Óscar Horta es doctor en Filosofía por la Universidad de Santiago de Compostela y autor de varios artículos sobre el especismo. Ha estado implicado en el activismo antiespecista desde principios de los noventa.
Vamos a suponer una situación como la siguiente. Imaginaos que en algún momento, debido a una enfermedad o un accidente, sufrieseis unos daños muy graves y completamente irreversibles en el cerebro. Estos serían tan importantes que implicarían lo siguiente: perderíais irreversiblemente la conciencia. Entraríais en un estado vegetativo persistente que terminaría volviéndose permanente, del que nunca os podríais ya recuperar. Jamás os despertaríais, sería imposible que volvieseis a tener ningún tipo de experiencias, ni siquiera sueños. ¿Cuál es vuestra opinión acerca del valor que tendría esa clase de vida? ¿Sería una vida cuyo valor vendría a ser más o menos el que tiene vuestra vida en la actualidad?
Muchos y muchas consideramos que no. De hecho, la mayoría entendemos que una vida así no tendría ningún valor. Más aun, parece que en un caso como este lo que continuaría estando vivo sería nuestro organismo, nuestro cuerpo, pero que nosotros o nosotras como tales habríamos desaparecido irremisiblemente.
¿Por qué pensamos esto? Porque la vida tiene valor por lo que nos pasa en ella. Una vida en la que nos pasan cosas positivas es una vida valiosa que es beneficioso para nosotros vivir. Este es el motivo por el que nos daña la muerte, porque hace que dejemos de vivir las cosas positivas que nos pueden pasar en la vida. Y puede darse también el caso contrario. Imaginemos, por ejemplo, una vida padeciendo tormentos en una cámara de tortura, sin ningún disfrute y sólo con un terrible sufrimiento. Tal vida sería horrible. Podríamos considerar que sería mejor no vivir que vivir de ese modo. Sería, por tanto, una vida con un valor negativo.
Asimismo, una vida sin ninguna clase de experiencias, una vida en un estado de total inconsciencia, como en el ejemplo que he dado arriba, es una vida que ni tiene cosas positivas ni cosas negativas para quien la viva. Ni es bueno ni es malo vivir una vida así: simplemente, no tiene ningún valor, ni positivo ni negativo. Supongamos que viviésemos toda nuestra vida bajo el efecto de un potentísimo somnífero que impidiese que nos despertásemos jamás, y que hiciese que no pudiésemos siquiera soñar. Cuando reflexionamos sobre el tema, vemos que vivir esa vida sería, realmente, como no vivir ninguna vida en absoluto.
Lo que esto nos muestra es que el mero hecho de estar vivo no es algo que tenga en sí ningún valor. Lo que tiene valor son las experiencias que tenemos, todas las cosas que nos pasan a lo largo de nuestra vida, que son las que hacen que nuestra vida como tal sea, a su vez, valiosa. Tenemos intereses y necesidades porque tenemos experiencias, no por el mero hecho de estar vivos o vidas.
Este es el motivo por el que el mero hecho de que un ser esté vivo no resulta moralmente relevante en sí: sólo lo es debido a las experiencias que podemos tener al vivir. Si nunca pudiésemos tener experiencias, si perdiésemos irreversiblemente la conciencia, como en el ejemplo dado en el primer párrafo, sería para nosotros totalmente irrelevante lo que le pasase a nuestro cuerpo. No podríamos ser dañados o beneficiados por ello. El motivo sería que nuestro organismo vendría a ser como una cáscara vacía, sin nadie viviéndola y pudiendo ser, así, beneficiado o perjudicado. Podemos, por tanto, entender que lo relevante a la hora de considerar moralmente a alguien es que posea la capacidad de tener experiencias positivas y negativas, del tipo que sean.
Esta es la razón por la que los animales con la capacidad de sufrir y disfrutar tenemos intereses y necesitamos ser respetados, mientras que los objetos o los seres que no tienen tal capacidad (como los minerales o los vegetales) no tienen ninguna necesidad de ello. Incluso aunque (como en el caso de los vegetales, los hongos o las bacterias) nos hallemos ante seres que estén vivos, nos encontramos aquí ante vidas que nadie vive, que nadie experimenta, exactamente iguales a la vida que he descrito en el primer párrafo. Vidas sin ningún tipo de experiencia. Vidas que no tienen un valor ni positivo (porque no hay nadie en ellas experimentando cosas positivas) ni negativo (porque tampoco hay nadie que experimente cosas negativas).
A quienes asumimos posiciones antiespecistas nos preguntan a menudo por qué ponemos la línea a la hora de respetar a alguien en la capacidad de sufrir y disfrutar, o por qué defendemos a los animales y no a las plantas. En muchos casos, por supuesto, esta pregunta se hace únicamente para buscar una excusa para seguir discriminando a los animales no humanos. En cualquier caso, esa respuesta debe ser respondida. Lo que he escrito en esta entrada viene a ser básicamente la respuesta que yo daría a tales objeciones.
Vamos a suponer una situación como la siguiente. Imaginaos que en algún momento, debido a una enfermedad o un accidente, sufrieseis unos daños muy graves y completamente irreversibles en el cerebro. Estos serían tan importantes que implicarían lo siguiente: perderíais irreversiblemente la conciencia. Entraríais en un estado vegetativo persistente que terminaría volviéndose permanente, del que nunca os podríais ya recuperar. Jamás os despertaríais, sería imposible que volvieseis a tener ningún tipo de experiencias, ni siquiera sueños. ¿Cuál es vuestra opinión acerca del valor que tendría esa clase de vida? ¿Sería una vida cuyo valor vendría a ser más o menos el que tiene vuestra vida en la actualidad?
Muchos y muchas consideramos que no. De hecho, la mayoría entendemos que una vida así no tendría ningún valor. Más aun, parece que en un caso como este lo que continuaría estando vivo sería nuestro organismo, nuestro cuerpo, pero que nosotros o nosotras como tales habríamos desaparecido irremisiblemente.
¿Por qué pensamos esto? Porque la vida tiene valor por lo que nos pasa en ella. Una vida en la que nos pasan cosas positivas es una vida valiosa que es beneficioso para nosotros vivir. Este es el motivo por el que nos daña la muerte, porque hace que dejemos de vivir las cosas positivas que nos pueden pasar en la vida. Y puede darse también el caso contrario. Imaginemos, por ejemplo, una vida padeciendo tormentos en una cámara de tortura, sin ningún disfrute y sólo con un terrible sufrimiento. Tal vida sería horrible. Podríamos considerar que sería mejor no vivir que vivir de ese modo. Sería, por tanto, una vida con un valor negativo.
Asimismo, una vida sin ninguna clase de experiencias, una vida en un estado de total inconsciencia, como en el ejemplo que he dado arriba, es una vida que ni tiene cosas positivas ni cosas negativas para quien la viva. Ni es bueno ni es malo vivir una vida así: simplemente, no tiene ningún valor, ni positivo ni negativo. Supongamos que viviésemos toda nuestra vida bajo el efecto de un potentísimo somnífero que impidiese que nos despertásemos jamás, y que hiciese que no pudiésemos siquiera soñar. Cuando reflexionamos sobre el tema, vemos que vivir esa vida sería, realmente, como no vivir ninguna vida en absoluto.
Lo que esto nos muestra es que el mero hecho de estar vivo no es algo que tenga en sí ningún valor. Lo que tiene valor son las experiencias que tenemos, todas las cosas que nos pasan a lo largo de nuestra vida, que son las que hacen que nuestra vida como tal sea, a su vez, valiosa. Tenemos intereses y necesidades porque tenemos experiencias, no por el mero hecho de estar vivos o vidas.
Este es el motivo por el que el mero hecho de que un ser esté vivo no resulta moralmente relevante en sí: sólo lo es debido a las experiencias que podemos tener al vivir. Si nunca pudiésemos tener experiencias, si perdiésemos irreversiblemente la conciencia, como en el ejemplo dado en el primer párrafo, sería para nosotros totalmente irrelevante lo que le pasase a nuestro cuerpo. No podríamos ser dañados o beneficiados por ello. El motivo sería que nuestro organismo vendría a ser como una cáscara vacía, sin nadie viviéndola y pudiendo ser, así, beneficiado o perjudicado. Podemos, por tanto, entender que lo relevante a la hora de considerar moralmente a alguien es que posea la capacidad de tener experiencias positivas y negativas, del tipo que sean.
Esta es la razón por la que los animales con la capacidad de sufrir y disfrutar tenemos intereses y necesitamos ser respetados, mientras que los objetos o los seres que no tienen tal capacidad (como los minerales o los vegetales) no tienen ninguna necesidad de ello. Incluso aunque (como en el caso de los vegetales, los hongos o las bacterias) nos hallemos ante seres que estén vivos, nos encontramos aquí ante vidas que nadie vive, que nadie experimenta, exactamente iguales a la vida que he descrito en el primer párrafo. Vidas sin ningún tipo de experiencia. Vidas que no tienen un valor ni positivo (porque no hay nadie en ellas experimentando cosas positivas) ni negativo (porque tampoco hay nadie que experimente cosas negativas).
A quienes asumimos posiciones antiespecistas nos preguntan a menudo por qué ponemos la línea a la hora de respetar a alguien en la capacidad de sufrir y disfrutar, o por qué defendemos a los animales y no a las plantas. En muchos casos, por supuesto, esta pregunta se hace únicamente para buscar una excusa para seguir discriminando a los animales no humanos. En cualquier caso, esa respuesta debe ser respondida. Lo que he escrito en esta entrada viene a ser básicamente la respuesta que yo daría a tales objeciones.
Fuente: masalladelaespecie.wordpress.com - Por qué la capacidad de sufrir y disfrutar es lo importante
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NOTAS
RespuestasVeganas.Org: La publicación de este artículo en RespuestasVeganas.Org no implica necesariamente que se compartan todas y cada una de las cuestiones expresadas en el mismo; sin embargo, consideramos interesante su publicación por la aportación que puede hacer a la causa del movimiento abolicionista.
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