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Las mujeres y los animales (Anna E. Charlton, 1999)

El siguiente artículo fue publicado en la revista Teorema: Charlton, Anna E. (1999) Las mujeres y los animales. Teorema, XVIII (3). pp. 103-115.


ABSTRACT
In considering how to revolutionize and improve the relationship between humans and nonhumans, “ecofeminist” thinkers frequently argue that rights should be eschewed as patriarchal, hierarchical and atomistic, and the relationship between humans, nonhuman animals, and nature should be governed by an “ethic of care”. This short paper argues that, even without a detailed defense of rights theory, a “commonsense” examination of the operation of the ethic of care shows that ecofeminism cannot provide adequate protection for the basic interests of nonhuman animals.

RESUMEN
Al considerar cómo revolucionar y mejorar la relación entre humanos y no humanos, los pensadores “ecofeministas” argumentan frecuentemente que los derechos deben evitarse como algo patriarcal, jerárquico y atomista, y las relaciones entre humanos, animales no humanos y la naturaleza deben estar gobernadas por una “ética de la preocupación”. Este breve artículo argumenta que, incluso con una detallada defensa de la teoría de los derechos, un examen de “sentido común” de la operación de la ética de la preocupación muestra que el ecofeminismo no puede proporcionar una protección adecuada para los intereses básicos de los animales no humanos.


I. LA OPRESIÓN DE LAS MUJERES Y LA OPRESIÓN DE LOS ANIMALES

La conexión entre la opresión de las mujeres por el sexismo y la opresión de los animales por el especeísmo es vívida y conmovedora. El especieísmo ha de condenarse porque, del mismo modo que el sexismo opera para oprimir a las mujeres e impedir que participen plenamente en la comunidad moral, el especieísmo descansa en criterios irrelevantes para excluir a los animales de la comunidad moral.

Puede ser que la condición de los animales resonase fuertemente en algunas mujeres, pues las mujeres han sido consideradas como poseedoras de muchas características que están asociadas con los animales. Mientras que los humanos del género masculino se definen como el compendio del poseedor del poder racional, las mujeres son relegadas a una posición en la que se definen como irracionales, emocionales e intelectualmente débiles. Las mujeres tienen el status de una propiedad gobernada por sus maridos. Los animales están sujetos, dicho con propiedad, a las prácticas de la “granjería animal”.

Se ha mantenido que la subyugación y la domesticación de los animales proporcionó el prototipo para la subyugación de grupos de humanos, ya sea mediante la esclavitud, el sexismo o el prejuicio basado en la raza, la pertenencia a un grupo étnico o la orientación sexual. En la esfera de la discriminación en contra de las mujeres, el reconocimiento de la reciprocidad de la identificación entre las mujeres y los animales ha sido clara. Keith Thomas ha discutido que el mecanismo caracterizador no favorecía a los humanos como semejantes a los animales y por ello los eliminaba de participar en la comunidad moral: “La ética de la dominación humana [de los animales] eliminó a los animales de la esfera de la preocupación humana. Pero también legitimó el mal tratamiento de aquellos humanos que estaban supuestamente en una condición animal” [Thomas (1983), p. 44]. La vívida similitud entre los apoyos filosóficos, racionalizaciones, caracterizaciones y métodos de implementar la dominación y la subyugación de esos grupos oprimidos no se perdieron entre sus miembros o sus opresores.

Así, por ejemplo, el movimiento en contra del uso de los animales en la vivisección se engarzó con la lucha a favor del voto de las mujeres en el siglo XIX y principios del XX. Como observa Coral Lansbury en su estudio The Old Brown Dog: Women, Workers, and Vivisection in Victorian England: “Las mujeres iban a ser la fuerza del movimiento contra la vivisección, y todo caballo azotado y maltratado, todo perro o gato capturado para el cuchillo del vivisector, les recordaba su propia condición en la sociedad” [Lansbury (1985), p. 82]. La clase médica de la época consideraba la compasión respecto de los animales como patología femenina, indicativa principalmente de, y ocasionada por, la frustración sexual.

La subyugación de las mujeres y de los animales habían sido compañeros próximos en las tradiciones religiosas y filosóficas de Occidente. Las bases teológicas de la justificación de esta opresión se encuentran en el Génesis, en el que se le da al hombre “el dominio sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo, y sobre el ganado, y sobre toda cosa viva que se mueva sobre la Tierra” [Génesis, 1, 20-8]. Mientras que “dominio” puede interpretarse de un modo que sugiera que los humanos tienen la posición de un guardián —más bien que la de un opresor— a los animales se les coloca claramente sobre la Tierra para ser usados por los humanos.

Del mismo modo que la Biblia colocó a los humanos en una posición de autoridad sobre los animales, así también colocó al hombre en una posición de autoridad sobre las mujeres. La mujer, que es creada a partir de una costilla de Adán, se muestra como una criatura moralmente débil, responsable de la expulsión del Edén, que debe se ser colocada bajo la autoridad de su marido, de modo que se preserve la jerarquía natural ordenada por Dios. Esta jerarquía tuvo su continuación en la iglesia cristiana, formando las bases de las relaciones sociales y legales de hombres y mujeres durante los últimos dos mil años:

Esposas, someteos a vuestros maridos, como al Señor. Pues el marido es la cabeza de la esposa, como también Cristo es la cabeza de la iglesia; y Él es el salvador del cuerpo.Por lo tanto, así como la iglesia está sujeta a Cristo, dejemos que las esposas estén sujetas en todo a sus maridos.[...]
Sin embargo, que cada uno de vosotros en particular ame a su propia esposa como a sí mismo, y que la mujer vea que respeta a su marido [Efesios, 5, 22-4, 33] (1).

La subyugación de las mujeres y de los animales no es sólo algo teológicamente ordenado sino también apropiado de acuerdo con las teorías filosóficas que presumían que las mujeres y los animales eran seres defectuosos.

Aristóteles declaraba que “naturalmente, entre el hombre y la mujer, el uno es superior, la otra inferior” [Política, 8]. Así “las plantas se crean para beneficio de los animales, y los animales para beneficio del hombre; el domesticado para nuestro uso y provisión; el salvaje, al menos en su mayor parte, también para nuestra provisión, o para otro propósito ventajoso, como el de darnos vestidos y cosas semejantes” [Política, 14].

Tomás de Aquino juntó los puntos de vista aristotélico y bíblico sobre la inferioridad tanto de las mujeres como de los animales para formar gran parte del pensamiento posterior sobre el papel, la posición social y el valor moral de las mujeres y los animales. Aquino insistió en que el hombre, hecho a imagen de Dios y dotado tanto de racionalidad como de prudencia, era propiamente el dueño de las mujeres y del resto del universo creado: “el hombre debe ser el dueño de los animales, pues la subyugación de otros animales al hombre se ha demostrado que es natural” [Aquino, cuestión 96, p. 486].

Como los lazos de la opresión que ligaban a las mujeres y a los animales tenían bases comunes, era apropiado y quizás inevitable que los esfuerzos para lograr su liberación fuesen contemporáneos. Cuando Henry Salt escribió Animals’ Rights, al final casi del siglo XIX, miró hacia atrás para ver lo apropiado que era el vínculo a finales del siglo XVIII cuando la Gran Cadena del Ser estaba siendo desactivada a lo largo de toda Europa:

Un efecto notable y de amplio alcance se produjo en Inglaterra en esta época con la publicación de obras revolucionarias tales como Los derechos del hombre de Paine y la Vindicación de los derechos de las mujeres de Mary Wollstonecraft; y mirando hacia atrás ahora, después del lapso de cien años, podemos ver que una extensión más amplia todavía de la teoría de los derechos era desde entonces inevitable. De hecho, tal afirmación fue anticipada —si bien con un amargo chiste— por un escritor contemporáneo que nos proporciona un ejemplo notable de cómo la mofa de una generación puede convertirse en la realidad de la siguiente. En 1792 se publicó anónimamente un pequeño volumen titulado “Una vindicación de los derechos de los brutos”, una reductio ad absurdum del ensayo de Mary Wollstonecraft escrito, como el autor nos informa, “para mostrar mediante un argumento demostrativo la perfecta igualdad de lo que se denomina la especie irracional con la especie humana”. Se expresa la opinión adicional de que “de acuerdo con esas maravillosas producciones del Sr. Paine y la Sra. Wollstonecraft, una teoría como la presente parece ser necesaria” [Salt (1980), pp. 4-5].

Salt estaba en lo correcto al observar que otros creían que el vínculo y la progresión de la extensión de los derechos a las mujeres y a los animales eran un desarrollo necesario de nuestro pensamiento moral. A finales del siglo XIX, el vínculo entre los movimientos a favor del sufragio en las mujeres y el movimiento en contra de la vivisección estaba claramente articulado.

Pero si el énfasis en la racionalidad como prerrequisito para pertenecer a la comunidad moral, y la santificación de los derechos como el mecanismo protector de los intereses de los miembros de esa comunidad, habían guiado el armazón intelectual y moral que había excluido a las mujeres y a los animales como algo inferior, ¿deberían buscar las mujeres, y las mujeres en nombre de los animales, sólo una extensión de los límites de la comunidad moral así fundada? En efecto, ¿están las mujeres buscando sólo el que se les conceda permiso para entrar en el “club de los chicos” o están buscando una redefinición radical de las relaciones entre hombre y mujer, y entre los humanos y el resto de la creación —el tipo de armazón que, en primer lugar, no habría devaluado de esta manera a las mujeres y a los animales—?

De acuerdo con el enfoque de algunos pensadores y autores feministas, existe una profunda sospecha por lo que respecta a la extensión del enfoque de los derechos como respuesta a la protección de los intereses de las mujeres y de los animales. Al rechazar la extensión de los derechos, los “ecofeministas” han buscado una estructura diferente para la comunidad humana y la comunidad de la naturaleza: la ética de la preocupación que será considerada más adelante.

Sin embargo, al examinar algunas de las obras de los escritores ecofeministas, veremos que la aplicación de la ética de la preocupación que proponen puede modificar las relaciones entre personas que ya están en la comunidad moral, y quizás modificar o realzar la perspectiva estética o espiritual de los actuales detentadores de derechos con su entorno, pero no introduce de ninguna manera a los animales en la categoría de las personas, donde podrían recibir reconocimiento y protección de sus derechos básicos. La ética de la preocupación nos lleva un poco más allá que el interés tradicional por un nivel mínimo de bienestar animal, sujeto a las “necesidades” de los humanos, tal como está incorporado en el tratamiento humano estándar que impregna las leyes anticrueldad de la mayor parte de las sociedades. Dicho brevemente: la redefinición radical que buscan los ecofeministas exige el concepto de derechos.

II. DERECHOS ANIMALES Y BIENESTAR ANIMAL

En su libro Rain Without Thunder: The Ideology of the Animal Rights Movement, Gary Francione describe las cuatro características principales de la teoría del bienestar animal [Francione (1996), pp. 4-5]. En primer lugar, al expresar preocupación social por el tratamiento de los animales, la teoría del bienestar animal reconoce que los animales poseen un bienestar puesto que no son cosas, sino seres dotados de sensación, capaces de expresar distintos niveles de dolor y de placer.

En segundo lugar, aunque se reconoce que los animales están dotados de sensación, se les considera todavía como inferiores a los humanos, que poseen características que no son compartidas por los animales no humanos. Esta inferioridad percibida puede basarse en nociones teológicas de jerarquía dentro de la naturaleza, ciertas presunciones sobre la sensación y la conciencia en los animales no humanos, y presunciones sobre que esa inteligencia, que es diferente de la inteligencia humana, es, por definición, inferior.

En tercer lugar, el bienestar animal no desafía el estatuto de los animales como propiedad de sus poseedores humanos, y la regulación del tratamiento de los animales representa una intrusión en el derecho de propiedad de los poseedores para usar o disponer de esa propiedad. Haremos referencia a esto más adelante.

Cuarto, cuando consideramos cuál es el uso apropiado o aceptable de los animales, que son considerados como propiedad, el bienestar animal acepta usualmente que se puede renunciar al interés del animal en su bienestar, ya sea su interés en la libertad de movimiento, en estar libre de dolor, o incluso a la preservación de su vida, en favor de un interés humano. Un uso de un animal se considera “necesario” y, por lo tanto, algo que no viola el estándar del bienestar animal, si es parte de una práctica social generalmente aceptada que beneficia a los humanos. De este modo, las sociedades que incorporan cierta preocupación por los animales y su bienestar en leyes que “proscriben” crueldad innecesaria hacia los animales pueden, sin embargo, tolerar la matanza de miles de millones de animales cada año para satisfacer las preferencias de gusto, la muerte de muchos millones de animales en la caza deportiva, y el abuso y muerte de cientos de miles de animales para diversión pura y simple en rodeos, zoos, circos, corridas de toros o tiros de pichón.

Las leyes de casi todas las sociedades que reflejan la preocupación por el bienestar de los animales no han cercenado tal uso y matanza de animales.

En los setenta, la preocupación por los animales y el debate sobre la relación entre los animales y humanos cambió de la aceptación de la posición del bienestar animal a la consideración de cómo los derechos, que se usan por la ley para proteger los intereses humanos, podrían extenderse para facilitar a los animales una protección de sus intereses que habían continuado siendo sacrificados en beneficio del interés humano bajo el estándar del bienestar animal.

Si se considera que los animales tienen intereses que están protegidos por derechos, entonces tenemos que terminar de contemplar nuestras relaciones con los animales a través de una lente puramente consecuencialista. Esto desplazaría a los animales de la categoría de propiedad, o cosa, que no tiene ningún interés al que no se pueda renunciar en beneficio del poseedor de la propiedad, hacia la categoría de “personas”.

Pero ¿cómo deberíamos enfocar el problema de los derechos de los animales? Sabemos que, mientras que los animales pueden tener intereses significativos, no tienen el mismo interés que los humanos, ¿y cómo es posible aplicar los derechos, que pueden considerarse como un constructo social humano, de una manera apropiada a animales no humanos?

El concepto de “derecho básico”, tal como lo analiza el filósofo Henry Shue [Shue (1996)], proporciona un fundamento para un enfoque a la cuestión de los derechos de los animales. Shue postula que mientras que un derecho básico no es “moralmente valioso, o algo que, intrínsecamente, es más satisfactorio el disfrutarlo a él que a otros derechos” [Shue (1996), p. 20], éste se caracteriza como “básico” cuando “cualquier intento de disfrutar de cualquier otro derecho sacrificando el derecho básico sería, de manera literal, completamente autodestructivo, algo que siega la hierba sobre la que descansa” [Shue (1996), p. 20]. La posesión de tales derechos básicos, que Shue identifica como lo que incluye “el derecho básico a la seguridad física —un derecho negativo a no estar sujeto al asesinato, la tortura, la mutilación criminal, la violación o el atentado—” [Shue (1996), p. 20], es un prerrequisito para disfrutar de cualquier otro derecho no básico. La posesión de un derecho no básico sin la garantía protectora del derecho básico, significaría que el derecho no básico se posee “en un sentido meramente legalista o abstracto, que es compatible con no ser capaz de hacer uso sustancial alguno de ese derecho” [Shue (1996), p. 19].

Aunque los derechos de los humanos pueden variar entre los diferentes sistemas legales y ciertos derechos pueden ser más valorados en una cultura que en otra, el derecho básico a la seguridad física, esencialmente el derecho a no ser tratado como una cosa cuyos intereses pueden ser ignorados en beneficio de otro, es fundamental para cualquier concepción de los derechos humanos. Si esto no fuera así, cualquier otro derecho tendría poco significado. Esta situación fue puesta en evidencia claramente por las leyes de los Estados Unidos que regulaban la esclavitud basada en la raza. Si el propietario de un esclavo tenía el derecho de violar su seguridad física, cualquier otro derecho o protección que pudiera proporcionar el sistema legal carecía de significado.

¿No sucede lo mismo con los animales? ¿Qué contenido tiene el concepto de protección de los intereses de los animales si se nos permite recluirlos, causarles sufrimientos en las condiciones de la agricultura intensiva y sacrificarlos por la mera razón de satisfacer nuestro deseo de comer su carne?

Si los animales no tienen el derecho básico a su seguridad física, todas las demás regulaciones que aspiran a satisfacer otros intereses animales que los humanos puedan identificar se convierten en carentes de significado. Si el gobierno emite un carné de conducir a una persona y con ello le permite conducir a su total conveniencia y desplazarse en coche a los lugares que elija, pero no le da el derecho a la seguridad física, con el resultado de que puede ser arrestada, encarcelada, o dañada físicamente a voluntad, entonces el derecho a conducir no constituye un reconocimiento de su pertenencia a la comunidad moral. Las leyes que regulan el sacrificio de los animales pueden buscar el minimizar el dolor y el terror de los animales que matamos para alimentarnos, y puede reflejar el hecho de que nos “preocupamos” por el interés del animal en evitar el dolor, pero si tenemos el poder de matar a voluntad animales para nuestro placer, entonces las regulaciones legales que incorporan nuestra “preocupación” no proporcionan al animal ninguna protección significativa en contra de nuestro deseo de contemplar al animal de un modo completamente instrumental.

Sin el reconocimiento de los derechos básicos de los animales, no los dejamos entrar en la comunidad moral. No se han trasladado de la categoría de propiedad, que tiene sólo un estatuto instrumental, a la categoría de personas cuyos intereses no pueden ser dejados completamente fuera de consideración para beneficio de otros.

III. ECOFEMINISMO Y EL RECHAZO A LOS DERECHOS

Los derechos son “nociones morales que crecen a partir del respeto por el individuo. Construyen cercas protectoras en torno al individuo. Establecen áreas dentro de las que se le garantiza al individuo la protección en contra del estado y de la mayoría, incluso si el bienestar general ha de pagar un precio por ello” [Rollin (1983), p. 106].

Tal concepto de los derechos, de acuerdo con los críticos ecofeministas, es atomista y jerárquico, y contempla los intereses de los individuos como opuestos entre sí en lugar de reconocerlos y acomodarlos bajo la ética de la preocupación. De hecho, tal imagen se concentra sobre el individuo, cuyo interés se protege de ser ignorado o violado, dadas las consecuencias deseables que resultarían para los demás. El individuo está ante la “cerca” que le protege, y no puede ser forzado a ceder su oposición en el interés de acomodar el de los otros o de incrementar el bienestar general en su propio detrimento. La vindicación del detentador de los intereses individuales y la jerarquía de los intereses en competición es la causa por la que algunos ecofeministas critican el enfoque de los derechos como “abstracto y formalista, algo que favorece las reglas que son universalizables o los juicios que son cuantificables” [Donovan y Adams (1996), p. 15].

Carol Gilligan distinguió entre la “concepción de la moralidad” mantenida por las mujeres, que se “ocupa de la actividad de la preocupación” y la “responsabilidad y las relaciones” que la acompañan, y la concepción masculina de la moralidad, que se concentra en “derechos y reglas” [Gilligan (1982), p. 19].

En contraste con la aserción y vindicación de los derechos individuales, Gilligan argumenta que la moralidad de los valores de las mujeres “mantienen la conexión [...] [y] matienen intacta la red de relaciones”. El ecofeminismo es la posición de que “hay conexiones importantes —históricas, experimentales, simbólicas, teóricas entre la dominación de las mujeres y la dominación de la naturaleza” [Gilligan (1982), p. 59]. Los ecofeministas han rechazado frecuentemente la teoría de los derechos como un producto, y una parte inherente, pensamiento jerárquico, dominado por los varones. Argumentan que los derechos, como producto de tal pensar, son inapropiados y quizás carecen de efecto para lograr la inclusión de las mujeres, los animales y la naturaleza en el reino de nuestra preocupación moral.

La teoría de los derechos fue desarrollada en los siglos XVII y XVIII, la llamada edad de la razón, basándose en una ontología mecanicista de atomismo territorial. Esto es: contempla una sociedad de agentes racionales, autónomos e independientes cuyo territorio o propiedad tiene el derecho de ser protegido de agentes externos (otras personas o el gobierno). Estos detentadores de los derechos, o “personas”, se presumía desde el comienzo que eran blancos, varones, propietarios, e incluso los documentos fundacionales de los Estados Unidos reflejan este sesgo. Las mujeres, los esclavos y los carentes de propiedad estaban excluidos de la categoría de personas y, por lo tanto, carecían de derechos. Desde luego, esas injusticias han sido abordadas desde entonces [Warren (1990), p. 126].

Pero ¿como “han sido abordadas” esas injusticias a las que ponen objeciones las ecofeministas? ¡Con derechos! Como resultado de la presión y el levantamiento políticos y, en el caso de la abolición de la esclavitud, merced a una guerra civil excepcionalmente sangrienta en los Estados Unidos, los antiguos esclavos y las mujeres fueron admitidos en la comunidad moral cuando pasaron de la categoría de “cosas” a la categoría de personas. Esta transición sólo fue posible al reconocer que los esclavos y las mujeres tenían derechos.

Desde luego, esto no equivale a decir que tal reconocimiento garantiza la igualdad. El derecho básico a la seguridad física que hace posible la autonomía introduce al portador del derecho en la comunidad, pero no especifica de qué otros derechos no básicos va a disfrutar dentro de la comunidad moral el recién ingresado. Aunque el fin de la esclavitud en los Estados Unidos impidió que los blancos tuviesen esclavos como propiedad suya, esto no impidió el que les negasen a los afroamericanos libres los derechos de reunión, asociación, educación, matrimonio, empleo, expresión, religión y muchos otros de los derechos que podría considerarse que son parte integrante del concepto de libertad humana. El fin de la esclavitud impidió la posesión de seres humanos como propiedad. No detuvo otras opresiones y discriminaciones. Cuando las mujeres lograron cierta autonomía separada de sus padres o de sus maridos —cuando se les permitió tener propiedades y hacer contratos en lugar de que se las transfiriese a ellas mismas como propiedades— permanecieron todavía sin derecho a voto. En los Estados Unidos, a los hombres afroamericanos que habían sido esclavos se les permitió votar mucho después de que se le permitiera votar a cualquier mujer. Una comunidad de seres que detentan derechos básicos —de personas— no es necesariamente una comunidad de iguales.

¿No es entonces en sí mismo jerárquico que los ecofeministas pongan objeciones al uso de derechos, de los que se han beneficiado, para proteger los intereses de los animales porque perciben que los humanos y los animales no son iguales? Los ecofeministas sugieren que el concepto de derechos del animal no es satisfactorio porque “exige un supuesto de similitud entre humanos y animales, de manera que las diferencias se ocultan. En realidad, los animales son sólo apropiados, con una tensión considerable, para el hombre cartesiano” [Warren (1990), p. 14].

Sin embargo, seguramente sucede que la elasticidad del concepto de derechos, que ha permitido la extensión de los derechos a los esclavos y a las mujeres, sólo se estira un poco más cuando se extiende a la protección del derecho básico de los animales a no ser considerados simplemente como cosas. No es necesario que los humanos y los animales sean lo mismo en todos los aspectos para que sean beneficiarios del derecho básico a no ser tratados como una cosa.

Todo lo que se exige es que los animales estén dotados de sensación y, al igual que nosotros, que sean la suerte de seres que tienen intereses, cualesquiera que éstos puedan ser.

IV. LOS ANIMALES Y LA ÉTICA DE LA PREOCUPACIÓN

Muchos ecofeministas rechazan la teoría de los derechos en favor de la “ética de la preocupación” que “concede un lugar central a los valores del cuidado, el amor, la amistad y la apropiada reciprocidad” —valores que presuponen que nuestras relaciones con los otros son centrales para entender quiénes somos” [Warren (1990), p. 143].

¿Y en qué protecciones se traduce la ética de la preocupación cuando consideramos la relación entre los humanos y los animales? Aunque autoras como Carol Adams [Adams (1990)] han argumentado a favor de un vegetarianismo basado en el feminismo, otras como Deane Curtin hacen claro que su concepto de las relaciones entre los humanos y los animales no reconoce el derecho del animal a la seguridad corporal. Curtin argumenta a favor de un “vegetarianismo moral dependiente del contexto” que “responda a contextos e historias particulares” [Curtin (1991), p. 69]. Aunque apoya de manera general al vegetarianismo, Curtin insiste en que tienen que examinarse las “relaciones contextuales” para determinar si el vegetarianismo ha de exigirse o es apropiado en cualquier instancia particular: “Como ‘vegetariana moral dependiente del contexto’, no me puedo referir a una regla absoluta que prohiba comer carne bajo todas las circunstancias. [...] ¿No preferiría la muerte de un oso a la de una persona querida? Estoy segura de que la preferiría. El meollo de una ética contextualista es que no se necesita tratar igualmente todos los intereses como si uno no tuviera relación con ninguna de las partes” [Curtin (1991), p. 71].

El enfoque que Curtin da al vegetarianismo ilumina el fallo de la ética de la preocupación a la hora de llevar a los animales no humanos a la comunidad moral donde sus intereses sean capaces de ser protegidos independientemente de si algún ser humano particular tiene una relación protectora con los animales. En el momento en que escribo este artículo hay una gran preocupación, expuesta públicamente por los defensores de los animales, sobre el uso de perros como alimento en Corea. Se hacen circular peticiones, se organizan manifestaciones ante las embajadas y consulados de Corea, y se fomentan los boicots. ¿Por qué? Aunque muchos de los que tienen sentimientos tan fuertes sobre esos perros puedan abstenerse generalmente de comer animales y puedan también creer que no se deben matar ocho mil millones de animales en los mataderos de los Estados Unidos todos los años, sin embargo muchos de los que protestan no son vegetarianos. Los coreanos comen ocasionalmente perros y las personas que protestan tienen relaciones con animales similares, sus perros de compañía o “mascotas”. Las “mascotas” tienen un extraño status en relación con los humanos; tienen un nivel de cuidado y protección que las hace estar cerca de los miembros de nuestras familias en muchas instancias. Están cubiertas por nuestra “ética de la preocupación”. Pero ¿exige la ética de la preocupación que los perros que no conocemos, o los animales de otras especies, gocen de la misma protección que nuestros compañeros? Curtin nos dice que “el meollo de una ética contextualista es que no se necesita tratar todos los intereses igualmente como si uno no tuviera relación alguna con ninguna de las partes” [Curtin (1996), p. 71].

Si los animales se definen desde el principio como “desiguales”, entonces es difícil colocarlos en la comunidad moral de un modo que dé a sus intereses la oportunidad de cualquier pretensión significativa por parte de nuestra consideración moral. Si sentimos compasión hacia su condición, si nuestra emoción se extiende a la empatía con su interés, si estamos experimentando “preocupación” sobre el animal, entonces nuestra conducta debería tomar en cuenta su interés. Pero una ética que sea dependiente de las “relaciones contextuales” está desprovista esencialmente de protección para aquellos seres cuyos intereses no han sido ya introducidos en la comunidad moral donde sus derechos básicos están protegidos y donde la ética de la preocupación puede por ello determinar cómo deberíamos tratarlos.

Me quedo con imágenes de la operación de las diferentes éticas de la preocupación en otras circunstancias y, por lo tanto, no estoy convencido de que el ecofeminismo pueda hacer algo excepto hacernos más amables en nuestras relaciones sociales con aquellos que ya consideramos miembros de la comunidad moral. Podemos “preocuparnos” por los individuos que no son miembros de la comunidad moral. Los propietarios de esclavos de los Estados Unidos, como el presidente Thomas Jefferson, se “preocupaban” claramente de los esclavos que poseían. Jefferson tenía una relación con una esclava que era hermanastra de su mujer. Esta relación se mantuvo durante décadas y tuvo como resultado el nacimiento de varios niños. Es probable que él se haya “preocupado” por ella y por los niños que tuvieron (y reconozco la perversión del concepto de “preocupación” en esa situación). Pero no se “preocupó” demasiado para dar por finalizado el estatuto de ella como su propiedad y continuó participando en la estructura que relegaba a un ser dotado de sensación, una persona humana, al estatuto de propiedad sin intereses que fuese protegido en contra de los intereses en conflicto del poseedor de la propiedad. Ella no tenía protecciones en contra de sus antojos o en contra del cambio de sus sentimientos. Pocos tribunales lo habrían acusado de asesinato si la hubiese matado.

Durante la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos, las personas que creían en la emancipación completa de los descendientes de los esclavos eran ultrajados como “amantes de los negros”. El argumento parecía ser que, si uno se sentía amable hacia los afroamericanos, entonces se podía elegir tratarlos mejor, pero la gente blanca no debería ser forzada a reconocer iguales derechos a los afroamericanos porque no eran los iguales de los blancos. Una persona podría “preocuparse” del problema, pero otros no tenían por qué, y no se puede exigir que te preocupes de proteger a otros. Los derechos, sin una ética de la preocupación que los acompañe pueden ser una perspectiva nada prometedora para una sociedad, pero una ética de la preocupación sin derechos subyacentes no da protección alguna a los derechos básicos de las partes que entran en la relación.

Similarmente, la “preocupación” no es algo que vaya a proteger a las mujeres. La mayor parte de las mujeres que son asesinadas en los Estados Unidos son asesinadas por personas con las que tienen relaciones maritales o románticas. La mayor parte de las mujeres conocen a los hombres que las violan. Muchas de esas mujeres están en una relación de “preocupación” con tales hombres, pero cuando esa “preocupación” cesa, o se pervierte de alguna manera, la “preocupación” no previene la violación seria o total de sus derechos a la seguridad física. He oído a pocas mujeres buscar “relaciones contextuales” para exonerar a los hombres que dañan a las mujeres. Hay aún leyes en los Estados Unidos y en otros países que enuncian que no puede considerarse que un hombre ha violado a su mujer, puesto que su relación significa que no es libre de retirar su consentimiento. En tales casos se pide a los tribunales que examinen las “relaciones contextuales” entre el agresor y la víctima de la agresión para determinar si ha sido violado el derecho de la mujer. El hombre es superior a la mujer, y hemos confiado su protección al hombre que debe tratarla de acuerdo con alguna versión de la “ética de la preocupación”. No sé de ninguna feminista que diga que esto es aceptable o moral. Todas las mujeres —en tanto que seres dotados de sensación con intereses y que son miembros de la comunidad moral— no deberían depender de si algún otro siente “preocupación” hacia ellas para determinar si sus intereses o sus vidas están en peligro. Ni tampoco debería suceder lo mismo con los animales.


teorema.
Vol. XVIII/3, 1999, pp. 103-15.
Las mujeres y los animales.
Anna E. Charlton.

Rutgers University. School of Law. 15 Washington Street. Newark, New Jersey 07102.
E-mail: annachar@bellatlantic.net



NOTAS

(1) Resulta irónico que la relación de preocupación del marido por la esposa que no es su igual, pero que exige que se consideren sus intereses —un armazón que ha acomodado la subyugación social y legal de las mujeres— es un modelo que parece muy similar a la ética de la preocupación propuesta por las ecofeministas.

BIBLIOGRAFÍA

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