, y es tan despreciada en la práctica, como el gran respeto que los orientales sienten hacia la vida animal. Los comedores de carne no pueden simpatizar con los que se abstienen por completo de ella. Los europeos somos bárbaros civilizados, con sólo unos pocos millares de años entre nosotros y nuestros antepasados habitantes de las cavernas, que chupaban la sangre y el tuétano sin cocer. Por lo tanto, es natural que los que tan poca importancia dan a la vida humana en sus frecuentes y a menudo inicuas guerras, desprecien por completo las agonías mortales de la creación bruta, y sacrifiquen diariamente millones de vidas inocentes e inofensivas; y si bien somos demasiado epicúreos para devorar tajadas de tigre o chuletas de cocodrilo, no han de faltarnos ni tiernos corderos ni faisanes de plumaje dorado. Todo esto es solamente lo que corresponde a nuestra época de cañones Krupp y de vivisecciones científicas. Y no es cosa que deba causar gran maravilla el que el duro europeo se burle del dulce indo, el cual se estremece ante la mera idea de matar una vaca, o que se niegue a simpatizar con el budista y el jaina en su respeto por la vida de todas las criaturas sensibles, desde el elefante al mosquito.
Pero, si el comer carne se ha convertido en una necesidad vital, o sea la defensa del tirano entre las naciones occidentales; si es necesario que en cada ciudad, pueblo y aldea del mundo civilizado, una multitud de víctimas sea diariamente sacrificada en templos dedicados a la deidad denunciada por San Pablo y adorada por hombres cuyo Dios es su vientre; si todo esto y mucho más no puede ser evitado en nuestra Edad de Hierro,¿Quién puede presentar la misma excusa en favor del sacrificio de animales por deporte? La pesca y la caza, las más fascinantes de todas las diversiones de la vida civilizada, son, ciertamente, las más censurables desde el punto de vista de la Filosofía Oculta; las más pecaminosas a los ojos de los fieles pertenecientes a aquellos sistemas religiosos que son producto directo de la Doctrina Esotérica: el brahmanismo y el budismo ¿Está acaso fuera de toda razón el que los seguidores de estas dos religiones, las más antiguas que hoy existen, consideren al mundo animal, desde el enorme cuadrúpedo hasta el insecto infinitamente pequeño, como hermanos más jóvenes por ridícula que la idea parezca a un europeo? Este punto será considerado debidamente más adelante.
Sin embargo, por exagerada que la cosa pueda parecer, cierto es que pocos de nosotros somos capaces de representarnos, sin estremecernos, las escenas que tienen lugar todas las mañanas a primera hora en los innumerables mataderos del mundo que llaman civilizado y aun aquellas que tienen lugar durante la época de la caza. No ha despertado todavía el primer rayo de sol a la naturaleza dormida, cuando en todas partes se preparan miríadas de hecatombes para saludar al astro del día. Jamás regocijó al Moloch pagano el grito de agonía de sus víctimas tanto como el lastimero gemido que en todos los países cristianos suena a manera de prolongado himno de sufrimiento a través de la Naturaleza entera, todos los días desde la mañana hasta la tarde. En la antigua Esparta, de cuyos austeros ciudadanos ninguno era por cierto insensible a los delicados sentimientos del corazón humano, un muchacho, convicto de atormentar a un animal por diversión, fue condenado a muerte, por ser su naturaleza demasiado vil para que se le permitiese la vida. Mas en la civilización europea, que progresa rápidamente en todo, salvo en virtudes cristianas, la fuerza es hoy día sinónimo del derecho. La costumbre, por completo inútil y cruel, de cazar por mera diversión aves y animales de todas especies, en ninguna parte es llevada a efecto con más fervor que en la protestante Inglaterra, en donde las misericordiosas enseñanzas de Cristo han ablandado escasamente los corazones humanos más de lo que lo estaban en los días de Nemrod, el poderoso cazador del Señor. La Ética Cristiana se halla tan trastornada, en razón de la propia conveniencia, por silogismos paradójicos como la de los paganos. A la que escribe estas líneas le dijo un día un cazador que desde el momento en que “ni un gorrión cae al suelo sin la voluntad del Padre, el que mata por diversión un centenar de gorriones, cumple cien veces la voluntad de su Padre ”(!).
Desdichada y dura es la suerte de los pobres animales, convertida en fatalidad implacable por la mano del hombre. El Alma racional del ser humano parece nacida para convertirse en asesina del alma irracional del animal; en el pleno sentido de la palabra, desde el momento en que la doctrina Cristiana enseña que el alma de los animales muere con su cuerpo, ¿No tiene acaso la leyenda de Caín y Abel una doble significación? Contémplese aquella otra desgracia de nuestra época culta: las científicas casas de matanza, llamadas salas de vivisección. Éntrese en París en alguna de ellas y véase a Paul Bert, o a algún otro de esos hombres, tan justamente llamados los sabios carniceros del Instituto, ocupados en su horrible obra. Sólo tengo que traducir la enérgica descripción de un testigo ocular, de uno que ha estudiado por completo el modus operandi de aquellos ejecutores, un autor francés bien conocido: “La vivisección –dice– es una especialidad en la cual la tortura, científicamente economizada por nuestros académicos carniceros, es aplicada durante días, semanas y hasta meses enteros a las fibras de una misma víctima. Se emplean todas y cada una de las variedades de armas; se verifican análisis ante un auditorio sin piedad; se divide el trabajo todas las mañanas entre diez aprendices a la vez, de los cuales uno trabaja en el ojo, otro en la pierna, el tercero en el cerebro, un cuarto sobre el tuétano; sus manos inexpertas han logrado, sin embargo, hacia la noche, después de un día de duro trabajo, poner al descubierto la totalidad de la carroña viviente que se les ha ordenado cincelar; la cual, por la tarde, es cuidadosamente guardada en la cueva, con objeto de que a las primeras horas de la mañana siguiente pueda trabajarse de nuevo sobre ella, con tal que le haya quedado a la víctima tan sólo un soplo de sensibilidad y de vida. Sabemos que los comisionados de la ley Grammont han tratado de rebelarse contra esta abominación; pero París se ha mostrado más inexorable que Londres y Glasgow”.
Y sin embargo estos caballeros se jactan del gran objeto que se proponen, y de los grandes secretos descubiertos por ellos. “¡Horror y embustes! –exclama el mismo autor– En materia de secretos, excepto unas pocas localizaciones de facultades y de movimientos cerebrales, sólo conocemos un secreto que de derecho les pertenezca: el secreto de la tortura prolongada, al lado de la cual la terrible ley de autofagia, los horrores de las guerras, las alegres matanzas de la caza y los sufrimientos del animal bajo el cuchillo del carnicero, vienen a ser nada ¡Gloria a nuestros hombres de ciencia! Ellos han sobrepujado a todas las anteriores formas de tortura, y son ahora y seguirán siendo de un modo absoluto e incontestable, los reyes de la angustia artificial y de la desesperación”(1).
La razón invocada para despedazar, matar y hasta para torturar legalmente a los animales, como se hace en la vivisección, es un versículo o dos de la Biblia; y su mal digerida significación, desfigurada por el llamado escolasticismo, representado por Tomás de Aquino. Hasta el mismo De Mirville, el ardiente defensor de los derechos de la iglesia, llama a semejantes textos: “Bíblicas tolerancias, arrancadas por fuerza a Dios, después del Diluvio, como muchas otras, y basadas en la decadencia de nuestra fuerza”. Sea como quiera, semejantes textos se encuentran grandemente contradichos por otros en la misma Biblia. El comedor de carne, el cazador y hasta el vivisector, si es que entre estos últimos hay quien crea en una creación especial y en la Biblia, citan generalmente para su justificación aquel versículo del Génesis, en el cual Dios da al dual Adán “dominio sobre peces, aves, ganados y sobre todas las cosas vivientes que se mueven sobre la Tierra” (Cap. I, v.28); de aquí, según lo entienden los cristianos, el poder de vida y muerte sobre todos los animales en el globo. A esto, los brahmanes y budistas, mucho más filosóficos, pueden contestar: “No es así. La evolución comienza a formar humanidades futuras en el seno de los planos inferiores de la existencia. Por lo tanto, matando a un animal, aunque sea un insecto, detenemos el progreso de una entidad hacia su meta final en la Naturaleza: el HOMBRE ”.Y el que esté versado en la Filosofía Oculta dirá Amén. Añadiendo a esto, que no solamente se retarda la evolución de aquella entidad, sino que además se detiene la de la próxima y más perfecta raza humana que debe surgir en lo futuro. ¿Quién de los dos contrarios tiene razón? ¿Cuál de ellos es más lógico? La contestación depende principalmente, por supuesto, de las creencias personales del tercero, escogido para decidir la cuestión. Si cree en una así llamada, creación especial, entonces, en contestación a la franca pregunta de “¿Por qué debe el homicidio ser considerado como el crimen más horrible contra Dios y la Naturaleza, y el asesinato de millones de criaturas vivientes mirado meramente como una diversión?” responderá: “Porque el hombre es creado conforme a la propia imagen de Dios, y mira hacia arriba, hacia su Creador, y al lugar de su nacimiento: el cielo (os homini sublime dedit). Al paso que la mirada del animal está fija en el lugar de su nacimiento, hacia abajo, en la Tierra”.
(Hasta aquí llega el video)
Porque Dios ha dicho: “Produzca la Tierra las criaturas vivientes según su naturaleza, ganado y cosas que se arrastran, y bestias de la Tierra, según su naturaleza” (Génesis, I, 24 ). Y además, porque el hombre se halla dotado de un Alma inmortal, y el mudo bruto no goza de inmortalidad alguna, ni siquiera de una corta supervivencia después de la muerte.
Ahora bien, a esto podría contestar cualquiera que raciocine sin sofismas, que si la Biblia es para nosotros la autoridad en esta materia, no hay razón alguna para que se asigne al hombre como lugar de nacimiento el cielo y no se haga así con la última de las cosas que se arrastran; pues, por el contrario, encontramos en el Génesis que si Dios creó “al hombre ” y “le ” bendijo (Cap. I, v.27 –28), también creó “grandes ballenas”, y “las bendijo”, (21–22). Además,“el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra ” (11, 7), y el polvo es con toda seguridad, tierra pulverizada. Salomón, el rey y orador, es indudablemente una autoridad, y por todo el mundo es cosa corriente, que fue el más sabio de todos los sabios bíblicos; el cual sienta una serie de verdades en el Eclesiastés (Cap. III) que deberían haber zanjado de una vez todas las disputas acerca del asunto. “Los hijos de los hombres … con hacer ver que son parecidos a las bestias ” (v.18)… “pues como el hombre muere, así mueren ellas (las bestias)… y el hombre, después del pecado, no tiene ninguna exención sobre la bestia ” (v.19)… “y todo va a parar a un mismo lugar … y en tierra igualmente o polvo vuelven a parar ” (v.20)… “¿Quién ha visto si el alma de los hijos de Adán sube hacia arriba y el alma de los brutos cae hacia abajo? (v .21) ¡En verdad, quién es el que sabe! De todos modos, no es la ciencia ni “escuela teológica alguna”.
Si el objeto de estas líneas fuera predicar vegetarianismo, apoyándose en la autoridad de la Biblia o de los Vedas, sería el hacerlo una tarea muy fácil. Porque es completamente cierto que Dios dio al dual Adán, “el macho–hembra” del Cap. I del Génesis (el cual tiene muy poco que ver con nuestro débil antecesor del Cap. II), “dominio sobre toda cosa viviente”; sin embargo, en ninguna parte encontramos que el Señor Dios haya mandado a aquel Adán ni al otro devorar a la creación animal o destruirla por pasatiempo. Todo lo contrario: porque indicando el reino vegetal y el “fruto de un árbol produciendo semilla”, Dios dice muy claramente: “a vosotros (hombres) aquello servirá para alimento” (I,29).
Tan viva era la percepción de esta verdad entre los cristianos primitivos, que durante los primeros siglos, jamás tocaban la carne. En Octavio, Tertuliano escribe a Minucio Félix: “A nosotros no se nos permite ni presenciar, ni aun siquiera oír el relato de un homicidio; nosotros, los cristianos, que rehusamos probar platos en los cuales pueda haber sido mezclada sangre animal”.
Pero no se trata de predicar vegetarianismo, sino de defender simplemente los derechos animales, intentando demostrar la falacia de despreciar estos derechos fundándose en la autoridad bíblica. Además, el discutir con aquellos que razonan apoyándose en interpretaciones erróneas sería por completo inútil. El que desecha la doctrina de la evolución encontrará siempre su camino lleno de dificultades; por lo tanto, jamás querrá admitir que está mucho más conforme con los hechos y con la lógica el considerar al hombre físico como el reconocido modelo de los animales, y al Ego espiritual que le anima como un principio intermedio entre el alma del animal y la Divinidad. En vano sería decirle que a menos de que acepte no sólo los versos citados para su justificación, sino también la Biblia entera, explicada a la luz de la Filosofía Esotérica –la cual reconcilia todas las contradicciones y absurdos aparentes de aquélla– jamás obtendrá la clave de la Verdad; pues no querrá creer en ella. Sin embargo, la Biblia toda rebosa caridad para con los hombres y compasión y amor hacia los animales.
El texto original hebreo del capítulo XXIV del Levítico está lleno de ello. Los versículos 17 y 18, según están traducidos en la Biblia, dicen: “Y el que mate un animal ha de restituirlo, animal por animal”; el original dice: “vida por vida”, o más bien “alma por alma”, nephesh tachat nephesh(2). Y si el rigor de la ley no llegaba hasta el punto de matar, como en Esparta, el alma de un hombre, por el alma de un animal, sin embargo, se imponía al culpable un severo castigo.
Pero esto no era todo. En el Éxodo (Cap. XX,10 y Cap. XXIII, 12 y siguientes), el reposo durante el día del sábado se extendía al ganado y a todo otro animal:“El séptimo día es el sábado … no harás ningún trabajo, ni tú ni tu ganado; y el año sabático dejarás al campo descansar y permanecer tranquilo … para que tu buey y tu asno puedan reposar ”(3) –Mandato– que, si algo significa, demuestra que hasta la creación bruta no estaba excluida por los antiguos hebreos de una participación en el culto de su deidad, y que era colocada en muchas ocasiones a la par del hombre mismo. La cuestión depende por completo de la idea errónea de que Alma –nephesh– es enteramente distinta de Espíritu –ruach–. Y sin embargo, claramente sentado está que Dios sopló en las narices (del hombre)el aliento de Vida, y el hombre vino a ser un Alma viviente –nephesh– ni más ni menos que un animal, porque el alma de un animal es también llamada nephesh. El Alma se convierte en Espíritu por desenvolvimiento, siendo ambos los peldaños inferior y superior de una misma escala, cuya base es el ALMA UNIVERSAL o Espíritu.
Esta afirmación sorprenderá a las buenas gentes que, aun queriendo mucho a sus gatos y perros, están todavía demasiado apegados a las enseñanzas de sus respectivas iglesias, para que puedan admitir semejante herejía. “¡El alma irracional de un perro o de una rana, divina e inmortal como lo son nuestras almas!”, exclamarán a buen seguro. Pero así son. Y no es la humilde escritora del presente artículo quien lo dice; es uno que para todo buen cristiano debe ser una autoridad; es aquel rey de predicadores , es San Pablo.
Nuestros adversarios, que con tanta indignación se niegan a oír los argumentos de la ciencia moderna o de la esotérica, quizás prestarán un oído más benévolo a lo que su propio santo y apóstol dice sobre la materia. Y la verdadera interpretación de sus palabras será dada también no por un teósofo, ni por enemigo alguno, sino por un cristiano tan bueno y piadoso como cualquiera; en una palabra, por otro santo, Juan Crisóstomo, el que explicó y comentó las epístolas paulinas, y el que es tenido en la mayor reverencia por los teólogos de ambas iglesias, la Católica Romana y la Protestante. Los cristianos han visto ya que la ciencia experimental no está de su parte; pueden todavía recibir una sorpresa mucho más desagradable al encontrarse con que ningún indo podría abogar con más ardor en pro de la vida animal de lo que lo hacía San Pablo al escribir a los Romanos. Los indos, a decir verdad, piden compasión para el mundo de los brutos, únicamente por razón de la doctrina de la trasmigración, y por consiguiente, por la identidad del principio o elemento que a ambos, al hombre y al bruto, anima. San Pablo va más allá: muestra al animal “esperando y viviendo en la expectación de la misma liberación de los lazos de la corrupción”, corno cualquier buen cristiano. Las expresiones precisas del gran apóstol y filósofo serán citadas más adelante en el presente trabajo, y se demostrará su verdadero sentido.
El hecho de que tantos intérpretes, Padres de la Iglesia y escolásticos hayan procurado eludir la verdadera significación de las palabras de San Pablo, no prueba nada en contra de su sentido íntimo, sino más bien contra la sinceridad de los teólogos, cuya inconsecuencia será demostrada con tal motivo; a pesar de lo cual, habrá quien defienda sus proposiciones, por erróneas que sean, hasta el último extremo. Otros, reconociendo su equivocación primera, ofrecerán al pobre animal, corno Cornelio Lápide, categoría de honorable. Especulando, al tratar de la parte consignada por la Naturaleza a la creación bruta en el gran drama de la vida, dice: “El objeto de todas las criaturas es el servicio del hombre”. De aquí, juntamente con él (su dueño), están esperando su renovación: cum homine renovationem suam expectant(4). El servir al hombre no puede, seguramente, significar el ser atormentados, muertos, inútilmente cazados y maltratados; al paso, es casi innecesario explicar la palabra renovación.
Comprenden por ella los cristianos la renovación de los cuerpos después de la segunda venida de Cristo y la limitan al hombre con exclusión de los animales. Los estudiantes de la Doctrina Secreta la explican por la sucesiva renovación y perfección de formas en la escala de la existencia objetiva y subjetiva; y durante una larga serie de transformaciones evolutivas del animal al hombre y hacia arriba …
Esto será por supuesto rechazado con indignación por los cristianos. Se nos dirá que no es así como la Biblia les ha sido explicada, y que no puede tener semejante significado. Es inútil insistir acerca de lo mismo. Muchas y tristes en sus resultados han sido las erróneas interpretaciones de lo que la gente ha tenido a bien llamar la “Palabra de Dios”. La sentencia: “Maldito sea Canaán: un siervo de siervos será para sus hermanos” (Génesis, IX, 25) ha dado origen a siglos de miseria e inmerecida angustia para los infelices esclavos negros. El clero de los Estados Unidos fue su más violento enemigo cuando surgió la cuestión antiesclavista, oponiéndose con la Biblia en la mano. Y sin embargo está demostrado que la esclavitud ha sido la causa de la decadencia natural de todos los países. Y la misma orgullosa Roma cayó, como Geyer justamente observa, porque “en el antiguo mundo la mayoría de los hombres eran esclavos”. Pero tan terriblemente imbuidos han estado en todo tiempo los mejores y más inteligentes cristianos de estas erróneas interpretaciones de la Biblia, que hasta uno de sus más grandes poetas, al tiempo que defendía el derecho del hombre a la libertad, no concede participación alguna en la misma al pobre animal. “Dios nos dio sólo a nosotros, sobre el animal, pez y ave, dominio absoluto. Aquel derecho lo poseemos nosotros por su donación. Pero al hombre de el hombre no hizo señor. Título tal para sí mismo reservado, al humano dejó libre del humano.” dice Milton.
Pero como sucede en el caso del crimen, el error debe aparecer, y la incongruencia debe inevitablemente mostrarse siempre que se sostienen conclusiones erróneas, ya en contra, ya en favor de una cuestión preconcebida. Los adversarios del filozoísmo oriental ofrecen así a sus críticos un arma formidable para destruir sus más hábiles argumentos, gracias a tal incongruencia entre premisas y conclusiones, entre los hechos presupuestos y las deducciones sacadas de los mismos.
El objeto de este ensayo es lanzar un rayo de luz sobre este asunto tan serio como interesante. Los escritores católico–romanos, al sostener la legitimidad de las muchas resurrecciones milagrosas de animales verificadas por sus santos, han hecho de ellas materia de interminables debates. El “alma de los animales” es, en opinión de Bossuet, “la más difícil y la más importante de todas las cuestiones filosóficas”.
Puesta en parangón con la doctrina de la iglesia de que los animales, aunque sin carecer de alma, no la tienen permanente o inmortal, y que el principio que les anima muere con el cuerpo, se hace interesante el averiguar cómo los escolásticos y teólogos de la Iglesia reconcilian esta afirmación con aquella otra de que los animales pueden ser y han sido con frecuencia milagrosamente resucitados.
Haciendo ver la inconsecuencia de las interpretaciones escolásticas y teológicas de la Biblia, me propongo en este ensayo, que es sólo una ligera tentativa, –Pues otra cosa exigiría algunos volúmenes– el convencer a las gentes de la gran criminalidad del hecho de arrebatar la vida a los animales, especialmente en la caza y la vivisección. Y de todos modos, mi objeto es hacer ver que, por absurda que sea la noción de que así el hombre como el bruto pueden ser resucitados después de que el principio de vida se ha escapado del cuerpo para siempre, semejantes resurrecciones, si fuesen ciertas, no serían mas imposibles en el caso de una bestia que en el de un hombre; porque o bien ambos están dotados por la Naturaleza de lo que en términos generales se llama alma, o bien ni uno ni otro poseen semejante cosa.
Capítulo II
“¡Qué quimera es el hombre! ¡Qué confuso caos, qué materia de contradicción! ¡Juez declarado de todas las cosas y sin embargo un débil gusano de la tierra! ¡El principal depositario y guardián de la Verdad y sin embargo un mero conjunto de incertidumbres! ¡La gloria y el escándalo del Universo!”. Pascal.
Veamos ahora cuáles son las opiniones de la iglesia Cristiana respecto a la naturaleza del alma del animal; cómo reconcilia la discrepancia entre la resurrección de un animal y la suposición de que el alma muere con él, y a este propósito daremos noticia de algunos milagros relacionados con animales. Antes de dar el golpe final y decisivo a la doctrina egoísta, que llega al último extremo con las crueles y despiadadas prácticas usadas con los pobres animales, debe enterarse el lector de las primeras dudas de los mismos Padres de la iglesia, por lo que se refiere a la debida interpretación de las palabras de San Pablo, relativas a esta cuestión.
Es divertido observar cómo el Karma de los dos defensores más infatigables de la iglesia Latina, Mrs. Des Mousseaux y De Mirville, en cuyas obras se encuentran los pocos milagros aquí citados, les ha conducido a proporcionar las armas empleadas en la actualidad en contra de sus propias opiniones, muy sinceras, pero también muy erróneas(5). Como el gran combate del porvenir debe librarse entre los creacionistas de una parte, o sea los cristianos y todos los que sostengan una creación especial y un dios personal, y los evolucionistas de otra, o sea, los brahmanistas, budistas, librepensadores, y, por fin, los más de los hombres de ciencia, será conveniente hacer una recapitulación de sus posiciones respectivas.
1. El mundo cristiano supone tener derecho sobre la vida animal, fundándose: (a) en los textos bíblicos anteriormente citados, y en las últimas interpretaciones escolásticas; (b) en la ausencia de todo lo que se parezca a un alma divina o humana en los animales. El hombre sobrevive a la muerte, el bruto, no.
1. Los evolucionistas orientales, fundando sus deducciones en sus grandes sistemas filosóficos, sostienen que es un atentado contra la obra de la Naturaleza y el progreso el matar a cualquier ser viviente, por las razones indicadas en las páginas precedentes.
1. Los evolucionistas occidentales, armados de los últimos descubrimientos científicos, no oyen ni a cristianos ni a paganos. Algunos hombres de ciencia creen en la evolución, otros no. Unos y otros convienen, sin embargo, en un punto, a saber: que las investigaciones físicas y exactas no dan motivo alguno para presumir que el hombre esté dotado de un Alma inmortal y divina más que un perro.
Así es que, mientras los evolucionistas asiáticos se conducen respecto de los animales de una manera consecuente con sus opiniones científicas y religiosas, ni la iglesia ni la escuela científica materialista son lógicas en la aplicación práctica de sus teorías respectivas. La primera, enseñando que cada una de las cosas vivientes es creada sola y especialmente por Dios, como puede serlo cualquier niño, y que se encuentra desde el nacimiento hasta la muerte bajo el ojo vigilante de una sabia y bondadosa Providencia, concede a la creación inferior solamente un alma temporal. La segunda, considerando tanto al hombre como al animal como producción inanimada de algunas, hasta ahora no descubiertas, fuerzas de la Naturaleza, establece, sin embargo, un abismo entre ambos.
Un hombre de ciencia, el más determinado materialista, aquel que con la mayor sangre fría procede a ejecutar la vivisección de un animal, se estremecerá ante el pensamiento de mutilar, y no digamos nada de atormentar hasta la muerte, a un semejante suyo. Y tampoco se encuentra entre estos grandes materialistas ninguno que, mostrándose consecuente y lógico consigo mismo, se haya dedicado a definir el verdadero estado moral del animal en esta tierra, y los derechos del hombre sobre él.
Citaremos algunos ejemplos para probar los cargos hechos. Dirigiéndonos a inteligencias serias y cultas, debe suponerse que las opiniones de las distintas autoridades aquí aludidas, no son extrañas al lector. Bastará, por lo tanto, hacer breve resumen de algunas de las conclusiones a que han llegado, empezando por los eclesiásticos.
Como ya se ha dicho, la Iglesia exige que se crea en los milagros hechos por sus grandes santos. Entre los distintos prodigios verificados escogeremos ahora solamente los que de un modo directo se relacionan con nuestro asunto, a saber: las milagrosas resurrecciones de animales. Ahora bien; el que concede al hombre un Alma inmortal independiente del cuerpo que anima, puede fácilmente creer que por medio de algún milagro divino, puede el alma ser vuelta a llamar y obligada a entrar de nuevo en el tabernáculo que aparentemente abandonara para siempre. Pero ¿Cómo podrá aceptar la misma posibilidad en el caso de un animal, desde el momento en que su fe le enseña que el animal no tiene alma ninguna independiente, desde el momento en que le dice que es aniquilada con el cuerpo? Porque durante algunos centenares de años, desde Tomás de Aquino, la iglesia ha enseñado autoritariamente que el alma del bruto muere con su organismo ¿Qué es, pues, lo que es atraído de nuevo a la arcilla para reanimarla? En este punto entra el escolasticismo, y tomando en sus manos la dificultad, reconcilia lo irreconciliable.
Comienza sentando como premisa, que los milagros de la resurrección de animales son innumerables, y también probados y auténticos como “la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo”(6). Los bolandistas citan un sinnúmero de ejemplos.
Y el Padre Burigny, un hagiógrafo del siglo XVII, observa placenteramente, con referencia a las avutardas resucitadas por St. Remi: “Se me puede decir, sin duda alguna, que soy un ganso por dar crédito a tales ‘cuentos azules’.Contestaré al que se burle diciendo que, si niega este punto, debe también borrar de la vida de San Isidoro de España la afirmación de que resucitó al caballo de su amo; de la biografía de San Nicolás de Tolentino, que devolvió la vida a una perdiz, en lugar de comérsela; de la de San Francisco, que arrebató a los carbones ardientes de un horno, por los cuales se hallaba rodeado, el cuerpo de un cordero, que resucitó inmediatamente; y que hizo también nadar en su salsa a peces cocidos, a los cuales resucitó, etc., etc. Sobretodo, el escéptico tendrá que recusar a más de 100.000 testigos de vista –entre los cuales, por lo menos, hay que considerar a unos pocos con sentido común– por ser unos embusteros o por haber sido engañados”.
Una autoridad mucho mayor que la del Padre Burigny, a saber, el Papa Benedicto XIV, corrobora y afirma la evidencia anterior. Además, los nombres de los testigos presenciales de las resurrecciones de San Silvestre, San Francisco de Paula, Severino de Cracovia y de otros muchos, están todos mencionados por los bolandistas.“El (Benedicto XIV) añade únicamente –dice el Cardenal de Ventura que le cita– que como quiera que sea, para que la resurrección merezca el nombre de tal, requiere la idéntica y numérica reproducción de la forma”(7), tanto como la del material de la criatura muerta y que como aquella forma (o alma) del bruto es siempre aniquilada con su cuerpo, según la doctrina de Sto. Tomás, Dios, en cada uno de semejantes casos, se ve obligado a crear, con motivo del milagro, una nueva forma para el animal resucitado. De lo que se deduce que el bruto resucitado no era completamente idéntico a lo que había sido antes de su muerte (nonidem omnino esse) (8).
Ahora bien: esto presenta un aspecto tan terrible como una de las Mayas de la Magia. Como quiera que sea, aunque la dificultad no se explica en absoluto, se saca en claro lo siguiente: el principio que ha animado al animal durante su vida, y que es llamado alma, se ha disipado después de la muerte del cuerpo; y Dios entonces, con ocasión de un milagro, crea otra alma, una especie de alma informal, como el Papa y el Cardenal nos dicen: un alma que, además es distinta de la del hombre, la cual es una entidad independiente, etérea y eterna.
Además de la objeción natural que surge contra el nombre de milagro aplicado a semejante procedimiento puesto en práctica por un santo (pues es simplemente Dios quien detrás de aquél crea, para su glorificación, un alma enteramente nueva, lo mismo que hace con un nuevo cuerpo) la totalidad de la doctrina tomística es completamente refutable. Porque, como Descartes observa con mucha razón: “Si el alma del animal es tan distinta (por su inmaterialidad) de su cuerpo, será apenas posible dejar de reconocerla como un principio espiritual, y por tanto, un principio inteligente”.
No es necesario recordar al lector que Descartes consideraba al animal viviente sólo como un autómata. “Un reloj bien construido, con su cuerda”, según Malebranche. Por lo tanto, el que acepte la teoría cartesiana cerca del animal tiene que admitir al mismo tiempo las opiniones de los materialistas modernos. Porque, desde el momento en que un autómata es capaz de sentimientos tales como el amor, la gratitud, etc., y está dotado sin ningún género de duda de memoria, todos estos atributos deben ser –como el materialismo enseña– propiedades de la materia. Pero si el animal es un autómata, ¿Por qué no lo es el hombre? Las ciencias exactas, la anatomía, la fisiología, etc., etc., no encuentran la menor diferencia entre los cuerpos de ambos y ¿Quién sabe –pregunta Salomón con justicia– si el Espíritu del hombre ha ido hacia arriba algo más de lo que ha ido el del animal? Así pues, encontramos al metafísico Descartes tan inconsecuente como cualquiera.
Pero, ¿Qué dice Sto. Tomás a todo esto? Concediendo un alma (ánima) al bruto, y declarándola inmaterial, le niega al mismo tiempo la calificación de espiritual. Porque, dice: “En tal caso implicaría inteligencia, una virtud y una operación especial que está reservada únicamente para el Alma humana”. Mas, como en el IV Concilio de Letrán se decidió que Dios ha creado dos substancias distintas, la corpórea (mundanam) y la espiritual (spiritualem) y que lo que es incorpóreo debe ser necesariamente espiritual, Sto. Tomás tuvo que recurrir a una especie de arreglo que únicamente puede librarse de ser llamado subterfugio por ser un santo el que lo emplea. Y así dice: “Esta alma del bruto no es ni Espíritu, ni cuerpo: es de una naturaleza media”(9). Es ésta una aserción muy desdichada, puesto que, en otra parte, Sto. Tomás, dice: “que todas las almas, hasta las de las plantas, tienen la forma substancial de sus cuerpos”. Y si esto es cierto, en cuanto a las plantas, ¿Por qué no lo es en lo referente a los animales? No están constituidos ciertamente ni por “Espíritu”, ni por pura materia, sino por aquella esencia a la cual llama Sto. Tomás “una naturaleza media”. Pero,¿Por qué una vez en el camino recto se niega la supervivencia, aun prescindiendo de la inmortalidad? La contradicción es tan flagrante que De Mirville, desesperado, exclamaba: “¡Aquí nos encontramos en presencia de tres substancias en lugar de dos, según decretó el Concilio Lateratiense!”, y procede en seguida a contradecir, en todo lo que Se atreve, al Angélico Doctor.
El gran Bossuet, en su Traité de la Connaissance de Dieu et de soi même, analiza el sistema de Descartes y lo compara con el de Sto. Tomás. Nadie puede criticarle por preferir a Descartes en materia de lógica. El encuentra que la “invención cartesiana de un autómata salva mejor la dificultad que la de Sto. Tomás”, aceptada por completo por la Iglesia Católica; por lo cual, el Padre Ventura se siente indignado contra Bossuet por “aceptar un error tan miserable y pueril”. Y aunque concediendo a los animales un alma con todas sus cualidades de afección y sentido, fiel a su maestro Sto. Tomás, les niega también inteligencia y poderes de raciocinio. “Bossuet –dice – es culpable en el más alto grado, desde el momento en que él mismo dijo: Yo preveo que se está preparando una gran guerra contra la iglesia bajo el nombre de Filosofía Cartesiana”. Tiene razón en esto el Padre Ventura, porque de la materia sensible del cerebro del animal procede, de un modo completamente natural la materia pensante de Locke, y de ésta última todas las escuelas materialistas de nuestro siglo. Pero en lo que él fracasa es en sostener la doctrina de Sto. Tomás, la cual se encuentra llena de errores y de contradicciones evidentes. Porque si el alma del animal es, como enseña la iglesia Romana, un principio informal e inmaterial, entonces es evidente que, siendo independiente del organismo físico, no puede morir con el animal, ni más ni menos de lo que sucede al hombre. Si convenimos en que subsiste y sobrevive, ¿En qué aspecto difiere del Alma humana? Pero también es eterna, si admitimos la autoridad de Sto. Tomás en algún asunto, aunque en otro lugar se contradiga. “El Alma del hombre es inmortal, y el alma del animal perece.” (Summa, vol. V, pág. 164). Dice esto después de haber preguntado en el vol. II de la misma obra (pág. 256): “¿Existen algunos seres que vuelvan a la nada?”, y de haberse contestado a sí mismo: “No; porque en el Eclesiastés se dice (III, 14): “Todo lo que Dios ha hecho, existirá por siempre ”. “En Dios no existe variabilidad ninguna” (Santiago, I, 17). Por lo tanto –continúa Sto. Tomás– ni en el orden natural de las cosas, ni por medio de milagros, existe criatura alguna que vuelva a la nada (que sea aniquilada): nada existe en la criatura que sea aniquilado, porque lo que manifiesta con el mayor resplandor la bondad divina es la perpetua conservación de las criaturas”(10). Esta sentencia está comentada y confirmada en la anotación, por el Abate Drioux, su traductor. “No, –observa– nada es aniquilado; este es un principio que se ha convertido para la ciencia moderna en una especie de axioma”.
Y si es así, ¿Por qué ha de haber una excepción a esta regla invariable de la Naturaleza, reconocida por la ciencia y la teología, sólo para el alma de los animales? Y esto aun en el caso de que no tenga ninguna inteligencia, suposición que todo pensador imparcial evitará siempre hacer de buenas a primeras.
Veamos ahora, pasando de la filosofía escolástica a las ciencias naturales, cuáles son las objeciones del naturalista a que el animal posea un alma inteligente y, por lo tanto, independiente del mismo. “Cualquier cosa que piense, que comprenda, que obre, es algo celestial y divino; y teniendo esto en cuenta, debe necesariamente deducirse que es eterno”. Esto escribió Cicerón hace cerca de dos mil años. Nosotros debemos comprender bien a Mr. Huxley cuando contradice la conclusión de que Santo Tomás de Aquino, el rey de los metafísicos, creyó firmemente en los milagros de resurrección verificados por San Patricio(11). En realidad, cuando pretensiones tan tremendas como las que los dichos milagros suponen, son dadas a luz e impuestas por la Iglesia a la creencia de los fieles, los teólogos deberían por lo menos tener más cuidado de que sus autoridades más elevadas no estuvieran en contradicción unas con otras, demostrando así ignorancia acerca de cuestiones que, sin embargo, han sido convertidas en doctrinas.
El animal, pues, se encuentra limitado en su progreso e inmortalidad, porque es un autómata. Según Descartes, no tiene inteligencia ninguna, en lo que estaba de acuerdo con el escolasticismo de la Edad Media: no tiene más que instintos, que significan impulsos involuntarios, según afirman los materialistas y niega la iglesia.
Federico y Jorge Cuvier han discutido ampliamente, como quiera que sea, acerca de la inteligencia y del instinto de los animales(12). Sus ideas sobre el asunto han sido reunidas y publicadas por F. Conveur, el sabio Secretario de la Academia de Ciencias. He aquí lo que Federico Cuvier, Director durante treinta años del Departamento Zoológico y del Museo de Historia Natural en el Jardín des Plantes de París, escribe acerca de la cuestión: “Descartes estaba equivocado”: el error general consiste en que nunca se ha hecho la suficiente distinción entre la inteligencia y el instinto. El mismo Buffon cayó en esta omisión, y debido a ello, todo es contradictorio en su filosofía zoológica. Reconociendo en el animal una sensibilidad superior a la nuestra, así como la conciencia de su existencia real, le niega al mismo tiempo entendimiento, reflexión y memoria, y por consiguiente, toda posibilidad de tener pensamientos.” (Buffon. Discurso acerca de la naturaleza de los Animales, VII, pág. 57).
Pero como era difícil detenerse aquí, admitió que el animal posee una especie de memoria activa, extensiva y más fiel que nuestra memoria humana. (Id., id., pág. 77). También, después de haberle negado todo grado de inteligencia, admite sin embargo que el animal consulta a sus amos, interrogándoles, y comprendiendo perfectamente las señales de su voluntad. (Id. id., vol. X, Historia del Perro, pág.2). Difícilmente podrá esperarse de un gran hombre de ciencia una serie más magnífica de afirmaciones contradictorias. El ilustre Cuvier tiene razón, por lo tanto, al observar a su vez que “este nuevo mecanismo de Buffon es menos inteligible todavía que el autómata de Descartes”(13). Según observa el crítico, la línea de demarcación debe trazarse entre el instinto y la inteligencia. La construcción de colmenas por las abejas y la construcción de diques por los castores, en el terreno seco las primeras, y en la corriente de las aguas los segundos, son actos y efectos del instinto, por siempre inmutables y jamás modificados; mientras que los actos de la inteligencia deben buscarse en acciones evidentemente pensadas por el animal, en las que entra en juego, no el instinto, sino la razón, evocada por la educación y por el proceso de desarrollo que la hace susceptible de perfección y desenvolvimiento. El hombre está dotado de razón, el niño, de instinto, y el animal joven da más señales que el niño de poseer ambas cosas.
A decir verdad, todos los que discuten este problema saben tan bien como nosotros que así es. Si los materialistas se niegan a confesarlo, es por orgullo. Negando el alma, tanto al hombre como al animal, no quieren admitir que este último se halle dotado de inteligencia como ellos mismos, aunque en un grado infinitamente menor. A su vez, el clérigo, el naturalista que siente inclinaciones religiosas y el moderno metafísico, se resisten a confesar que así el hombre como el animal estén dotados de alma y de facultades que, aunque no sean iguales en desarrollo y en perfección, sean por lo menos lo mismo en nombre y en esencia. Todos ellos saben, o deben saber, que el instinto y la inteligencia son dos facultades del todo opuestas en su naturaleza, dos enemigos siempre enfrente uno de otro y en conflicto constante. Y si no quieren admitir dos almas o principios, tienen que reconocer, de todos modos, la presencia en el alma de dos potencias, cada una de las cuales tiene un lugar diferente en el cerebro –y por cierto bien conocido por ellos–desde el momento en que pueden aislarlas alternativamente, y destruirlas temporalmente, según el órgano o porción de órganos que atormenten en sus terribles vivisecciones. Es más que humano orgullo lo que hizo decir a Pope: “Pregunta con qué objeto los cuerpos celestes brillan y para quién sirve la Tierra. El orgullo contesta: ¡Es para mí.
Para mí la Naturaleza bondadosa despierta su ingénito poder, hace brotar todas las hierbas y despliega todas las flores. Para mí producen las minas tesoros a millares. Para mí de mil fuentes brota la salud. Muévense los mares para transportarme, y los soles brillan para darme luz. La Tierra es mi trono; mi dosel los cielos!”. El mismo orgullo inconsciente hizo pronunciar a Buffon sus paradójicas observaciones referentes a la diferencia entre el hombre y el animal. “La diferencia consiste en la ausencia de reflexión, porque el animal –dice– no siente lo que siente el hombre” ¿Cómo lo sabe Buffon? “El no piensa lo que piensa”, añade, después de haber dicho al auditorio que el animal recuerda y con frecuencia delibera, compara y escoge(14) ¿Quién ha pretendido jamás que una vaca o un perro pudiesen ser ideólogos? Pero el animal puede pensar, y saber que piensa; y tanto más vivamente, cuanto que no puede hablar y expresar sus pensamientos. Pero ¿Cómo pueden saberlo Buffon ni otro cualquiera? Sea de esto lo que fuere, una cosa está demostrada sin embargo por las observaciones exactas de los naturalistas; y es que el animal se halla dotado de inteligencia. Establecido esto, no tenemos más que repetir la definición que de la inteligencia da Tomás de Aquino: “la prerrogativa del Alma inmortal del hombre”, y ver si lo mismo corresponde al animal.
Pero podemos demostrar a la verdadera filosofía cristiana que el cristianismo primitivo no predicó jamás tan atroces doctrinas, las cuales fueron causa de que se apartaran tantos hombres de los mejores Y de más elevada inteligencia, de las enseñanzas de Cristo y de sus discípulos.
Capítulo III
“¡Oh, Filosofía.Tú, guía de la vida y descubridora de la virtud!”. Cicerón.
“La filosofía es una modesta profesión; toda ella es realidad y franqueza. Yo aborrezco la solemnidad y las pretensiones, que sólo orgullo contienen en el fondo.” Plinio.
Según las enseñanzas teológicas, el destino del hombre, ya sea brutal y parecido a una bestia, ya sea un santo, es la inmortalidad ¿Y cuál es el destino futuro de las innumerables huestes del reino animal? Varios escritores católico–romanos, el Cardenal Ventura, el Conde de Maistre y otros muchos, nos dicen que “el alma animal es una fuerza”. “Bien establecido está que el alma del animal –dice su eco– fue producida por la tierra, pues esto es bíblico. Todas las almas vivientes y movientes (nephesh , o principio de vida) proceden de la Tierra; pero compréndaseme bien: no solamente del polvo, del cual sus cuerpos, lo mismo que los nuestros, fueron hechos, sino además del poder y potencia de la Tierra, o sea de su fuerza inmaterial. Pues todas las fuerzas … las del mar, las del aire, etc.,etc.,son aquellas Potestades Elementarias (principautés élementaires) de las cuales hemos hablado en otra parte”(15). Lo que el Marqués de Mirville entiende por la expresión subrayada, es que cada Elemento en la Naturaleza, es un dominio lleno de sus respectivos e invisibles espíritus, y gobernado por ellos. Los kabalistas occidentales y los rosacruces los han llamado sílfides, ondinas, salamandras y gnomos; los místicos cristianos, como de Mirville, les dan nombres hebreos, clasificándolos entre las varias especies de demonios al mando de Satán. Con el permiso de Dios, por supuesto. (19).
También se rebela contra la decisión de Sto. Tomás, el cual enseña que el alma animal es destruida con el cuerpo. “Es una fuerza –dice– lo que se nos pide que aniquilemos: la fuerza más substancial de la Tierra, llamada alma animal” (16). La cual, según el Rvdo. Padre Ventura, es “el alma más respetable después de la del hombre.”. La había llamado justamente una fuerza inmaterial, y ahora él mismo dice “que es la cosa más substancial de la Tierra” (17). ¿Pero qué es esta fuerza? Jorge Cuvier y Flourens, el académico, nos dicen su secreto: “La forma o la fuerza de los cuerpos (téngase presente que forma significa alma en este caso) –escribe el primero– es para ellos más especial que la materia, desde el momento en que ésta (sin ser destruida en su esencia) cambia constantemente, mientras que la forma prevalece eternamente”. A esto observa Flourens: “en todo lo que tiene vida, la forma es más persistente que la materia; porque lo que constituye el SER del cuerpo viviente, es identidad y parecido, es su forma” (18). “Ser –como a su vez observa De Mirville– principio magistral, pacto filosófico de nuestra inmortalidad”(19). Debe inferirse que quiere indicarse bajo este término engañador el alma humana y animal. Yo sospecho que es más bien lo que nosotros llamamos la VIDA UNA.
Como quiera que sea, la filosofía, así la profana como la religiosa, corrobora esta afirmación, o sea que las dos almas, tanto del hombre como del animal, son idénticas. Leibnitz, el filósofo amado de Bossuet, parece dar crédito a la Resurrección Animal, hasta cierto punto. Siendo para él la muerte “simplemente una ocultación de la personalidad ”, la compara a la conservación de las ideas durante el sueño, o a la mariposa dentro de su crisálida. “Para él –dice De Mirville– la resurrección (20). es una ley general de la Naturaleza, llegando a ser un gran milagro cuando es verificada por un taumaturgo, sólo por razón de su carácter prematuro, de las circunstancias que la rodean y de la manera corno aquél la lleva a cabo”. En esto, Leibnitz es un verdadero ocultista, sin sospecharlo. El desarrollo y florecimiento de una planta en cinco minutos, en lugar de varias semanas, y la germinación forzada y crecimiento de las plantas, animales y hombres, son hechos conservados en los anales de los ocultistas. Son milagros únicamente en apariencia: las fuerzas productoras naturales obran con una intensidad mil veces mayor, por virtud de condiciones excitadas con arreglo a leyes ocultas, conocidas del iniciado. El rápido y anormal crecimiento se efectúa por las fuerzas de la Naturaleza, ya ciegas, ya adscritas a inteligencias menores, sujetas al poder oculto del hombre y dirigidas para que operen colectivamente en el desenvolvimiento de lo que se quiere hacer surgir del seno de sus elementos caóticos.
Pero ¿Por qué llamar al uno un milagro divino, y al otro un subterfugio satánico, o sencillamente una treta fraudulenta?. Sin embargo, como verdadero filósofo, Leibnitz se ve obligado, en esta peligrosa cuestión de la resurrección de los muertos, a incluir en ella a todo el reino animal en su gran síntesis. Y a decir: “Creo que las almas de los animales son imperecederas … y considero que nada hay más a propósito para demostrar nuestra naturaleza inmortal”(21). Apoyando a Leibnitz, Dean, el Vicario de Middleton, publicó en 1748 dos pequeños volúmenes acerca de este asunto. Para resumir sus ideas, dice que “las Santas Escrituras indican en varios párrafos que los animales vivirán en una vida futura. Esta doctrina ha sido sostenida por varios Padres de la Iglesia. Enseñándonos la razón que los animales tienen un alma, nos dice al mismo tiempo que deben existir en algún estado futuro. En ninguna parte se encuentra sostenido el sistema de los que creen que Dios aniquila el alma del animal, y no tiene ningún fundamento sólido en si mismo”, etc. (22). Muchos de los hombres de ciencia del siglo pasado defendieron la hipótesis de Dean, declarándola en extremo probable, especialmente uno de ellos, el sabio teólogo protestante Charles Bonnet, de Ginebra. Ahora bien, este teólogo fue autor de una obra en extremo curiosa llamada por él Palingenesia(23), o el Nuevo Nacimiento, que tiene lugar, como procura demostrar, gracias a un germen invisible que existe en todo hombre. Y lo mismo que Leibnitz, no puede comprender por qué los animales han de excluirse de un sistema que con tal exclusión no sería una unidad, puesto que sistema significa una colección de leyes (24). “Los animales –escribe– son libros admirables en que el Creador ha reunido los más sorprendentes rasgos de su Soberana inteligencia. El anatómico tiene que estudiarlos con respeto, y aun el menos dotado del sentimiento delicado y razonador que caracteriza al hombre moral, jamás pensará, al hojear estas páginas, que está manejando fragmentos de pizarra o rompiendo guijarros. Jamás olvidará que todo cuanto vive y siente merece su compasión y piedad. Los hombres correrían el riesgo de comprometer sus sentimientos éticos, si se familiarizasen con los sufrimientos y con la sangre de los animales. Es esto una verdad tan evidente, que los gobiernos no deberían nunca perderla de vista. En cuanto a la hipótesis del automatismo, me sentiría inclinado a considerarla como una herejía filosófica, muy peligrosa para la sociedad, si no violase tan fuertemente el buen sentido y los sentimientos, hasta el punto de ser inofensiva, porque nunca será generalmente aceptada.
Por lo que hace al destino del animal, si mi hipótesis es justa, la Providencia le reserva las más grandes compensaciones en estados futuros …(25). Y para mí, su resurrección es la consecuencia de aquella alma o forma que necesariamente nos vemos obligados a concederles, porque siendo el alma una substancia simple, ni puede ser dividida, ni descompuesta, ni tampoco aniquilada. No puede eludirse esta deducción sin caer en el automatismo de Descartes; y entonces, del automatismo animal, forzosamente llegaríamos muy pronto al automatismo del hombre.” La escuela moderna de biólogos ha llegado a la teoría del hombre autómata; pero sus discípulos pueden ser abandonados a sus propios medios y conclusiones. Ahora solamente trato de la prueba final y absoluta de que los más filosóficos intérpretes de la Biblia –por desprovistos que hayan podido estar de más clara percepción respecto de otras cuestiones– no han negado jamás,,con la autoridad de aquel libro, un alma inmortal a los animales, para lo cual no han encontrado en dicho libro –y por lo que hace al Antiguo Testamento– más fundamento que para afirmar la existencia de un alma semejante en el hombre.
No hay más que leer ciertos versículos de Job y del Eclesiastés (III, 17 y sig., 22) para llegar a esta conclusión. La verdad del caso es que ni una sola palabra referente al estado futuro de unos y otros se encuentra allí. Pero si sólo se encuentra en el Antiguo Testamento una evidencia negativa, en lo que al alma inmortal de los animales se refiere, en el Nuevo se halla tan claramente afirmada como la del hombre mismo. Vamos a dar ahora la prueba definitiva en beneficio de los que se burlan del filozoísmo indo, de los que afirman su derecho a matar animales a su placer y capricho, de los que les niegan un alma inmortal. Al final del primer capítulo sobre este asunto, se hizo mención de San Pablo, como defensor de la inmortalidad de toda la creación animal. Afortunadamente, no es esta afirmación de aquellas que puedan ser menospreciadas por los cristianos como interpretaciones blasfemas y heréticas de la Santa Escritura, hechas por un grupo de ateos y librepensadores. De desear seria que todas las palabras profundamente sabias del Apóstol Pablo, que ante todo fue un iniciado, fuesen tan claramente comprendidas como los párrafos que se refieren a los animales. Porque entonces, como se hará ver, la indestructibilidad de la materia enseñada por la ciencia materialista, la Ley de la Evolución Eterna, tan agriamente negada por la iglesia, la omnipresencia de la VIDA UNA, o la unidad del ELEMENTO UNO, y su presencia en te da la extensión de la Naturaleza, según las enseñanzas de la Filosofía Esotérica y el sentido secreto de las observaciones de San Pablo a los Romanos (VIII, 18–23), quedaría demostrado, sin dudas ni cavilaciones, que son una misma cosa. Pues a decir verdad, ¿Qué otra cosa podía querer decir aquel gran personaje histórico, tan evidentemente imbuido por la filosofía neoplatónica de Alejandría, con las siguientes frases que transcribo con comentarios hechos a la luz del Ocultismo, para dar una idea más clara de mi tesis? El Apóstol sienta sus premisas diciendo (Romanos, VIII, 16, 17) que: “El mismo Espíritu (Paramâtmâ) da testimonio con nuestro Espíritu (Âtman) de que nosotros somos hijos de Dios” y “como tales hijos, sus herederos”, herederos, por supuesto, de la eternidad e indestructibilidad de la eterna o divina Esencia en nosotros. Después, nos dice que: “Los sufrimientos de los tiempos presentes no son dignos de compararse con la Gloria que ha de ser revelada” (v. 18). La Gloria, sostenemos nosotros, no es la Nueva Jerusalén, la simbólica representación del porvenir de las revelaciones kabalísticas de San Juan, sino los períodos Devachánicos y las series de nacimientos en las razas sucesivas, donde, después de cada nueva encarnación, nos hemos de encontrar nosotros mismos más elevados, tanto física como espiritualmente, y cuando por fin, todos nos hayamos convertido verdaderamente en Hijos de Dios al tiempo de la última Resurrección, ya la llamen las gentes Cristiana, ya Nirvánica, ya Parabráhmica, pues todas ellas son una y la misma. Porque a decir verdad: “La más ardiente expectación de la criatura es aguardar la manifestación de los Hilos de Dios” (v. 19). Por criatura, se quiere dar a entender aquí el animal, como se demostrará más adelante con la autoridad de San Juan Crisóstomo. Pero, ¿Quiénes son los Hijos de Dios, cuya manifestación anhela la creación entera? ¿Son los “Hijos de Dios” con quienes “Satán vino también” (véase Job I, 6), o los Siete Ángeles de la Revelación? ¿Se refieren a los cristianos únicamente o a los Hijos de Dios sobre toda la Tierra? (26). Tal manifestación está prometida al final de cada Manvantara (27) o periodo del mundo, por las escrituras de todas las grandes religiones; y excepto en la interpretación esotérica de todas ellas, en ninguna parte se encuentra con tanta claridad como en los Vedas. Pues en ellos se dice que al fin de cada Manvantara sobreviene el Pralaya o la destrucción del mundo, de los cuales uno sólo es conocido y esperado por los cristianos, y allí quedarán los Sishtas o restos, siete Rishis y un guerrero, y todas las semillas para la próxima “oleada humana de la siguiente Ronda” 28. Pero la cuestión que por el momento nos interesa no es determinar qué teoría es más correcta, si la hindú o la cristiana, sino demostrar que los brahmanes, al enseñar que las semillas de todas las criaturas son conservadas, a pesar de la destrucción total, periódica y temporal de todas las cosas visibles, juntamente con los Hijos de Dios o los Rishis que deben manifestarse a la humanidad futura, no dicen ni más ni menos de lo que San Pablo predicaba. Tanto éste como aquellos comprenden toda la vida animal en la esperanza de un nuevo nacimiento y en la renovación en un estado más perfecto, cuando todas las criaturas que ahora esperan gocen de la manifestación de los Hijos de Dios. Porque como San Pablo dice: “La misma (ipsa) criatura también debe ser libertada de la servidumbre de la corrupción”, lo que equivale a decir que el germen del alma animal indestructible, que no logra el Devachán mientras permanece en su estado elementario o animal, ingresará en una forma superior y seguirá adelante, juntamente con el hombre, debiendo progresar en estados y formas cada vez más elevados hasta el fin, “en la gloriosa libertad de los Hijos de Dios” (v. 21). Y esta gloriosa libertad únicamente puede ser alcanzada por medio de la evolución o progreso kármico de todas las criaturas. El animal mudo que ha evolucionado de la planta semi–sensible, se transforma por grados en hombre, Espíritu, Dios, y sucesivamente ad infinitum–. Pues dice San Pablo: “Nosotros sabemos (“nosotros’” los Iniciados), que toda la creación (omnis creatura o criatura en la Vulgata), gime y sufre los dolores del parto hasta ahora”(29) (v. 22).
Esto es decir claramente que el hombre y el animal sufren igualmente en la Tierra, en sus esfuerzos de evolución hacia la meta conforme a la ley kármica. Hasta ahora, significa hasta la Quinta Raza. Para declararlo mejor, el gran Iniciado cristiano, se explica diciendo: “No sólo ellos (los animales), sino también nosotros que gozamos de los primeros frutos del Espíritu, gemimos en nuestro íntimo ser, mientras esperamos la adopción, esto es: redimirnos de nuestro cuerpo.” (ver. 23).
Sí; nosotros los hombres, gozamos ya de los “primeros frutos del Espíritu”, o sea de la luz directa, de Parabrahman, que es nuestro Âtma o séptimo principio, lo cual debemos a la perfección de nuestro quinto principio (Manas), el cual está mucho menos desarrollado en los animales. Como compensación, sin embargo, su karma es mucho menos pesado que el nuestro. Pero ésta no es una razón para que no hayan de alcanzar también en su día aquella perfección que da al hombre plenamente desenvuelto la forma de un Dhyân Chohan.
Nada puede ser más claro, aun para un critico profano, no iniciado, que estas palabras del gran Apóstol, ya las interpretemos a la luz de la Filosofía Esotérica, ya a la del escolasticismo de la Edad Media. No sólo al hombre, sino a todas las criaturas vivientes cabe la esperanza de la redención, por la supervivencia de la Entidad Espiritual, libertada de la servidumbre de la corrupción o de la serie de las formas temporales dentro de la materia. Mas no hay que esperar que el compañero de los animales, proverbialmente injusto aun para con sus semejantes, consienta fácilmente en compartir sus aspiraciones con su ganado y sus aves domésticas. El famoso comentador de la Biblia, Cornelio Lápide, fue el primero que hizo la advertencia y acusó a sus predecesores por la consciente y deliberada intención de hacer todo cuando podían para evitar la aplicación de la palabra creatura a las criaturas inferiores de este mundo. Sabemos por él que San Gregorio Nacianceno, Orígenes y San Cirilo (el cual, probablemente se negó a ver una criatura humana en Hypatia y se condujo con ella como si hubiese sido un animal salvaje) insistieron en que la palabra creatura de los versículos antes citados, fue aplicada por el Apóstol simplemente a los Ángeles. Pero, como observa Cornello, el cual apela a Santo Tomás en corroboración de su tesis,“esta opinión es torcida y violenta en demasía (distorta et violenta); está además anulada por el hecho de que los Ángeles, como tales, están libres de los lazos de la corrupción” ¡No es tampoco más feliz la indicación de San Agustín, que presenta la extraña hipótesis de que las criaturas a que se refiere San Pablo, eran los infieles y herejes de todos los tiempos! Cornelio contradice al venerable padre de la iglesia con la misma frialdad con que se puso frente a los otros santos predecesores suyos.“Pues, –dice– en el texto citado, las criaturas de que habla el Apóstol, son evidentemente criaturas distintas del hombre, no sólo ellas, sino también nosotros mismos; y, además, lo que quiere significarse no es la liberación del pecado, sino de la muerte futura”(30). Pero hasta el valiente Cornelio se acobarda al fin ante la general oposición, y decide que por la palabra criaturas, San Pablo pudo haber significado, conforme San Ambrosio, San Hilario y otros han pretendido, los elementos(!!), o sea, el Sol, la Luna, las Estrellas, la Tierra, etc. Desgraciadamente para los santos especuladores y escolásticos, y afortunadamente para los animales, si es que estos han de sacar alguna vez provecho de las polémicas, se encuentran aquellos dominados por una autoridad todavía mayor. Es ésta San Juan Crisóstomo, mencionado ya, a quien la Iglesia Católica Romana, según el testimonio del obispo Proclo, un tiempo secretario suyo, tiene en la mayor veneración. De hecho fue San Juan Crisóstomo, –si se nos permite aplicar a un Santo el término profano de nuestros días– el médium del Apóstol de los Gentiles. En sus Comentarios de las Epístolas de San Pablo, se considera a San Juan como directamente inspirado por el mismo Apóstol; en otras palabras, como habiendo escrito sus comentarios bajo el dictado de San Pablo. He aquí lo que leemos en estos comentarios acerca del capitulo III de la Epístola a los Romanos: “Debemos gemir siempre por la dilación impuesta a nuestra emigración (muerte); porque si, como dice el Apóstol, la criatura privada de razón (mente, no ánima, “Alma ”) y de palabra (nam si haec creatura mente et verbo carens), gime y espera, ¡cuánta mayor será la vergüenza de que dejemos nosotros de hacer lo mismo!”(31).
Desgraciadamente dejamos de hacerlo, y nos apartamos con gloria del deseo de emigrar a países desconocidos. Si las gentes estudiasen las Escrituras de todas las naciones e interpretasen su significación a la luz de la Filosofía Esotérica, nadie dejaría de sentirse, si no ansioso de morir, por lo menos indiferente a la muerte. Entonces emplearíamos con provecho el tiempo que pasamos en esta Tierra, preparándonos tranquilamente en cada nacimiento, por la acumulación de buen Karma, para el próximo.
Pero el hombre es un sofista por naturaleza. Y hasta después de leer esta opinión de San Juan Crisóstomo (opinión que resuelve para siempre la cuestión del alma inmortal de los animales, o por lo menos así debería hacerlo para todo cristiano), tenemos el temor de que la lección no sea de provecho alguno para los pobres animales. En verdad, el casuista sutil, condenado por su propia boca, puede decirnos que, sea cual fuese la naturaleza del alma de los animales, todavía se les hace un favor, y se cumple una acción meritoria matando a la pobre criatura, pues se pone termino a sus gemidos por la tardanza impuesta a su emigración a la Gloria Eterna.
No es la escritora de estas líneas tan inocente que vaya a creer que todo un Museo Británico, lleno de obras contra la alimentación carnívora, produciría el efecto de detener a las naciones civilizadas en la construcción de mataderos, o les haría renunciar a sus bistecs y pavos de Navidad. Pero si estas humildes líneas pueden hacer comprender a unos cuantos lectores el verdadero valor de las nobles palabras de San Pablo, y con ello dirigir seriamente sus pensamientos hacia todos los horrores de la vivisección, entonces la escritora se daría por contenta. Porque, ciertamente, cuando el mundo se sienta convencido –y no podrá evitarse que llegue algún día a tal convicción– de que los animales son criaturas tan eternas como nosotros mismos, la vivisección y otras torturas permanentes, diariamente infligidas a los pobres animales, obligarán a todos los gobiernos, después de dar lugar por parte de la sociedad en general, a una explosión de condenas y amenazas, a poner fin a estas prácticas bárbaras y vergonzosas.
Fuente: scribd.com - ¿Tienen alma los animales? (Helena Blavatsky)“Continuamente empapada de sangre toda la Tierra, es sólo un inmenso altar sobre el cual todo cuanto vive tiene que ser inmolado sin cesar”. Compte Joseph de Maistre. (Soirées, I, II, 35)
Capítulo I
Son muchas las anticuadas supersticiones religiosas del Oriente de las que con frecuencia se burlan las naciones occidentales en su ignorancia; pero ninguna causa tanta risa, y es tan despreciada en la práctica, como el gran respeto que los orientales sienten hacia la vida animal. Los comedores de carne no pueden simpatizar con los que se abstienen por completo de ella. Los europeos somos bárbaros civilizados, con sólo unos pocos millares de años entre nosotros y nuestros antepasados habitantes de las cavernas, que chupaban la sangre y el tuétano sin cocer. Por lo tanto, es natural que los que tan poca importancia dan a la vida humana en sus frecuentes y a menudo inicuas guerras, desprecien por completo las agonías mortales de la creación bruta, y sacrifiquen diariamente millones de vidas inocentes e inofensivas; y si bien somos demasiado epicúreos para devorar tajadas de tigre o chuletas de cocodrilo, no han de faltarnos ni tiernos corderos ni faisanes de plumaje dorado. Todo esto es solamente lo que corresponde a nuestra época de cañones Krupp y de vivisecciones científicas. Y no es cosa que deba causar gran maravilla el que el duro europeo se burle del dulce indo, el cual se estremece ante la mera idea de matar una vaca, o que se niegue a simpatizar con el budista y el jaina en su respeto por la vida de todas las criaturas sensibles, desde el elefante al mosquito.
Pero, si el comer carne se ha convertido en una necesidad vital, o sea la defensa del tirano entre las naciones occidentales; si es necesario que en cada ciudad, pueblo y aldea del mundo civilizado, una multitud de víctimas sea diariamente sacrificada en templos dedicados a la deidad denunciada por San Pablo y adorada por hombres cuyo Dios es su vientre; si todo esto y mucho más no puede ser evitado en nuestra Edad de Hierro,¿Quién puede presentar la misma excusa en favor del sacrificio de animales por deporte? La pesca y la caza, las más fascinantes de todas las diversiones de la vida civilizada, son, ciertamente, las más censurables desde el punto de vista de la Filosofía Oculta; las más pecaminosas a los ojos de los fieles pertenecientes a aquellos sistemas religiosos que son producto directo de la Doctrina Esotérica: el brahmanismo y el budismo ¿Está acaso fuera de toda razón el que los seguidores de estas dos religiones, las más antiguas que hoy existen, consideren al mundo animal, desde el enorme cuadrúpedo hasta el insecto infinitamente pequeño, como hermanos más jóvenes por ridícula que la idea parezca a un europeo? Este punto será considerado debidamente más adelante.
Sin embargo, por exagerada que la cosa pueda parecer, cierto es que pocos de nosotros somos capaces de representarnos, sin estremecernos, las escenas que tienen lugar todas las mañanas a primera hora en los innumerables mataderos del mundo que llaman civilizado y aun aquellas que tienen lugar durante la época de la caza. No ha despertado todavía el primer rayo de sol a la naturaleza dormida, cuando en todas partes se preparan miríadas de hecatombes para saludar al astro del día. Jamás regocijó al Moloch pagano el grito de agonía de sus víctimas tanto como el lastimero gemido que en todos los países cristianos suena a manera de prolongado himno de sufrimiento a través de la Naturaleza entera, todos los días desde la mañana hasta la tarde. En la antigua Esparta, de cuyos austeros ciudadanos ninguno era por cierto insensible a los delicados sentimientos del corazón humano, un muchacho, convicto de atormentar a un animal por diversión, fue condenado a muerte, por ser su naturaleza demasiado vil para que se le permitiese la vida. Mas en la civilización europea, que progresa rápidamente en todo, salvo en virtudes cristianas, la fuerza es hoy día sinónimo del derecho. La costumbre, por completo inútil y cruel, de cazar por mera diversión aves y animales de todas especies, en ninguna parte es llevada a efecto con más fervor que en la protestante Inglaterra, en donde las misericordiosas enseñanzas de Cristo han ablandado escasamente los corazones humanos más de lo que lo estaban en los días de Nemrod, el poderoso cazador del Señor. La Ética Cristiana se halla tan trastornada, en razón de la propia conveniencia, por silogismos paradójicos como la de los paganos. A la que escribe estas líneas le dijo un día un cazador que desde el momento en que “ni un gorrión cae al suelo sin la voluntad del Padre, el que mata por diversión un centenar de gorriones, cumple cien veces la voluntad de su Padre ”(!).
Desdichada y dura es la suerte de los pobres animales, convertida en fatalidad implacable por la mano del hombre. El Alma racional del ser humano parece nacida para convertirse en asesina del alma irracional del animal; en el pleno sentido de la palabra, desde el momento en que la doctrina Cristiana enseña que el alma de los animales muere con su cuerpo, ¿No tiene acaso la leyenda de Caín y Abel una doble significación? Contémplese aquella otra desgracia de nuestra época culta: las científicas casas de matanza, llamadas salas de vivisección. Éntrese en París en alguna de ellas y véase a Paul Bert, o a algún otro de esos hombres, tan justamente llamados los sabios carniceros del Instituto, ocupados en su horrible obra. Sólo tengo que traducir la enérgica descripción de un testigo ocular, de uno que ha estudiado por completo el modus operandi de aquellos ejecutores, un autor francés bien conocido: “La vivisección –dice– es una especialidad en la cual la tortura, científicamente economizada por nuestros académicos carniceros, es aplicada durante días, semanas y hasta meses enteros a las fibras de una misma víctima. Se emplean todas y cada una de las variedades de armas; se verifican análisis ante un auditorio sin piedad; se divide el trabajo todas las mañanas entre diez aprendices a la vez, de los cuales uno trabaja en el ojo, otro en la pierna, el tercero en el cerebro, un cuarto sobre el tuétano; sus manos inexpertas han logrado, sin embargo, hacia la noche, después de un día de duro trabajo, poner al descubierto la totalidad de la carroña viviente que se les ha ordenado cincelar; la cual, por la tarde, es cuidadosamente guardada en la cueva, con objeto de que a las primeras horas de la mañana siguiente pueda trabajarse de nuevo sobre ella, con tal que le haya quedado a la víctima tan sólo un soplo de sensibilidad y de vida. Sabemos que los comisionados de la ley Grammont han tratado de rebelarse contra esta abominación; pero París se ha mostrado más inexorable que Londres y Glasgow”.
Y sin embargo estos caballeros se jactan del gran objeto que se proponen, y de los grandes secretos descubiertos por ellos. “¡Horror y embustes! –exclama el mismo autor– En materia de secretos, excepto unas pocas localizaciones de facultades y de movimientos cerebrales, sólo conocemos un secreto que de derecho les pertenezca: el secreto de la tortura prolongada, al lado de la cual la terrible ley de autofagia, los horrores de las guerras, las alegres matanzas de la caza y los sufrimientos del animal bajo el cuchillo del carnicero, vienen a ser nada ¡Gloria a nuestros hombres de ciencia! Ellos han sobrepujado a todas las anteriores formas de tortura, y son ahora y seguirán siendo de un modo absoluto e incontestable, los reyes de la angustia artificial y de la desesperación”(1).
La razón invocada para despedazar, matar y hasta para torturar legalmente a los animales, como se hace en la vivisección, es un versículo o dos de la Biblia; y su mal digerida significación, desfigurada por el llamado escolasticismo, representado por Tomás de Aquino. Hasta el mismo De Mirville, el ardiente defensor de los derechos de la iglesia, llama a semejantes textos: “Bíblicas tolerancias, arrancadas por fuerza a Dios, después del Diluvio, como muchas otras, y basadas en la decadencia de nuestra fuerza”. Sea como quiera, semejantes textos se encuentran grandemente contradichos por otros en la misma Biblia. El comedor de carne, el cazador y hasta el vivisector, si es que entre estos últimos hay quien crea en una creación especial y en la Biblia, citan generalmente para su justificación aquel versículo del Génesis, en el cual Dios da al dual Adán “dominio sobre peces, aves, ganados y sobre todas las cosas vivientes que se mueven sobre la Tierra” (Cap. I, v.28); de aquí, según lo entienden los cristianos, el poder de vida y muerte sobre todos los animales en el globo. A esto, los brahmanes y budistas, mucho más filosóficos, pueden contestar: “No es así. La evolución comienza a formar humanidades futuras en el seno de los planos inferiores de la existencia. Por lo tanto, matando a un animal, aunque sea un insecto, detenemos el progreso de una entidad hacia su meta final en la Naturaleza: el HOMBRE ”.Y el que esté versado en la Filosofía Oculta dirá Amén. Añadiendo a esto, que no solamente se retarda la evolución de aquella entidad, sino que además se detiene la de la próxima y más perfecta raza humana que debe surgir en lo futuro. ¿Quién de los dos contrarios tiene razón? ¿Cuál de ellos es más lógico? La contestación depende principalmente, por supuesto, de las creencias personales del tercero, escogido para decidir la cuestión. Si cree en una así llamada, creación especial, entonces, en contestación a la franca pregunta de “¿Por qué debe el homicidio ser considerado como el crimen más horrible contra Dios y la Naturaleza, y el asesinato de millones de criaturas vivientes mirado meramente como una diversión?” responderá: “Porque el hombre es creado conforme a la propia imagen de Dios, y mira hacia arriba, hacia su Creador, y al lugar de su nacimiento: el cielo (os homini sublime dedit). Al paso que la mirada del animal está fija en el lugar de su nacimiento, hacia abajo, en la Tierra”.
(Hasta aquí llega el video)
Porque Dios ha dicho: “Produzca la Tierra las criaturas vivientes según su naturaleza, ganado y cosas que se arrastran, y bestias de la Tierra, según su naturaleza” (Génesis, I, 24 ). Y además, porque el hombre se halla dotado de un Alma inmortal, y el mudo bruto no goza de inmortalidad alguna, ni siquiera de una corta supervivencia después de la muerte.
Ahora bien, a esto podría contestar cualquiera que raciocine sin sofismas, que si la Biblia es para nosotros la autoridad en esta materia, no hay razón alguna para que se asigne al hombre como lugar de nacimiento el cielo y no se haga así con la última de las cosas que se arrastran; pues, por el contrario, encontramos en el Génesis que si Dios creó “al hombre ” y “le ” bendijo (Cap. I, v.27 –28), también creó “grandes ballenas”, y “las bendijo”, (21–22). Además,“el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra ” (11, 7), y el polvo es con toda seguridad, tierra pulverizada. Salomón, el rey y orador, es indudablemente una autoridad, y por todo el mundo es cosa corriente, que fue el más sabio de todos los sabios bíblicos; el cual sienta una serie de verdades en el Eclesiastés (Cap. III) que deberían haber zanjado de una vez todas las disputas acerca del asunto. “Los hijos de los hombres … con hacer ver que son parecidos a las bestias ” (v.18)… “pues como el hombre muere, así mueren ellas (las bestias)… y el hombre, después del pecado, no tiene ninguna exención sobre la bestia ” (v.19)… “y todo va a parar a un mismo lugar … y en tierra igualmente o polvo vuelven a parar ” (v.20)… “¿Quién ha visto si el alma de los hijos de Adán sube hacia arriba y el alma de los brutos cae hacia abajo? (v .21) ¡En verdad, quién es el que sabe! De todos modos, no es la ciencia ni “escuela teológica alguna”.
Si el objeto de estas líneas fuera predicar vegetarianismo, apoyándose en la autoridad de la Biblia o de los Vedas, sería el hacerlo una tarea muy fácil. Porque es completamente cierto que Dios dio al dual Adán, “el macho–hembra” del Cap. I del Génesis (el cual tiene muy poco que ver con nuestro débil antecesor del Cap. II), “dominio sobre toda cosa viviente”; sin embargo, en ninguna parte encontramos que el Señor Dios haya mandado a aquel Adán ni al otro devorar a la creación animal o destruirla por pasatiempo. Todo lo contrario: porque indicando el reino vegetal y el “fruto de un árbol produciendo semilla”, Dios dice muy claramente: “a vosotros (hombres) aquello servirá para alimento” (I,29).
Tan viva era la percepción de esta verdad entre los cristianos primitivos, que durante los primeros siglos, jamás tocaban la carne. En Octavio, Tertuliano escribe a Minucio Félix: “A nosotros no se nos permite ni presenciar, ni aun siquiera oír el relato de un homicidio; nosotros, los cristianos, que rehusamos probar platos en los cuales pueda haber sido mezclada sangre animal”.
Pero no se trata de predicar vegetarianismo, sino de defender simplemente los derechos animales, intentando demostrar la falacia de despreciar estos derechos fundándose en la autoridad bíblica. Además, el discutir con aquellos que razonan apoyándose en interpretaciones erróneas sería por completo inútil. El que desecha la doctrina de la evolución encontrará siempre su camino lleno de dificultades; por lo tanto, jamás querrá admitir que está mucho más conforme con los hechos y con la lógica el considerar al hombre físico como el reconocido modelo de los animales, y al Ego espiritual que le anima como un principio intermedio entre el alma del animal y la Divinidad. En vano sería decirle que a menos de que acepte no sólo los versos citados para su justificación, sino también la Biblia entera, explicada a la luz de la Filosofía Esotérica –la cual reconcilia todas las contradicciones y absurdos aparentes de aquélla– jamás obtendrá la clave de la Verdad; pues no querrá creer en ella. Sin embargo, la Biblia toda rebosa caridad para con los hombres y compasión y amor hacia los animales.
El texto original hebreo del capítulo XXIV del Levítico está lleno de ello. Los versículos 17 y 18, según están traducidos en la Biblia, dicen: “Y el que mate un animal ha de restituirlo, animal por animal”; el original dice: “vida por vida”, o más bien “alma por alma”, nephesh tachat nephesh(2). Y si el rigor de la ley no llegaba hasta el punto de matar, como en Esparta, el alma de un hombre, por el alma de un animal, sin embargo, se imponía al culpable un severo castigo.
Pero esto no era todo. En el Éxodo (Cap. XX,10 y Cap. XXIII, 12 y siguientes), el reposo durante el día del sábado se extendía al ganado y a todo otro animal:“El séptimo día es el sábado … no harás ningún trabajo, ni tú ni tu ganado; y el año sabático dejarás al campo descansar y permanecer tranquilo … para que tu buey y tu asno puedan reposar ”(3) –Mandato– que, si algo significa, demuestra que hasta la creación bruta no estaba excluida por los antiguos hebreos de una participación en el culto de su deidad, y que era colocada en muchas ocasiones a la par del hombre mismo. La cuestión depende por completo de la idea errónea de que Alma –nephesh– es enteramente distinta de Espíritu –ruach–. Y sin embargo, claramente sentado está que Dios sopló en las narices (del hombre)el aliento de Vida, y el hombre vino a ser un Alma viviente –nephesh– ni más ni menos que un animal, porque el alma de un animal es también llamada nephesh. El Alma se convierte en Espíritu por desenvolvimiento, siendo ambos los peldaños inferior y superior de una misma escala, cuya base es el ALMA UNIVERSAL o Espíritu.
Esta afirmación sorprenderá a las buenas gentes que, aun queriendo mucho a sus gatos y perros, están todavía demasiado apegados a las enseñanzas de sus respectivas iglesias, para que puedan admitir semejante herejía. “¡El alma irracional de un perro o de una rana, divina e inmortal como lo son nuestras almas!”, exclamarán a buen seguro. Pero así son. Y no es la humilde escritora del presente artículo quien lo dice; es uno que para todo buen cristiano debe ser una autoridad; es aquel rey de predicadores , es San Pablo.
Nuestros adversarios, que con tanta indignación se niegan a oír los argumentos de la ciencia moderna o de la esotérica, quizás prestarán un oído más benévolo a lo que su propio santo y apóstol dice sobre la materia. Y la verdadera interpretación de sus palabras será dada también no por un teósofo, ni por enemigo alguno, sino por un cristiano tan bueno y piadoso como cualquiera; en una palabra, por otro santo, Juan Crisóstomo, el que explicó y comentó las epístolas paulinas, y el que es tenido en la mayor reverencia por los teólogos de ambas iglesias, la Católica Romana y la Protestante. Los cristianos han visto ya que la ciencia experimental no está de su parte; pueden todavía recibir una sorpresa mucho más desagradable al encontrarse con que ningún indo podría abogar con más ardor en pro de la vida animal de lo que lo hacía San Pablo al escribir a los Romanos. Los indos, a decir verdad, piden compasión para el mundo de los brutos, únicamente por razón de la doctrina de la trasmigración, y por consiguiente, por la identidad del principio o elemento que a ambos, al hombre y al bruto, anima. San Pablo va más allá: muestra al animal “esperando y viviendo en la expectación de la misma liberación de los lazos de la corrupción”, corno cualquier buen cristiano. Las expresiones precisas del gran apóstol y filósofo serán citadas más adelante en el presente trabajo, y se demostrará su verdadero sentido.
El hecho de que tantos intérpretes, Padres de la Iglesia y escolásticos hayan procurado eludir la verdadera significación de las palabras de San Pablo, no prueba nada en contra de su sentido íntimo, sino más bien contra la sinceridad de los teólogos, cuya inconsecuencia será demostrada con tal motivo; a pesar de lo cual, habrá quien defienda sus proposiciones, por erróneas que sean, hasta el último extremo. Otros, reconociendo su equivocación primera, ofrecerán al pobre animal, corno Cornelio Lápide, categoría de honorable. Especulando, al tratar de la parte consignada por la Naturaleza a la creación bruta en el gran drama de la vida, dice: “El objeto de todas las criaturas es el servicio del hombre”. De aquí, juntamente con él (su dueño), están esperando su renovación: cum homine renovationem suam expectant(4). El servir al hombre no puede, seguramente, significar el ser atormentados, muertos, inútilmente cazados y maltratados; al paso, es casi innecesario explicar la palabra renovación.
Comprenden por ella los cristianos la renovación de los cuerpos después de la segunda venida de Cristo y la limitan al hombre con exclusión de los animales. Los estudiantes de la Doctrina Secreta la explican por la sucesiva renovación y perfección de formas en la escala de la existencia objetiva y subjetiva; y durante una larga serie de transformaciones evolutivas del animal al hombre y hacia arriba …
Esto será por supuesto rechazado con indignación por los cristianos. Se nos dirá que no es así como la Biblia les ha sido explicada, y que no puede tener semejante significado. Es inútil insistir acerca de lo mismo. Muchas y tristes en sus resultados han sido las erróneas interpretaciones de lo que la gente ha tenido a bien llamar la “Palabra de Dios”. La sentencia: “Maldito sea Canaán: un siervo de siervos será para sus hermanos” (Génesis, IX, 25) ha dado origen a siglos de miseria e inmerecida angustia para los infelices esclavos negros. El clero de los Estados Unidos fue su más violento enemigo cuando surgió la cuestión antiesclavista, oponiéndose con la Biblia en la mano. Y sin embargo está demostrado que la esclavitud ha sido la causa de la decadencia natural de todos los países. Y la misma orgullosa Roma cayó, como Geyer justamente observa, porque “en el antiguo mundo la mayoría de los hombres eran esclavos”. Pero tan terriblemente imbuidos han estado en todo tiempo los mejores y más inteligentes cristianos de estas erróneas interpretaciones de la Biblia, que hasta uno de sus más grandes poetas, al tiempo que defendía el derecho del hombre a la libertad, no concede participación alguna en la misma al pobre animal. “Dios nos dio sólo a nosotros, sobre el animal, pez y ave, dominio absoluto. Aquel derecho lo poseemos nosotros por su donación. Pero al hombre de el hombre no hizo señor. Título tal para sí mismo reservado, al humano dejó libre del humano.” dice Milton.
Pero como sucede en el caso del crimen, el error debe aparecer, y la incongruencia debe inevitablemente mostrarse siempre que se sostienen conclusiones erróneas, ya en contra, ya en favor de una cuestión preconcebida. Los adversarios del filozoísmo oriental ofrecen así a sus críticos un arma formidable para destruir sus más hábiles argumentos, gracias a tal incongruencia entre premisas y conclusiones, entre los hechos presupuestos y las deducciones sacadas de los mismos.
El objeto de este ensayo es lanzar un rayo de luz sobre este asunto tan serio como interesante. Los escritores católico–romanos, al sostener la legitimidad de las muchas resurrecciones milagrosas de animales verificadas por sus santos, han hecho de ellas materia de interminables debates. El “alma de los animales” es, en opinión de Bossuet, “la más difícil y la más importante de todas las cuestiones filosóficas”.
Puesta en parangón con la doctrina de la iglesia de que los animales, aunque sin carecer de alma, no la tienen permanente o inmortal, y que el principio que les anima muere con el cuerpo, se hace interesante el averiguar cómo los escolásticos y teólogos de la Iglesia reconcilian esta afirmación con aquella otra de que los animales pueden ser y han sido con frecuencia milagrosamente resucitados.
Haciendo ver la inconsecuencia de las interpretaciones escolásticas y teológicas de la Biblia, me propongo en este ensayo, que es sólo una ligera tentativa, –Pues otra cosa exigiría algunos volúmenes– el convencer a las gentes de la gran criminalidad del hecho de arrebatar la vida a los animales, especialmente en la caza y la vivisección. Y de todos modos, mi objeto es hacer ver que, por absurda que sea la noción de que así el hombre como el bruto pueden ser resucitados después de que el principio de vida se ha escapado del cuerpo para siempre, semejantes resurrecciones, si fuesen ciertas, no serían mas imposibles en el caso de una bestia que en el de un hombre; porque o bien ambos están dotados por la Naturaleza de lo que en términos generales se llama alma, o bien ni uno ni otro poseen semejante cosa.
Capítulo II
“¡Qué quimera es el hombre! ¡Qué confuso caos, qué materia de contradicción! ¡Juez declarado de todas las cosas y sin embargo un débil gusano de la tierra! ¡El principal depositario y guardián de la Verdad y sin embargo un mero conjunto de incertidumbres! ¡La gloria y el escándalo del Universo!”. Pascal.
Veamos ahora cuáles son las opiniones de la iglesia Cristiana respecto a la naturaleza del alma del animal; cómo reconcilia la discrepancia entre la resurrección de un animal y la suposición de que el alma muere con él, y a este propósito daremos noticia de algunos milagros relacionados con animales. Antes de dar el golpe final y decisivo a la doctrina egoísta, que llega al último extremo con las crueles y despiadadas prácticas usadas con los pobres animales, debe enterarse el lector de las primeras dudas de los mismos Padres de la iglesia, por lo que se refiere a la debida interpretación de las palabras de San Pablo, relativas a esta cuestión.
Es divertido observar cómo el Karma de los dos defensores más infatigables de la iglesia Latina, Mrs. Des Mousseaux y De Mirville, en cuyas obras se encuentran los pocos milagros aquí citados, les ha conducido a proporcionar las armas empleadas en la actualidad en contra de sus propias opiniones, muy sinceras, pero también muy erróneas(5). Como el gran combate del porvenir debe librarse entre los creacionistas de una parte, o sea los cristianos y todos los que sostengan una creación especial y un dios personal, y los evolucionistas de otra, o sea, los brahmanistas, budistas, librepensadores, y, por fin, los más de los hombres de ciencia, será conveniente hacer una recapitulación de sus posiciones respectivas.
1. El mundo cristiano supone tener derecho sobre la vida animal, fundándose: (a) en los textos bíblicos anteriormente citados, y en las últimas interpretaciones escolásticas; (b) en la ausencia de todo lo que se parezca a un alma divina o humana en los animales. El hombre sobrevive a la muerte, el bruto, no.
1. Los evolucionistas orientales, fundando sus deducciones en sus grandes sistemas filosóficos, sostienen que es un atentado contra la obra de la Naturaleza y el progreso el matar a cualquier ser viviente, por las razones indicadas en las páginas precedentes.
1. Los evolucionistas occidentales, armados de los últimos descubrimientos científicos, no oyen ni a cristianos ni a paganos. Algunos hombres de ciencia creen en la evolución, otros no. Unos y otros convienen, sin embargo, en un punto, a saber: que las investigaciones físicas y exactas no dan motivo alguno para presumir que el hombre esté dotado de un Alma inmortal y divina más que un perro.
Así es que, mientras los evolucionistas asiáticos se conducen respecto de los animales de una manera consecuente con sus opiniones científicas y religiosas, ni la iglesia ni la escuela científica materialista son lógicas en la aplicación práctica de sus teorías respectivas. La primera, enseñando que cada una de las cosas vivientes es creada sola y especialmente por Dios, como puede serlo cualquier niño, y que se encuentra desde el nacimiento hasta la muerte bajo el ojo vigilante de una sabia y bondadosa Providencia, concede a la creación inferior solamente un alma temporal. La segunda, considerando tanto al hombre como al animal como producción inanimada de algunas, hasta ahora no descubiertas, fuerzas de la Naturaleza, establece, sin embargo, un abismo entre ambos.
Un hombre de ciencia, el más determinado materialista, aquel que con la mayor sangre fría procede a ejecutar la vivisección de un animal, se estremecerá ante el pensamiento de mutilar, y no digamos nada de atormentar hasta la muerte, a un semejante suyo. Y tampoco se encuentra entre estos grandes materialistas ninguno que, mostrándose consecuente y lógico consigo mismo, se haya dedicado a definir el verdadero estado moral del animal en esta tierra, y los derechos del hombre sobre él.
Citaremos algunos ejemplos para probar los cargos hechos. Dirigiéndonos a inteligencias serias y cultas, debe suponerse que las opiniones de las distintas autoridades aquí aludidas, no son extrañas al lector. Bastará, por lo tanto, hacer breve resumen de algunas de las conclusiones a que han llegado, empezando por los eclesiásticos.
Como ya se ha dicho, la Iglesia exige que se crea en los milagros hechos por sus grandes santos. Entre los distintos prodigios verificados escogeremos ahora solamente los que de un modo directo se relacionan con nuestro asunto, a saber: las milagrosas resurrecciones de animales. Ahora bien; el que concede al hombre un Alma inmortal independiente del cuerpo que anima, puede fácilmente creer que por medio de algún milagro divino, puede el alma ser vuelta a llamar y obligada a entrar de nuevo en el tabernáculo que aparentemente abandonara para siempre. Pero ¿Cómo podrá aceptar la misma posibilidad en el caso de un animal, desde el momento en que su fe le enseña que el animal no tiene alma ninguna independiente, desde el momento en que le dice que es aniquilada con el cuerpo? Porque durante algunos centenares de años, desde Tomás de Aquino, la iglesia ha enseñado autoritariamente que el alma del bruto muere con su organismo ¿Qué es, pues, lo que es atraído de nuevo a la arcilla para reanimarla? En este punto entra el escolasticismo, y tomando en sus manos la dificultad, reconcilia lo irreconciliable.
Comienza sentando como premisa, que los milagros de la resurrección de animales son innumerables, y también probados y auténticos como “la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo”(6). Los bolandistas citan un sinnúmero de ejemplos.
Y el Padre Burigny, un hagiógrafo del siglo XVII, observa placenteramente, con referencia a las avutardas resucitadas por St. Remi: “Se me puede decir, sin duda alguna, que soy un ganso por dar crédito a tales ‘cuentos azules’.Contestaré al que se burle diciendo que, si niega este punto, debe también borrar de la vida de San Isidoro de España la afirmación de que resucitó al caballo de su amo; de la biografía de San Nicolás de Tolentino, que devolvió la vida a una perdiz, en lugar de comérsela; de la de San Francisco, que arrebató a los carbones ardientes de un horno, por los cuales se hallaba rodeado, el cuerpo de un cordero, que resucitó inmediatamente; y que hizo también nadar en su salsa a peces cocidos, a los cuales resucitó, etc., etc. Sobretodo, el escéptico tendrá que recusar a más de 100.000 testigos de vista –entre los cuales, por lo menos, hay que considerar a unos pocos con sentido común– por ser unos embusteros o por haber sido engañados”.
Una autoridad mucho mayor que la del Padre Burigny, a saber, el Papa Benedicto XIV, corrobora y afirma la evidencia anterior. Además, los nombres de los testigos presenciales de las resurrecciones de San Silvestre, San Francisco de Paula, Severino de Cracovia y de otros muchos, están todos mencionados por los bolandistas.“El (Benedicto XIV) añade únicamente –dice el Cardenal de Ventura que le cita– que como quiera que sea, para que la resurrección merezca el nombre de tal, requiere la idéntica y numérica reproducción de la forma”(7), tanto como la del material de la criatura muerta y que como aquella forma (o alma) del bruto es siempre aniquilada con su cuerpo, según la doctrina de Sto. Tomás, Dios, en cada uno de semejantes casos, se ve obligado a crear, con motivo del milagro, una nueva forma para el animal resucitado. De lo que se deduce que el bruto resucitado no era completamente idéntico a lo que había sido antes de su muerte (nonidem omnino esse) (8).
Ahora bien: esto presenta un aspecto tan terrible como una de las Mayas de la Magia. Como quiera que sea, aunque la dificultad no se explica en absoluto, se saca en claro lo siguiente: el principio que ha animado al animal durante su vida, y que es llamado alma, se ha disipado después de la muerte del cuerpo; y Dios entonces, con ocasión de un milagro, crea otra alma, una especie de alma informal, como el Papa y el Cardenal nos dicen: un alma que, además es distinta de la del hombre, la cual es una entidad independiente, etérea y eterna.
Además de la objeción natural que surge contra el nombre de milagro aplicado a semejante procedimiento puesto en práctica por un santo (pues es simplemente Dios quien detrás de aquél crea, para su glorificación, un alma enteramente nueva, lo mismo que hace con un nuevo cuerpo) la totalidad de la doctrina tomística es completamente refutable. Porque, como Descartes observa con mucha razón: “Si el alma del animal es tan distinta (por su inmaterialidad) de su cuerpo, será apenas posible dejar de reconocerla como un principio espiritual, y por tanto, un principio inteligente”.
No es necesario recordar al lector que Descartes consideraba al animal viviente sólo como un autómata. “Un reloj bien construido, con su cuerda”, según Malebranche. Por lo tanto, el que acepte la teoría cartesiana cerca del animal tiene que admitir al mismo tiempo las opiniones de los materialistas modernos. Porque, desde el momento en que un autómata es capaz de sentimientos tales como el amor, la gratitud, etc., y está dotado sin ningún género de duda de memoria, todos estos atributos deben ser –como el materialismo enseña– propiedades de la materia. Pero si el animal es un autómata, ¿Por qué no lo es el hombre? Las ciencias exactas, la anatomía, la fisiología, etc., etc., no encuentran la menor diferencia entre los cuerpos de ambos y ¿Quién sabe –pregunta Salomón con justicia– si el Espíritu del hombre ha ido hacia arriba algo más de lo que ha ido el del animal? Así pues, encontramos al metafísico Descartes tan inconsecuente como cualquiera.
Pero, ¿Qué dice Sto. Tomás a todo esto? Concediendo un alma (ánima) al bruto, y declarándola inmaterial, le niega al mismo tiempo la calificación de espiritual. Porque, dice: “En tal caso implicaría inteligencia, una virtud y una operación especial que está reservada únicamente para el Alma humana”. Mas, como en el IV Concilio de Letrán se decidió que Dios ha creado dos substancias distintas, la corpórea (mundanam) y la espiritual (spiritualem) y que lo que es incorpóreo debe ser necesariamente espiritual, Sto. Tomás tuvo que recurrir a una especie de arreglo que únicamente puede librarse de ser llamado subterfugio por ser un santo el que lo emplea. Y así dice: “Esta alma del bruto no es ni Espíritu, ni cuerpo: es de una naturaleza media”(9). Es ésta una aserción muy desdichada, puesto que, en otra parte, Sto. Tomás, dice: “que todas las almas, hasta las de las plantas, tienen la forma substancial de sus cuerpos”. Y si esto es cierto, en cuanto a las plantas, ¿Por qué no lo es en lo referente a los animales? No están constituidos ciertamente ni por “Espíritu”, ni por pura materia, sino por aquella esencia a la cual llama Sto. Tomás “una naturaleza media”. Pero,¿Por qué una vez en el camino recto se niega la supervivencia, aun prescindiendo de la inmortalidad? La contradicción es tan flagrante que De Mirville, desesperado, exclamaba: “¡Aquí nos encontramos en presencia de tres substancias en lugar de dos, según decretó el Concilio Lateratiense!”, y procede en seguida a contradecir, en todo lo que Se atreve, al Angélico Doctor.
El gran Bossuet, en su Traité de la Connaissance de Dieu et de soi même, analiza el sistema de Descartes y lo compara con el de Sto. Tomás. Nadie puede criticarle por preferir a Descartes en materia de lógica. El encuentra que la “invención cartesiana de un autómata salva mejor la dificultad que la de Sto. Tomás”, aceptada por completo por la Iglesia Católica; por lo cual, el Padre Ventura se siente indignado contra Bossuet por “aceptar un error tan miserable y pueril”. Y aunque concediendo a los animales un alma con todas sus cualidades de afección y sentido, fiel a su maestro Sto. Tomás, les niega también inteligencia y poderes de raciocinio. “Bossuet –dice – es culpable en el más alto grado, desde el momento en que él mismo dijo: Yo preveo que se está preparando una gran guerra contra la iglesia bajo el nombre de Filosofía Cartesiana”. Tiene razón en esto el Padre Ventura, porque de la materia sensible del cerebro del animal procede, de un modo completamente natural la materia pensante de Locke, y de ésta última todas las escuelas materialistas de nuestro siglo. Pero en lo que él fracasa es en sostener la doctrina de Sto. Tomás, la cual se encuentra llena de errores y de contradicciones evidentes. Porque si el alma del animal es, como enseña la iglesia Romana, un principio informal e inmaterial, entonces es evidente que, siendo independiente del organismo físico, no puede morir con el animal, ni más ni menos de lo que sucede al hombre. Si convenimos en que subsiste y sobrevive, ¿En qué aspecto difiere del Alma humana? Pero también es eterna, si admitimos la autoridad de Sto. Tomás en algún asunto, aunque en otro lugar se contradiga. “El Alma del hombre es inmortal, y el alma del animal perece.” (Summa, vol. V, pág. 164). Dice esto después de haber preguntado en el vol. II de la misma obra (pág. 256): “¿Existen algunos seres que vuelvan a la nada?”, y de haberse contestado a sí mismo: “No; porque en el Eclesiastés se dice (III, 14): “Todo lo que Dios ha hecho, existirá por siempre ”. “En Dios no existe variabilidad ninguna” (Santiago, I, 17). Por lo tanto –continúa Sto. Tomás– ni en el orden natural de las cosas, ni por medio de milagros, existe criatura alguna que vuelva a la nada (que sea aniquilada): nada existe en la criatura que sea aniquilado, porque lo que manifiesta con el mayor resplandor la bondad divina es la perpetua conservación de las criaturas”(10). Esta sentencia está comentada y confirmada en la anotación, por el Abate Drioux, su traductor. “No, –observa– nada es aniquilado; este es un principio que se ha convertido para la ciencia moderna en una especie de axioma”.
Y si es así, ¿Por qué ha de haber una excepción a esta regla invariable de la Naturaleza, reconocida por la ciencia y la teología, sólo para el alma de los animales? Y esto aun en el caso de que no tenga ninguna inteligencia, suposición que todo pensador imparcial evitará siempre hacer de buenas a primeras.
Veamos ahora, pasando de la filosofía escolástica a las ciencias naturales, cuáles son las objeciones del naturalista a que el animal posea un alma inteligente y, por lo tanto, independiente del mismo. “Cualquier cosa que piense, que comprenda, que obre, es algo celestial y divino; y teniendo esto en cuenta, debe necesariamente deducirse que es eterno”. Esto escribió Cicerón hace cerca de dos mil años. Nosotros debemos comprender bien a Mr. Huxley cuando contradice la conclusión de que Santo Tomás de Aquino, el rey de los metafísicos, creyó firmemente en los milagros de resurrección verificados por San Patricio(11). En realidad, cuando pretensiones tan tremendas como las que los dichos milagros suponen, son dadas a luz e impuestas por la Iglesia a la creencia de los fieles, los teólogos deberían por lo menos tener más cuidado de que sus autoridades más elevadas no estuvieran en contradicción unas con otras, demostrando así ignorancia acerca de cuestiones que, sin embargo, han sido convertidas en doctrinas.
El animal, pues, se encuentra limitado en su progreso e inmortalidad, porque es un autómata. Según Descartes, no tiene inteligencia ninguna, en lo que estaba de acuerdo con el escolasticismo de la Edad Media: no tiene más que instintos, que significan impulsos involuntarios, según afirman los materialistas y niega la iglesia.
Federico y Jorge Cuvier han discutido ampliamente, como quiera que sea, acerca de la inteligencia y del instinto de los animales(12). Sus ideas sobre el asunto han sido reunidas y publicadas por F. Conveur, el sabio Secretario de la Academia de Ciencias. He aquí lo que Federico Cuvier, Director durante treinta años del Departamento Zoológico y del Museo de Historia Natural en el Jardín des Plantes de París, escribe acerca de la cuestión: “Descartes estaba equivocado”: el error general consiste en que nunca se ha hecho la suficiente distinción entre la inteligencia y el instinto. El mismo Buffon cayó en esta omisión, y debido a ello, todo es contradictorio en su filosofía zoológica. Reconociendo en el animal una sensibilidad superior a la nuestra, así como la conciencia de su existencia real, le niega al mismo tiempo entendimiento, reflexión y memoria, y por consiguiente, toda posibilidad de tener pensamientos.” (Buffon. Discurso acerca de la naturaleza de los Animales, VII, pág. 57).
Pero como era difícil detenerse aquí, admitió que el animal posee una especie de memoria activa, extensiva y más fiel que nuestra memoria humana. (Id., id., pág. 77). También, después de haberle negado todo grado de inteligencia, admite sin embargo que el animal consulta a sus amos, interrogándoles, y comprendiendo perfectamente las señales de su voluntad. (Id. id., vol. X, Historia del Perro, pág.2). Difícilmente podrá esperarse de un gran hombre de ciencia una serie más magnífica de afirmaciones contradictorias. El ilustre Cuvier tiene razón, por lo tanto, al observar a su vez que “este nuevo mecanismo de Buffon es menos inteligible todavía que el autómata de Descartes”(13). Según observa el crítico, la línea de demarcación debe trazarse entre el instinto y la inteligencia. La construcción de colmenas por las abejas y la construcción de diques por los castores, en el terreno seco las primeras, y en la corriente de las aguas los segundos, son actos y efectos del instinto, por siempre inmutables y jamás modificados; mientras que los actos de la inteligencia deben buscarse en acciones evidentemente pensadas por el animal, en las que entra en juego, no el instinto, sino la razón, evocada por la educación y por el proceso de desarrollo que la hace susceptible de perfección y desenvolvimiento. El hombre está dotado de razón, el niño, de instinto, y el animal joven da más señales que el niño de poseer ambas cosas.
A decir verdad, todos los que discuten este problema saben tan bien como nosotros que así es. Si los materialistas se niegan a confesarlo, es por orgullo. Negando el alma, tanto al hombre como al animal, no quieren admitir que este último se halle dotado de inteligencia como ellos mismos, aunque en un grado infinitamente menor. A su vez, el clérigo, el naturalista que siente inclinaciones religiosas y el moderno metafísico, se resisten a confesar que así el hombre como el animal estén dotados de alma y de facultades que, aunque no sean iguales en desarrollo y en perfección, sean por lo menos lo mismo en nombre y en esencia. Todos ellos saben, o deben saber, que el instinto y la inteligencia son dos facultades del todo opuestas en su naturaleza, dos enemigos siempre enfrente uno de otro y en conflicto constante. Y si no quieren admitir dos almas o principios, tienen que reconocer, de todos modos, la presencia en el alma de dos potencias, cada una de las cuales tiene un lugar diferente en el cerebro –y por cierto bien conocido por ellos–desde el momento en que pueden aislarlas alternativamente, y destruirlas temporalmente, según el órgano o porción de órganos que atormenten en sus terribles vivisecciones. Es más que humano orgullo lo que hizo decir a Pope: “Pregunta con qué objeto los cuerpos celestes brillan y para quién sirve la Tierra. El orgullo contesta: ¡Es para mí.
Para mí la Naturaleza bondadosa despierta su ingénito poder, hace brotar todas las hierbas y despliega todas las flores. Para mí producen las minas tesoros a millares. Para mí de mil fuentes brota la salud. Muévense los mares para transportarme, y los soles brillan para darme luz. La Tierra es mi trono; mi dosel los cielos!”. El mismo orgullo inconsciente hizo pronunciar a Buffon sus paradójicas observaciones referentes a la diferencia entre el hombre y el animal. “La diferencia consiste en la ausencia de reflexión, porque el animal –dice– no siente lo que siente el hombre” ¿Cómo lo sabe Buffon? “El no piensa lo que piensa”, añade, después de haber dicho al auditorio que el animal recuerda y con frecuencia delibera, compara y escoge(14) ¿Quién ha pretendido jamás que una vaca o un perro pudiesen ser ideólogos? Pero el animal puede pensar, y saber que piensa; y tanto más vivamente, cuanto que no puede hablar y expresar sus pensamientos. Pero ¿Cómo pueden saberlo Buffon ni otro cualquiera? Sea de esto lo que fuere, una cosa está demostrada sin embargo por las observaciones exactas de los naturalistas; y es que el animal se halla dotado de inteligencia. Establecido esto, no tenemos más que repetir la definición que de la inteligencia da Tomás de Aquino: “la prerrogativa del Alma inmortal del hombre”, y ver si lo mismo corresponde al animal.
Pero podemos demostrar a la verdadera filosofía cristiana que el cristianismo primitivo no predicó jamás tan atroces doctrinas, las cuales fueron causa de que se apartaran tantos hombres de los mejores Y de más elevada inteligencia, de las enseñanzas de Cristo y de sus discípulos.
Capítulo III
“¡Oh, Filosofía.Tú, guía de la vida y descubridora de la virtud!”. Cicerón.
“La filosofía es una modesta profesión; toda ella es realidad y franqueza. Yo aborrezco la solemnidad y las pretensiones, que sólo orgullo contienen en el fondo.” Plinio.
Según las enseñanzas teológicas, el destino del hombre, ya sea brutal y parecido a una bestia, ya sea un santo, es la inmortalidad ¿Y cuál es el destino futuro de las innumerables huestes del reino animal? Varios escritores católico–romanos, el Cardenal Ventura, el Conde de Maistre y otros muchos, nos dicen que “el alma animal es una fuerza”. “Bien establecido está que el alma del animal –dice su eco– fue producida por la tierra, pues esto es bíblico. Todas las almas vivientes y movientes (nephesh , o principio de vida) proceden de la Tierra; pero compréndaseme bien: no solamente del polvo, del cual sus cuerpos, lo mismo que los nuestros, fueron hechos, sino además del poder y potencia de la Tierra, o sea de su fuerza inmaterial. Pues todas las fuerzas … las del mar, las del aire, etc.,etc.,son aquellas Potestades Elementarias (principautés élementaires) de las cuales hemos hablado en otra parte”(15). Lo que el Marqués de Mirville entiende por la expresión subrayada, es que cada Elemento en la Naturaleza, es un dominio lleno de sus respectivos e invisibles espíritus, y gobernado por ellos. Los kabalistas occidentales y los rosacruces los han llamado sílfides, ondinas, salamandras y gnomos; los místicos cristianos, como de Mirville, les dan nombres hebreos, clasificándolos entre las varias especies de demonios al mando de Satán. Con el permiso de Dios, por supuesto. (19).
También se rebela contra la decisión de Sto. Tomás, el cual enseña que el alma animal es destruida con el cuerpo. “Es una fuerza –dice– lo que se nos pide que aniquilemos: la fuerza más substancial de la Tierra, llamada alma animal” (16). La cual, según el Rvdo. Padre Ventura, es “el alma más respetable después de la del hombre.”. La había llamado justamente una fuerza inmaterial, y ahora él mismo dice “que es la cosa más substancial de la Tierra” (17). ¿Pero qué es esta fuerza? Jorge Cuvier y Flourens, el académico, nos dicen su secreto: “La forma o la fuerza de los cuerpos (téngase presente que forma significa alma en este caso) –escribe el primero– es para ellos más especial que la materia, desde el momento en que ésta (sin ser destruida en su esencia) cambia constantemente, mientras que la forma prevalece eternamente”. A esto observa Flourens: “en todo lo que tiene vida, la forma es más persistente que la materia; porque lo que constituye el SER del cuerpo viviente, es identidad y parecido, es su forma” (18). “Ser –como a su vez observa De Mirville– principio magistral, pacto filosófico de nuestra inmortalidad”(19). Debe inferirse que quiere indicarse bajo este término engañador el alma humana y animal. Yo sospecho que es más bien lo que nosotros llamamos la VIDA UNA.
Como quiera que sea, la filosofía, así la profana como la religiosa, corrobora esta afirmación, o sea que las dos almas, tanto del hombre como del animal, son idénticas. Leibnitz, el filósofo amado de Bossuet, parece dar crédito a la Resurrección Animal, hasta cierto punto. Siendo para él la muerte “simplemente una ocultación de la personalidad ”, la compara a la conservación de las ideas durante el sueño, o a la mariposa dentro de su crisálida. “Para él –dice De Mirville– la resurrección (20). es una ley general de la Naturaleza, llegando a ser un gran milagro cuando es verificada por un taumaturgo, sólo por razón de su carácter prematuro, de las circunstancias que la rodean y de la manera corno aquél la lleva a cabo”. En esto, Leibnitz es un verdadero ocultista, sin sospecharlo. El desarrollo y florecimiento de una planta en cinco minutos, en lugar de varias semanas, y la germinación forzada y crecimiento de las plantas, animales y hombres, son hechos conservados en los anales de los ocultistas. Son milagros únicamente en apariencia: las fuerzas productoras naturales obran con una intensidad mil veces mayor, por virtud de condiciones excitadas con arreglo a leyes ocultas, conocidas del iniciado. El rápido y anormal crecimiento se efectúa por las fuerzas de la Naturaleza, ya ciegas, ya adscritas a inteligencias menores, sujetas al poder oculto del hombre y dirigidas para que operen colectivamente en el desenvolvimiento de lo que se quiere hacer surgir del seno de sus elementos caóticos.
Pero ¿Por qué llamar al uno un milagro divino, y al otro un subterfugio satánico, o sencillamente una treta fraudulenta?. Sin embargo, como verdadero filósofo, Leibnitz se ve obligado, en esta peligrosa cuestión de la resurrección de los muertos, a incluir en ella a todo el reino animal en su gran síntesis. Y a decir: “Creo que las almas de los animales son imperecederas … y considero que nada hay más a propósito para demostrar nuestra naturaleza inmortal”(21). Apoyando a Leibnitz, Dean, el Vicario de Middleton, publicó en 1748 dos pequeños volúmenes acerca de este asunto. Para resumir sus ideas, dice que “las Santas Escrituras indican en varios párrafos que los animales vivirán en una vida futura. Esta doctrina ha sido sostenida por varios Padres de la Iglesia. Enseñándonos la razón que los animales tienen un alma, nos dice al mismo tiempo que deben existir en algún estado futuro. En ninguna parte se encuentra sostenido el sistema de los que creen que Dios aniquila el alma del animal, y no tiene ningún fundamento sólido en si mismo”, etc. (22). Muchos de los hombres de ciencia del siglo pasado defendieron la hipótesis de Dean, declarándola en extremo probable, especialmente uno de ellos, el sabio teólogo protestante Charles Bonnet, de Ginebra. Ahora bien, este teólogo fue autor de una obra en extremo curiosa llamada por él Palingenesia(23), o el Nuevo Nacimiento, que tiene lugar, como procura demostrar, gracias a un germen invisible que existe en todo hombre. Y lo mismo que Leibnitz, no puede comprender por qué los animales han de excluirse de un sistema que con tal exclusión no sería una unidad, puesto que sistema significa una colección de leyes (24). “Los animales –escribe– son libros admirables en que el Creador ha reunido los más sorprendentes rasgos de su Soberana inteligencia. El anatómico tiene que estudiarlos con respeto, y aun el menos dotado del sentimiento delicado y razonador que caracteriza al hombre moral, jamás pensará, al hojear estas páginas, que está manejando fragmentos de pizarra o rompiendo guijarros. Jamás olvidará que todo cuanto vive y siente merece su compasión y piedad. Los hombres correrían el riesgo de comprometer sus sentimientos éticos, si se familiarizasen con los sufrimientos y con la sangre de los animales. Es esto una verdad tan evidente, que los gobiernos no deberían nunca perderla de vista. En cuanto a la hipótesis del automatismo, me sentiría inclinado a considerarla como una herejía filosófica, muy peligrosa para la sociedad, si no violase tan fuertemente el buen sentido y los sentimientos, hasta el punto de ser inofensiva, porque nunca será generalmente aceptada.
Por lo que hace al destino del animal, si mi hipótesis es justa, la Providencia le reserva las más grandes compensaciones en estados futuros …(25). Y para mí, su resurrección es la consecuencia de aquella alma o forma que necesariamente nos vemos obligados a concederles, porque siendo el alma una substancia simple, ni puede ser dividida, ni descompuesta, ni tampoco aniquilada. No puede eludirse esta deducción sin caer en el automatismo de Descartes; y entonces, del automatismo animal, forzosamente llegaríamos muy pronto al automatismo del hombre.” La escuela moderna de biólogos ha llegado a la teoría del hombre autómata; pero sus discípulos pueden ser abandonados a sus propios medios y conclusiones. Ahora solamente trato de la prueba final y absoluta de que los más filosóficos intérpretes de la Biblia –por desprovistos que hayan podido estar de más clara percepción respecto de otras cuestiones– no han negado jamás,,con la autoridad de aquel libro, un alma inmortal a los animales, para lo cual no han encontrado en dicho libro –y por lo que hace al Antiguo Testamento– más fundamento que para afirmar la existencia de un alma semejante en el hombre.
No hay más que leer ciertos versículos de Job y del Eclesiastés (III, 17 y sig., 22) para llegar a esta conclusión. La verdad del caso es que ni una sola palabra referente al estado futuro de unos y otros se encuentra allí. Pero si sólo se encuentra en el Antiguo Testamento una evidencia negativa, en lo que al alma inmortal de los animales se refiere, en el Nuevo se halla tan claramente afirmada como la del hombre mismo. Vamos a dar ahora la prueba definitiva en beneficio de los que se burlan del filozoísmo indo, de los que afirman su derecho a matar animales a su placer y capricho, de los que les niegan un alma inmortal. Al final del primer capítulo sobre este asunto, se hizo mención de San Pablo, como defensor de la inmortalidad de toda la creación animal. Afortunadamente, no es esta afirmación de aquellas que puedan ser menospreciadas por los cristianos como interpretaciones blasfemas y heréticas de la Santa Escritura, hechas por un grupo de ateos y librepensadores. De desear seria que todas las palabras profundamente sabias del Apóstol Pablo, que ante todo fue un iniciado, fuesen tan claramente comprendidas como los párrafos que se refieren a los animales. Porque entonces, como se hará ver, la indestructibilidad de la materia enseñada por la ciencia materialista, la Ley de la Evolución Eterna, tan agriamente negada por la iglesia, la omnipresencia de la VIDA UNA, o la unidad del ELEMENTO UNO, y su presencia en te da la extensión de la Naturaleza, según las enseñanzas de la Filosofía Esotérica y el sentido secreto de las observaciones de San Pablo a los Romanos (VIII, 18–23), quedaría demostrado, sin dudas ni cavilaciones, que son una misma cosa. Pues a decir verdad, ¿Qué otra cosa podía querer decir aquel gran personaje histórico, tan evidentemente imbuido por la filosofía neoplatónica de Alejandría, con las siguientes frases que transcribo con comentarios hechos a la luz del Ocultismo, para dar una idea más clara de mi tesis? El Apóstol sienta sus premisas diciendo (Romanos, VIII, 16, 17) que: “El mismo Espíritu (Paramâtmâ) da testimonio con nuestro Espíritu (Âtman) de que nosotros somos hijos de Dios” y “como tales hijos, sus herederos”, herederos, por supuesto, de la eternidad e indestructibilidad de la eterna o divina Esencia en nosotros. Después, nos dice que: “Los sufrimientos de los tiempos presentes no son dignos de compararse con la Gloria que ha de ser revelada” (v. 18). La Gloria, sostenemos nosotros, no es la Nueva Jerusalén, la simbólica representación del porvenir de las revelaciones kabalísticas de San Juan, sino los períodos Devachánicos y las series de nacimientos en las razas sucesivas, donde, después de cada nueva encarnación, nos hemos de encontrar nosotros mismos más elevados, tanto física como espiritualmente, y cuando por fin, todos nos hayamos convertido verdaderamente en Hijos de Dios al tiempo de la última Resurrección, ya la llamen las gentes Cristiana, ya Nirvánica, ya Parabráhmica, pues todas ellas son una y la misma. Porque a decir verdad: “La más ardiente expectación de la criatura es aguardar la manifestación de los Hilos de Dios” (v. 19). Por criatura, se quiere dar a entender aquí el animal, como se demostrará más adelante con la autoridad de San Juan Crisóstomo. Pero, ¿Quiénes son los Hijos de Dios, cuya manifestación anhela la creación entera? ¿Son los “Hijos de Dios” con quienes “Satán vino también” (véase Job I, 6), o los Siete Ángeles de la Revelación? ¿Se refieren a los cristianos únicamente o a los Hijos de Dios sobre toda la Tierra? (26). Tal manifestación está prometida al final de cada Manvantara (27) o periodo del mundo, por las escrituras de todas las grandes religiones; y excepto en la interpretación esotérica de todas ellas, en ninguna parte se encuentra con tanta claridad como en los Vedas. Pues en ellos se dice que al fin de cada Manvantara sobreviene el Pralaya o la destrucción del mundo, de los cuales uno sólo es conocido y esperado por los cristianos, y allí quedarán los Sishtas o restos, siete Rishis y un guerrero, y todas las semillas para la próxima “oleada humana de la siguiente Ronda” 28. Pero la cuestión que por el momento nos interesa no es determinar qué teoría es más correcta, si la hindú o la cristiana, sino demostrar que los brahmanes, al enseñar que las semillas de todas las criaturas son conservadas, a pesar de la destrucción total, periódica y temporal de todas las cosas visibles, juntamente con los Hijos de Dios o los Rishis que deben manifestarse a la humanidad futura, no dicen ni más ni menos de lo que San Pablo predicaba. Tanto éste como aquellos comprenden toda la vida animal en la esperanza de un nuevo nacimiento y en la renovación en un estado más perfecto, cuando todas las criaturas que ahora esperan gocen de la manifestación de los Hijos de Dios. Porque como San Pablo dice: “La misma (ipsa) criatura también debe ser libertada de la servidumbre de la corrupción”, lo que equivale a decir que el germen del alma animal indestructible, que no logra el Devachán mientras permanece en su estado elementario o animal, ingresará en una forma superior y seguirá adelante, juntamente con el hombre, debiendo progresar en estados y formas cada vez más elevados hasta el fin, “en la gloriosa libertad de los Hijos de Dios” (v. 21). Y esta gloriosa libertad únicamente puede ser alcanzada por medio de la evolución o progreso kármico de todas las criaturas. El animal mudo que ha evolucionado de la planta semi–sensible, se transforma por grados en hombre, Espíritu, Dios, y sucesivamente ad infinitum–. Pues dice San Pablo: “Nosotros sabemos (“nosotros’” los Iniciados), que toda la creación (omnis creatura o criatura en la Vulgata), gime y sufre los dolores del parto hasta ahora”(29) (v. 22).
Esto es decir claramente que el hombre y el animal sufren igualmente en la Tierra, en sus esfuerzos de evolución hacia la meta conforme a la ley kármica. Hasta ahora, significa hasta la Quinta Raza. Para declararlo mejor, el gran Iniciado cristiano, se explica diciendo: “No sólo ellos (los animales), sino también nosotros que gozamos de los primeros frutos del Espíritu, gemimos en nuestro íntimo ser, mientras esperamos la adopción, esto es: redimirnos de nuestro cuerpo.” (ver. 23).
Sí; nosotros los hombres, gozamos ya de los “primeros frutos del Espíritu”, o sea de la luz directa, de Parabrahman, que es nuestro Âtma o séptimo principio, lo cual debemos a la perfección de nuestro quinto principio (Manas), el cual está mucho menos desarrollado en los animales. Como compensación, sin embargo, su karma es mucho menos pesado que el nuestro. Pero ésta no es una razón para que no hayan de alcanzar también en su día aquella perfección que da al hombre plenamente desenvuelto la forma de un Dhyân Chohan.
Nada puede ser más claro, aun para un critico profano, no iniciado, que estas palabras del gran Apóstol, ya las interpretemos a la luz de la Filosofía Esotérica, ya a la del escolasticismo de la Edad Media. No sólo al hombre, sino a todas las criaturas vivientes cabe la esperanza de la redención, por la supervivencia de la Entidad Espiritual, libertada de la servidumbre de la corrupción o de la serie de las formas temporales dentro de la materia. Mas no hay que esperar que el compañero de los animales, proverbialmente injusto aun para con sus semejantes, consienta fácilmente en compartir sus aspiraciones con su ganado y sus aves domésticas. El famoso comentador de la Biblia, Cornelio Lápide, fue el primero que hizo la advertencia y acusó a sus predecesores por la consciente y deliberada intención de hacer todo cuando podían para evitar la aplicación de la palabra creatura a las criaturas inferiores de este mundo. Sabemos por él que San Gregorio Nacianceno, Orígenes y San Cirilo (el cual, probablemente se negó a ver una criatura humana en Hypatia y se condujo con ella como si hubiese sido un animal salvaje) insistieron en que la palabra creatura de los versículos antes citados, fue aplicada por el Apóstol simplemente a los Ángeles. Pero, como observa Cornello, el cual apela a Santo Tomás en corroboración de su tesis,“esta opinión es torcida y violenta en demasía (distorta et violenta); está además anulada por el hecho de que los Ángeles, como tales, están libres de los lazos de la corrupción” ¡No es tampoco más feliz la indicación de San Agustín, que presenta la extraña hipótesis de que las criaturas a que se refiere San Pablo, eran los infieles y herejes de todos los tiempos! Cornelio contradice al venerable padre de la iglesia con la misma frialdad con que se puso frente a los otros santos predecesores suyos.“Pues, –dice– en el texto citado, las criaturas de que habla el Apóstol, son evidentemente criaturas distintas del hombre, no sólo ellas, sino también nosotros mismos; y, además, lo que quiere significarse no es la liberación del pecado, sino de la muerte futura”(30). Pero hasta el valiente Cornelio se acobarda al fin ante la general oposición, y decide que por la palabra criaturas, San Pablo pudo haber significado, conforme San Ambrosio, San Hilario y otros han pretendido, los elementos(!!), o sea, el Sol, la Luna, las Estrellas, la Tierra, etc. Desgraciadamente para los santos especuladores y escolásticos, y afortunadamente para los animales, si es que estos han de sacar alguna vez provecho de las polémicas, se encuentran aquellos dominados por una autoridad todavía mayor. Es ésta San Juan Crisóstomo, mencionado ya, a quien la Iglesia Católica Romana, según el testimonio del obispo Proclo, un tiempo secretario suyo, tiene en la mayor veneración. De hecho fue San Juan Crisóstomo, –si se nos permite aplicar a un Santo el término profano de nuestros días– el médium del Apóstol de los Gentiles. En sus Comentarios de las Epístolas de San Pablo, se considera a San Juan como directamente inspirado por el mismo Apóstol; en otras palabras, como habiendo escrito sus comentarios bajo el dictado de San Pablo. He aquí lo que leemos en estos comentarios acerca del capitulo III de la Epístola a los Romanos: “Debemos gemir siempre por la dilación impuesta a nuestra emigración (muerte); porque si, como dice el Apóstol, la criatura privada de razón (mente, no ánima, “Alma ”) y de palabra (nam si haec creatura mente et verbo carens), gime y espera, ¡cuánta mayor será la vergüenza de que dejemos nosotros de hacer lo mismo!”(31).
Desgraciadamente dejamos de hacerlo, y nos apartamos con gloria del deseo de emigrar a países desconocidos. Si las gentes estudiasen las Escrituras de todas las naciones e interpretasen su significación a la luz de la Filosofía Esotérica, nadie dejaría de sentirse, si no ansioso de morir, por lo menos indiferente a la muerte. Entonces emplearíamos con provecho el tiempo que pasamos en esta Tierra, preparándonos tranquilamente en cada nacimiento, por la acumulación de buen Karma, para el próximo.
Pero el hombre es un sofista por naturaleza. Y hasta después de leer esta opinión de San Juan Crisóstomo (opinión que resuelve para siempre la cuestión del alma inmortal de los animales, o por lo menos así debería hacerlo para todo cristiano), tenemos el temor de que la lección no sea de provecho alguno para los pobres animales. En verdad, el casuista sutil, condenado por su propia boca, puede decirnos que, sea cual fuese la naturaleza del alma de los animales, todavía se les hace un favor, y se cumple una acción meritoria matando a la pobre criatura, pues se pone termino a sus gemidos por la tardanza impuesta a su emigración a la Gloria Eterna.
No es la escritora de estas líneas tan inocente que vaya a creer que todo un Museo Británico, lleno de obras contra la alimentación carnívora, produciría el efecto de detener a las naciones civilizadas en la construcción de mataderos, o les haría renunciar a sus bistecs y pavos de Navidad. Pero si estas humildes líneas pueden hacer comprender a unos cuantos lectores el verdadero valor de las nobles palabras de San Pablo, y con ello dirigir seriamente sus pensamientos hacia todos los horrores de la vivisección, entonces la escritora se daría por contenta. Porque, ciertamente, cuando el mundo se sienta convencido –y no podrá evitarse que llegue algún día a tal convicción– de que los animales son criaturas tan eternas como nosotros mismos, la vivisección y otras torturas permanentes, diariamente infligidas a los pobres animales, obligarán a todos los gobiernos, después de dar lugar por parte de la sociedad en general, a una explosión de condenas y amenazas, a poner fin a estas prácticas bárbaras y vergonzosas.
Entrada linkeada en la siguiente respuesta:
Argumento: "Al contrario que los humanos, los animales no tienen alma".